Caja Negra editó poemas, fragmentos de novelas y textos experimentales de un clan de escritores porteños que fueron los equivalentes de los beatniks estadounidenses. La experimentación lingüística se funde con el jazz, el surrealismo y el realismo sucio

Por Pablo Díaz Marenghi

Jack Kerouac define a los jóvenes integrantes de la llamada Generación Beat como “personajes de una espiritualidad singular que, en lugar de andar en grupo, eran Bartlebies solitarios que contemplan el mundo desde el otro lado de la vidriera muerta de la civilización”. En la Buenos Aires de los años 60, circularon hombres y mujeres que cuajaban con esta descripción. En este caso,  se paseaban por el Bar El Moderno y el Instituto Di Tella. Intercambiaban poesías, escribían manifiestos con ideas muy irreverentes para la época, pergeñaban publicaciones -como Opium y Sunda- y deambulaban por los confines más inexplorados de la ciudad. Argentina Beat (Caja Negra) rescata textos de estos escritores, la gran mayoría ignorados por la crítica, que supieron ser cultores de la prosa espontánea, autoreferencial y divagante, desarrollada en Estados Unidos por Allen Ginsberg, Gregory Corso y tantos otros. Con Néstor Sánchez -el favorito de Cortázar- como la vedette de este conjunto, o rarezas de culto como el misterioso Marcelo Fox, este libro editado por Federico Barea sirve como testimonio de una época y como material ineludible para todos aquellos fanáticos del movimiento Beatnik.

“Nuestro beatnikismo es un ikebana del escándalo” inmortalizó Hector Zimmerman, uno de los beats citados en el libro. ¿Qué se encuentra uno en las 300 páginas de Argentina Beat? En primer lugar, se empapa de la obra de un grupo de escritores marginales para el canon literario de la época. Muchos, quedaron en el olvido. Otros, lograron progresar en el periodismo o en otra actividad distinta a la literatura. Algunos se recluyeron en el ostracismo. Uno se adentra en la historia de dos grupos selectos, Opium y Sunda, que generaron revistas, grupos de lectura y actividades contraculturales que desafiaban a la sociedad de la época. Al mismo tiempo, al abordar los textos, aparece una diversidad de géneros, estilos y voces narrativas más que atractivas. Allí se encuentran poesías, novelas inconclusas, diarios íntimos, cuentos y textos experimentales casi surrealistas. En los manifiestos de la revista Opium se aborda un poco el espíritu de estos personajes: “Nos conocimos en revistas, en bares, en confusas reuniones a las tres de la mañana”. Los textos de los autores están intercalados con breves biografías que contextualizan y devuelven al presente el pasado sombrío de estos escritores. Aparecen cuentos de Mariani en donde el lenguaje es un camino para la experimentación (“el océano atlántico se desliza incontenible dentro de mi pecho” escribe, en una metáfora surreal). Aparece la marihuana y la lisergia de la mano de Ruy Rodríguez. También la música, en particular el jazz y la bossa nova, conforman la banda sonora de estas piezas. El divagar, el ser un flaneur, un contemplador del mundo, es parte del espíritu de estos textos, como queda expresado en un poema de Isidoro Laufer – “Anochecer” – en donde cuenta que está “esperando la circunstancia de la aventura placentera”.

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Marcelo Fox y Néstor Sánchez son los nombres que emergen con mayor potencia en este compendio. Reivindicado por Alberto Laiseca el primero, a partir de su inconseguible obra Invitación a la Masacre, y por Julio Cortázar el segundo, sus textos se destacan por una riqueza lingüística y poética. Uno del grupo Opium (Fox) y el otro de Sunda (Sánchez), en el libro aparecen poemas y cuentos breves de estas estrellas ocultas. En “Mutilación”, Fox, fiel a su estilo cruel y sanguinario, convierte en poesía a la auto-amputación más brutal. En “Soy”, parece escribir una buena letra de rock: “Todos buscan compañía para formar soledades mayores / todos se mueren sin darle demasiada importancia al asunto”. De Sánchez se incluye un cuento, “Las cuatro estaciones” que resume la propuesta estética de este conglomerado literario: escritura auto referencial teñida de introspección y con buena música de fondo. En este caso, música clásica. Otros puntos destacados de esta antología de rescate son el fragmento de la novela Tiro de Gracia, de Sergio Mulet, que inspiró a una película del mismo nombre, dirigida por Ricardo Becher en 1969, que sirvió como documento audiovisual del movimiento. En ese texto se incluye el delirio en primera persona de esta escritura, tan bien desarrollada por los exponentes yanquis del género. “Abrió la boca y una hormiga roja grande como una bellota le caminó por la lengua. Vamos a tratar de conservarla viva. Voy a jugar un poco con ella” relata un narrador lisérgico, una especie de Sombrerero de Alicia en el País de las Maravillas perdido en los rincones más oscuros de Buenos Aires. Otro hit del libro es el texto “Terrazajaula” de Diana Machiavello, en donde la autora compone, en formato de diario íntimo, un mosaico de la época empapado de alcohol, noche e incertidumbre. La prosa poética de Hugo Tabachnik y Poni Micharvegas, las cartas y textos cargados de melancolía incluidos en el anexo, terminan de convertir a Argentina Beat en una puerta de entrada ineludible a un costado poco abordado de la contracultura argentina de los años sesenta.

En estos textos, algunos inacabados, otros con muy poca difusión, es posible hallar conexiones con la literatura espontánea promovida por Kerouac, la introspección y el pensamiento budista/zen, el surrealismo, el psicoanálisis, la literatura experimental y la prosa poética. Es evidente el esfuerzo por trabajar la función ornamental del lenguaje y no la función narrativa, retórica o enunciativa. Los beatniks porteños no se preocupaban por contar grandes historias: contaban su propia historia, tirados en una vereda o empapados de vino en algún bar. Eso sí, tratando de que siempre sea lo más atractiva, bella y visual posible. Es posible rastrear continuidades en vanguardias literarias actuales, como el slam o la alt lit, vertientes de la escritura en donde a veces cobra una mayor relevancia la forma que el contenido. En este caso, el summum de la cuestión va por otro lado. El valor histórico de este rescate radica en pensar que el movimiento Beatnik, tan asociado a la cultura norteamericana, a la road movie o al movimiento hipster, también tuvo su encarnación porteña. O, como supo gritar Miguel Grinberg en un artículo periodístico, “¡Existen los beatniks argentinos!”

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