Se estrena la quinta temporada de Better Call Saul, de Vince Gillian. La escritora uruguaya reflexiona sobre cómo la precuela de Breaking Bad retrata el grado cero de lo humano y por qué es una de las series más realistas de los últimos tiempos.
Por Carolina Bello
Sin cartel, sin afiches, los personajes secundarios soportan las vigas de la trama sobre sus hombros –de ahí su nombre en inglés: supporting role– y activan, en muchos casos, las acciones de otros: no existirían ese Romeo y esa Julieta sin Mercucio o la Nodriza; o Walter White sin Gus Fring o sin Jesse.
En el relato clásico el secundario nunca es el héroe, es decir: aquel que desea o quiere alguna cosa. Es, siempre, el personaje anexo que ayuda o se opone al héroe, un subsidiario de aquel rol.
Better Call Saul es una serie de personajes secundarios que funciona sola, que no necesita evocar a Breaking Bad para brillar con lucidez propia y que tiene un reparto de condenados a la letra chica del cast que vinieron a patear el tablero y las alfombras rojas. Un motivo para celebrar desde el sillón, como cuando los tienen su peregrinar ralentizado en el pasillo del Highschool porque por una vez les salió una.
Como si cada capítulo tuviese el don –más bien el talento al servicio de un don- de intervenir algún lugar de la conciencia más simple y llana: somos así de humanos. Eso se logra porque la serie no construye sus personajes a partir de sus posibilidades arquetípicas, es decir, desde su capacidad para representar en uno algo universal. Esto, a contracorriente de la tendencia cada vez más vista que supone aderezar argumentos con personajes que encarnan una idea representativa de un todo, que termina por consolidar los estereotipos de los que pretenden alejarse: la obviedad del Capitán Planeta o la políticamente correcta 100 días para enamorarse.
Cuando algo ahora es percibido como estereotipo se convierte, ipso facto, en un tabú o en algo condenable. Ya no se lo ubica en un contexto argumental para ver qué función está ocupando ese estereotipo dentro de la historia: ¿se trata de una burla burda? ¿Es una parodia? ¿Es una denuncia contra un sistema que ha naturalizado ciertas construcciones y es necesaria volverlas visibles? Para este ejercicio, alcanza con pensar en que hace un tiempo el personaje Apu fue casi excluido de Los Simpsons, una serie que hizo de la construcción de estereotipos una insignia de la denuncia.
Los personajes de Better Call Saul no pertenecen a ningún colectivo, ni le importan a nadie desde los estandartes que puedan representar. Son, si se quiere, el grado cero de lo humano. Gente arrojada a la vida en un tiempo y espacio. Por Alburquerque desfilan un tipo al que no le sale una, una novia abogada que la rema a brazo partido, un expolicía que trabaja en el peaje de un estacionamiento, y una serie de delincuentes que todavía no se han consolidado como los ases del narcotráfico que veríamos en Breaking Bad.
Y lo mejor es que no estamos ante una segunda parte de Breaking Bad, aunque la promocionaron como su precuela, es decir: como aquello que pasó antes de esa historia atrapante y bien contada que vimos, en la que un profesor de química iniciaba su propio barranca abajo al convertirse en el mayor productor de metanfetamina a nivel industrial. Better Call Saul es tan autosustentable que a los pocos capítulos de la primera temporada ya dejamos de esperar un cameo de Jesse o Walter White. Esta es otra historia.
Es la historia del fracaso
Es una historia que, de tan fina, no cuenta a través de los excluidos, sino a través de los invisibles: el personaje más atrapante que trabaja en un peaje, o minorías por las que nadie se embandera: los viejos. En Better Call Saul los viejos tienen voz, aún desde el lugar que ocupan que es la fragilidad. La serie, además –siempre además, como esos electrodomésticos del futuro a los que les vas descubriendo utilidades que no tenías previstas cuando te lo regalaron-construye al mundo de los abogados –los ricos del buffet y los modestos sin estudio- ya no con la gracia de Ally McBeall –el ER de los abogados- sino con el pasmoso peso de la ley y su aburrimiento a ultranza para los ajenos al rubro. Sin embargo, no aburre. Algo sigue funcionando bien. De pronto seguimos el juicio en el que los dos hermanos se enfrentan, comiéndonos las uñas como cuando en los 90 seguíamos a un bondi desbocado por la ciudad de Los Ángeles.
Decía Stendhal en su definición del Siglo XIX que: “la novela es un espejo que se pasea al borde del camino y tan pronto refleja el azul del cielo como el barro de los cenagales”. Si obviamos discutirle a Stendhal que la noción de espejo que él mismo introduce estaría invitando a la noción de simulacro y por lo tanto, cuestionando la noción de realidad, podemos quedarnos con la parte en la que este gran escritor intentó decirnos que el realismo es aquello que plasma todos los ángulos del mantel, incluso las partes manchadas que algún prudente quiso ocultar.
Aun cuando hay un conflicto con un cartel que se camufla en una marca denominada Los Pollos Hermanos, y en donde nunca pasa la policía por las carreteras donde el narco atiende a bala limpia, Better Call Saul es una de las obras televisivas más realistas –en el sentido de los cenagales de Stendhal- de los últimos tiempos.
Como espectadores, no necesitamos forrarnos en papel de aluminio -como Chuck, el hermano de Jimmy con fobia a al electricidad- para que la serie nos interpele como personas frágiles llenas de miedos; que saben que el empeño y las ganas no son las fuerzas propulsoras del mundo y que eso duele; que recuerdan que la vejez tiene la poesía inexorable de la muerte, que tener hermanos no nos hace acreedores de un amor incondicional y que amar es muchas veces un pacto de lucha y compañerismo lejano a las convenciones de las mariposas.
Contar lo que no importa
Si alguien abre una puerta y entra a un living abre una posibilidad en el relato. Algo va a pasar. Ese es el principio de una secuencia. Y una secuencia puede componerse de una sucesión de momentos que desatan posibilidades: abre la puerta, el teléfono suena, contesta el teléfono, cuelga el teléfono, abre la puerta, se va; o puede componerse de esos momentos y de lo que pasa entre medio de ellos: abre la puerta y saluda prudente a su abuelo que está sentado en el sillón mirando la televisión, atiende el teléfono y contesta nervioso que irá ni bien pueda mientras se seca la transpiración de la frente. Cuelga, le da un beso en la cabeza a su abuelo y se va, rápido.
En ambas secuencias sucede lo mismo, solo que están construidas de manera distinta: la primera opta por la elipsis –es decir, por la supresión de elementos- en favor del relato primario: el de las acciones; y la segunda se detiene en darnos información que nos facilita la construcción de una atmósfera. Por lo pronto, sabemos que alguien atendió nervioso el teléfono y que quiere mucho a su abuelo.
Una de las cosas que hace única a Better Call Saul respecto a Breaking Bad, es haber dejado de lado el relato primero – cómo Saúl conoció a Walter White -en favor de contar las minucias. Better Call Saul hizo un plato gourmet con las sobras de Breaking Bad. Todo lo que esta última no contó –es decir, las elipsis o supresiones- por una cuestión de timing y argumento, fue aprovechado con creces por Better Call Saul no para completarla, sino para contar su propia historia. Se hizo de esas sobras y les otorgó un sentido propio siempre funcional a la historia que quiere contar: esa, la del fracaso.
En la cuarta temporada de BCS, somos testigos, capítulo a capítulo, de cómo se construyó aquel mega laboratorio subterráneo de Breaking Bad. Algo que la serie de origen no se ocupa en contar inteligentemente, porque ese momento no nos importa. Better Call Saúl desmenuza aquella elipsis y le da sentido. Asistimos a nuevos personajes, secundarios de los secundarios, que funcionarán como activadores de otros, de Mike, por ejemplo, un de los personajes más carismáticos y queribles –no sé bien por qué- que logra junto al constructor del laboratorio una de las escenas más devastadoras de toda la serie.
Tiempo y espacio
Se dice que todas las historias ya están contadas y que aquello que hace la diferencia es cómo contar lo mismo. Así, la historia de Romeo y Julieta la vemos en cada novela argentina o brasileña de cepa. Los chicos pobres seguirán gustando de las chicas ricas o viceversa por los siglos de los siglos.
Better Call Saul es una serie que no solo plasma la idea del fracaso a través de una historia de superación frustrada, sino en los elementos visuales y escenográficos que pone en juego y en una forma de narrar que, aún en su repetición, logra un placer estético tan enorme que es incapaz de aburrir. Pensar en este momento en los principios de cada episodio.
Por ejemplo, uno de los recursos que más utiliza la serie es revelar la “Big Picture” de forma paulatina, empezando con primerísimos primeros planos de objetos que en un principio no entendemos, hasta que la lente se va acoplando ya no a la escena percibida, sino a un sentido construido entre autor y espectador que es necesario cuidar. Pensemos en todas las secuencias que mostraron a Jimmy en blanco y negro trabajando en el mostrador de una pastelería. Conocimos hasta los poros de los muffins sin saber que eso que veíamos era un muffin.
La aridez de la locación –Alburquerque, situada en Nuevo México- es propicia para acompañar el aura desangelada de todos los personajes. Seres acostumbrados a vivir en una ciudad erguida con modestia en el medio del desierto. ¿Hay que decir más?
Transcurren, a todo esto, los años 2000, una época difícil de recrear a nivel visual. Por un lado está demasiado cercana como para haberla convertido en una caricatura de la que podamos desentendernos; por otro, respecto a la simbología con que hemos elegido evocar otras décadas, la primera de los dos mil es un híbrido. En esa mezcla donde todo vale, el kitsch vuelve con la furia de los monstruos a través de un progreso tecnológico que aún es torpe como los celulares ladrillo, y donde los seres humanos se colgaban un aparato llamado bip bip del cinturón sin ningún tipo de prurito estético. Ahí aparece la base de operaciones de Jimmy McGill: la trastienda de un salón de belleza chino, en donde reina el empapelado y el agua con pepino en un bidón común.
Vince Gilligan, el creador de todo esto y de Breaking Bad podría haber optado por el sendero seguro del éxito ya que había logrado un público fiel a su primera serie y al merchandising. Sin embargo, eligió contar lo que tenía ganas de contar, como cuando un solista deja la banda en el apogeo para hacer algo completamente nuevo o distante de su proyecto originario. Lo que hizo Gilligan, no solo lo coloca sin escalas en el firmamento de gente respetable, sino también en la repisa de gente que quiso contar una historia genuina e inteligente y supo hacerlo con creces.//∆z