Una lectura personal sobre uno de los mejores períodos en la historia del clásico de DC Comics.

Quien no encuentra a quien entregarse, busca a quien venderse.

Stendhal

Por Gabriel Reymann

Cuestiones de mercado, capital y utilidad, como siempre: a mediados de los ’70 Marvel Comics estaba superando muy ampliamente en ventas a su competidora DC Comics. Entre las maniobras pensadas para captar más ventas se encontraba contratar a Jenette Kahn, nueva coordinadora de títulos de la empresa; Kahn decidió robarle artistas de renombre a Marvel y uno de los apuntados era el guionista del cómic que nos ocupa, Steve Englehart (su currículum en Marvel: Avengers, Defenders, Captain America, Doctor Strange, todos con un resultado de historias consideradas clásicas en todos esos títulos). Englehart es contratado para escribir la Justice League America, pero pone dos condiciones: una es escribir también Batman –en la serie Detective Comics–, y la otra es hacerlo solo por el lapso de un año, dado que pensaba retirarse del mundo de la historieta y radicarse en Europa.Al equipo creativo lo completaron Walt Simonson en lápices y Al Milgrom en tintas. Cuando Englehart está ya asentado viviendo en España, encuentra para su sorpresa que las otras seis historias restantes habían estado a cargo de Marshall Rogers en lápices (quien ya se desempeñaba como colorista en la serie) y Terry Austin en tintas. Estos dos equipos creativos (y un tercero: Len Wein firmó los guiones de los últimos dos capítulos, también ilustrados por Rogers y entintados por Dick Giordano), en tan solo un año brindaron una versión del personaje que, según dice la Wikipedia del mundo del cómic, está considerada entre las definitivas del Detective Nocturno, pero a veces el sentido común tiene bastante asidero.

Las dos primeras historias narran una pelea contra un villano menor (el Dr. Phosphorus) pero fijan el tono de la serie a lo largo del paso de Englehart por ella; la periodista Silver St Cloud se presenta como interés amoroso y personaje fuertemente desarrollado (el personaje servirá de modelo a Vicki Vale, interpretada por Kim Basinger en la primer película de Batman de Tim Burton) y también introduce a Rupert Thorne, integrante del Consejo de Gotham City y , ejem, capo mafia en las sombras (vale recordar que Steve Englehart fue el autor de la historia del Imperio Secreto en las páginas de Captain America en la cual se revelaba que el presidente de los EE. UU. era jefe de una organización criminal, todo esto meses antes del estallido del Watergate). De hecho, el doctor Sartorius (la identidad civil de Phosphorus) sufre el accidente que lo convierte en una criatura radioactiva inspeccionando la planta nuclear en la que había “invertido”/lavado dinero por sugerencia del propio Thorne. He ahí uno de los sutiles subtextos del período Englehart: el villano también está en el nivel estamental. En el estilo literario se advierte mucha descripción de la ciudad, la noche y sus ambientes, cantidades ingentes de adjetivación y énfasis (Englehart tiene predilección por los signos de admiración), y su verbo favorito aplicado al accionar de Batman es “prowl”, que podríamos traducir como merodear, pero también acechar. Un detective oscuro y adusto, efigie del temor, cuando no del respeto para los criminales. El aspecto gráfico es el punto menos satisfactorio del comienzo de la etapa Englehart: el entintador Al Milgrom tiende a suavizar y redondear el estilo lineal, impactante y angular de Simonson y la mezcla sencillamente no funciona; sí queda para apreciar la narrativa también potente de Simonson.

La apuesta sube exponencialmente para las dos historias siguientes, centradas en  la pelea con Hugo Strange, un antiquísimo villano que, a partir de la recuperación de Englehart, ingresaría definitivamente al panteón de los rivales del encapotado. Strange toma prisionero a Bruce Wayne en primera instancia y este logra fugarse, pero vuelve a quedar cautivo cuando enfrenta al villano bajo la guisa de Batman. Strange desenmascara a Batman, toma brevemente su identidad (aparte de la posesión de los bienes de la Fundación Wayne), y cita una subasta para develar su identidad secreta, de la cual participarán como postores el Pingüino, el Joker y el propio Thorne, quien también lanzó una circular de prohibición sobre Batman. Rupert prefiere saltarse la segunda citación para la subasta y capturar a Strange para sonsacarle el secreto de la identidad mediante la tortura; no arranca confesión alguna y culmina con la –supuesta– muerte de Strange. Mientras, Batman huye del cautiverio ayudado por el Robin de aquella época, Dick Grayson, enterado del conflicto a través del llamado que hiciera St. Cloud a su alias civil, como protegido de Wayne.Y en el acto de la subasta asoma el otro fantasma que no recorre, sino que se desliza sobre el volumen: el capital como mecanismo de poder, entendido este como la facultad y acto volitivo de decidir sobre la vida de otros. Cuando Strange reflexiona sobre su suerte de dar con un cautivo que, aparte de ser millonario (como los otros que raptaba previamente) y Batman al mismo tiempo, se contesta a sí mismo con la frase “¡Pero no! Batman es en sí un hombre excepcional! Gobernaba la ciudad de día así como de noche, no podía ser de otra manera”. Básicamente, Englehart insinúa en una sola viñeta al pasar que los ricos no piden permiso, con más talento que una telenovela del prime time, por suerte. El capital otorga ser, identidad y potencia coercitiva para actuar sobre otros. El rico reglamenta la actividad diurna, en la cual se genera la plusvalía, y actúa sobre aquellos que buscan generar riqueza al margen de la vía “legal”.

En la caracterización psicológica de Strange también hay algo de narcisismo y admiración hacia Batman, lindante con el homoerotismo: cuando están cara a cara no puede evitar llenar de elogios al detective nocturno –para no mencionar la usurpación de identidad, un caníbal que fagocita a su víctima para querer ser ella–; cuando es torturado por Thorne se arrepiente de la subasta porque disocia el acto de enajenación de la mercancía (la identidad secreta) de su valor neto y el camino recorrido para llegar a ella: muta de mercader orgulloso a meritócrata celoso de vender su secreto porque semejante premio es solo digno de aquel que tenga el genio –y no el metálico– para acceder a él.

A esto le siguen dos historias unitarias de peleas con villanos. La primera, contra uno de los supervillanos arquetípicos de Batman: el Pingüino. A simple vista una aventura menor, sirve de botón de muestra de la potencia de Englehart por el paso de la serie, dándole carnadura psicológica –hablamos no tanto de alguien que busque acopiar ilegalmente riquezas sino de un vanidoso y megalómano dispuesto a medir su genio con el de Batman, por no hablar del fetiche con las aves–, y narrando un policial detectivesco con más de un giro en el camino hacia la resolución del enigma. La segunda, la más discreta del período Englehart, recupera a Deadshot, un villano menor de la galería de criminales de Gotham, que volverá con mucha importancia unos pocos años después, de la mano de John Ostrander en Suicide Squad (sí; esa película, ese villano, Will Smith…). Mientras las subtramas siguen avanzando (Thorne acechado por el fantasma de Strange, Silver St. Cloud parece descubrir la identidad secreta de Batman), Deadshot se enfrenta a Batman y obsequia otra frase subrepticia sobre el capital y el poder: “(en otros tiempos) …intenté derrotarte por medio de la manera inteligente…¡la manera de los ricos!”

Englehart cierra su paso por la serie con la joya en la corona: The Laughing Fish. Posteriormente adaptada a la tv en la serie animada de los ’90 de Bruce Timm y Paul Dini, esta historia en dos partes entró directo al canon de las mejores historias de Batman y el Joker. En primera instancia, por el tratamiento que da al personaje: deja de lado el enfoque de “payaso criminal” (peligroso pero hasta ahí) que caracterizó tanto tiempo al personaje para retomar el enfoque de psicópata homicida que a su vez previamente habían recuperado Denny O’Neil y Neal Adams unos pocos años antes (cuando el Joker interroga a un hombre yeste le contesta, lo frena, lo golpea y le contesta “solo yo me respondo las preguntas”). También se anticipa unos años al concepto que instauró Alan Moore en Killing Joke: el Joker necesita a Batman como némesis; si su identidad secreta se devela se pierde la gracia de la adrenalina del gato y el ratón que compiten eternamente (aquí también hay vanidad: pelear contra meros policías es sinónimo de aburrimiento). En segunda instancia, su premisa es genialidad pura: el modus operandi del Joker bucea entre los intersticios del sistema. Con su gas venenoso de la risa, contamina a toda la población de peces de Estados Unidos, que adquieren la mueca grosera que lo caracteriza. El razonamiento lógico del Joker dictamina que debe reclamar regalías por copyright de imagen y marca visual. ¿Delirante? No, el propio Joker cita como ejemplo a la marca estadounidense del pollo frito, y no olviden a Gene Simmons patentando el símbolo de hacer cuernitos con la mano (que encima fue popularizado antes por Ronnie James Dio).

Quedan dos historias más, ya escritas por Len Wein, aún con el arte de Marshall Rogers, que cierran muy coherentemente las subtramas de St. Cloud y Thorne, y presentan al tercer Clayface, otra figura trágica también fetichista, pero cuyo objeto de devoción es un maniquí y al menos con un motivo entendible: su cuerpo de plástico puede resistir el toque desintegrador del villano monstruoso.

Cuando la apuesta subió enormemente para los números que introdujeron a Hugo Strange fue también en buena medida por el encargado del arte, el siempre injustamente reconocido Marshall Rogers. Terry Austin redondeaba y volvía más elegante sus figuras humanas, y respetaba a la perfección la precisión en la construcción de los ambientes arquitectónicos; y en los dos últimos episodios por Dick Giordano, quien le daba un aire más sucio y crudo al arte finalizado. Ambientes arquitectónicos, he ahí una palabra clave; Rogers provenía del mundo de la arquitectura y en todo su trabajo para la serie se percibe claramente eso: desde la ya mentada elegancia de los edificios y los ámbitos internos, a la abundancia de puntos de fuga en los cuales solo puede meterse alguien con serios conocimientos del dibujo técnico. Para el dibujo de las figuras humanas se maneja con iguales dosis de simpleza, realismo y elegancia; para el retrato de Batman da énfasis a la presencia de su capa extendiéndose como un manto de terror, y da con una de las representaciones más icónicas del Joker (dándose el lujo de citar en una viñeta al personaje que sirviera de inspiración visual para el villano: El hombre que ríe, el clásico del cine expresionista alemán). Por si fuera poco, el plantado de páginas es brillante: encuadres con ángulos notables (contrapicados varios con punto de fuga, “cámara” al ras del piso, Silver St. Cloud vista desde ¡los pedales de un auto!) y una narrativa sobria a primera vista, pero súper arriesgada en una mirada más cercana. Hallazgos sobran: una viñeta con un mismo fondo dividida en subviñetas por las cuales se desplaza un personaje (truco que ya había mostrado Jim Steranko unos años antes); secuencias de viñetas también subdivididas, pero imitando el efecto de un plano secuencia con zoom, y lo que podríamos llamar la viñeta Mondrian (¿uh?) –una viñeta que es un cuadro autónomo constituido por una plétora de miniviñetas cual rompecabezas en una conjunción perfecta de distribución espacial y montaje temporal–. Rogers exhibía también gran destreza en el campo semántico: sus onomatopeyas suelen ser marcadas unidades de sentido, así como los marcos de las viñetas (la capa de Batman puede servir como borde, por ejemplo).

Strange Apparitions (Extrañas Apariciones en su edición en castellano por ECC, la más fácil de conseguir) tiene una doble cualidad difícil de encontrar en los cómics, no solo de superhéroes: como lectura rápida, de entretenimiento brinda muchas satisfacciones, pero apenas rasgando la superficie, habilita mucho vuelo, inteligencia y riesgo. //∆z