Compartimos un cuento del escritor uruguayo, autor de El gato y la entropía #12 & 35 (2015), Verde (2016), La expansión del universo (2018), entre otros libros.
Ilustración de Martina Mounier
Pocos días después de la muerte de mi abuela me encontré revolviendo entre sus pertenencias. No sabía bien qué buscaba, pero sí que mucho de lo que conservaban aquellas cajas forradas con papel de regalo eran libros y revistas que habían sido míos y que en sucesivas mudanzas terminé por confiarle, para que los atesorara junto a juguetes, cartas y pequeñas reliquias.
Separé un par de playmobils, sacudí el polvo que habían juntado los doce tomos de la enciclopedia Ciencias Naturales y empecé a revisar una pila de historietas de los Pitufos y el Pato Donald. Era cuestión de quedarme con las que recordara mejor, pensé, y apareció por ahí la saga La dinastía de los patos, que reimaginaba la historia de Donald y el Tío Rico a lo largo de los siglos. La colección no estaba ordenada, de modo que tuve que buscar con atención para separar las revistas que incluían capítulos de esa historia, y fue así que di, casi en el fondo de su caja, con una carpeta pequeña, de color azul oscuro, no muy vieja a juzgar por el estado de la cartulina y los elásticos. Todo aquello olía a lana, a barniz, a hojas secas y prensadas y, me pareció, a las espirales para los mosquitos y las flores de perfume amargo que mi abuela hacía crecer en su jardín de la casita de veraneo en Pinamar. Era su olor, el de ella, y sin duda eso, a la manera primitiva e irracional del olfato, persuadía más y mejor a mi memoria que todas las fotografías que se me habían abalanzado desde el velorio. Imaginé que la carpeta contendría otros tantos papeles de mi infancia: carnés del colegio o alguno de los cuentos e historietas que yo había escrito y dibujado entre mis seis y nueve años. Pero lo que encontré me sorprendió: eran partituras, en su mayoría fotocopias, cuidadosamente dobladas para adaptarse al tamaño de la carpeta, y también hojas sueltas, quebradizas y amarillentas, del viejo tratado de solfeo con el que había estudiado en mis años de alumno de piano.
Mi abuela había sido la principal promotora de aquellas clases; llegué a estudiar cinco años, pero pronto olvidé todo menos los rudimentos. A mi padre le gustaba compararme con un robot: en los exámenes me sentaba ante el teclado y no hacía sino esforzarme por huir de la pieza, por despacharla a toda velocidad y sin rastro alguno de emotividad o expresión. Finalmente, después de que me “recibiera” de profesor de solfeo (el mojón de los primeros cinco años), estuvimos de acuerdo en que dejara las clases; ya era un adolescente, además, fan de los Redondos y los Rolling Stones, y pronto movilicé los pocos conocimientos adquiridos y el poquísimo oído desarrollado para aprender guitarra por mi cuenta.
De esa época retuve más bien el recuerdo de las callecitas del barrio Atahualpa, el de los otros niños y niñas en los exámenes y el de una compañera de clase, muy delicada, alta, flaca y de rulos, a la que copiaba los gestos escrupulosos que hacía al solfear. Mi abuela, sin embargo, se había aferrado a todas aquellas páginas abandonadas, a quién sabe qué promesa jamás cumplida. Sentí la culpa inevitable, la lástima, y seguí buscando. Fue entonces cuando apareció. Al principio lo tomé por un error; ese dibujo sin duda pertenecía a las otras carpetas y cajas donde mi abuela había guardado las historietas y mis numerosos intentos de ilustrar el Quijote, las novelas de Verne y Las mil y una noches. Se habría traspapelado quién sabe cuándo y terminado allí. No era del todo comprensible, además, así que lo atribuí a una edad temprana, mis cuatro o cinco años quizá, pero después miré con más atención y apareció el recuerdo: no el de haberlo dibujado sino el de haberlo repasado, repensado, escondido con vergüenza y eventualmente perdido. Lo había hecho a los once, sabía, durante mi segundo año de piano y solfeo, y representaba, hasta donde pude recordar, el jardín de la casa que había justo enfrente de la de mi profesora de piano. Eran trazos torpes, pero dejaban entrever una dedicación, un esfuerzo sobre los detalles que no aparece en otros dibujos de mi infancia o adolescencia.
Lo representado en el centro del dibujo era irreconocible; podía ser apenas un conjunto de rayones, una maraña de líneas verdes y negras. Pero una segunda mirada revelaba que cada convulsión del trazo era deliberada. Que cada nudo del dibujo había querido copiar algo de la realidad (o la memoria). Quizá podían rastrearse también las correcciones, las enmiendas, los agregados y los borrones.
Así, con mis manos temblando y el aliento plantándose en el fondo de mis pulmones, fue como recordé.
Yo estaba tocando el timbre de la casa de mi profesora de piano. No sé cuántas veces habré insistido, pero pronto quedó claro que no había nadie. Aquello era inusual: nunca había tenido que esperar, nunca había tocado el timbre más de una vez, así que debí pensar que le había pasado algo, que una emergencia la había sacado de su casa. Mi profesora era viuda y vivía con sus dos hijas. La mayor me llevaba ocho años; yo la veía siempre a través de la ventana de su cuarto, que daba al fondo de la casa, y jamás intercambiamos más que un saludo. Mi profesora solía rezongarla por esa antipatía; la instaba a salir del cuarto, a “tomar aire”, a bajarle el volumen a la música, a dejar “todos esos libros”. La otra hija, que tenía apenas un par de años más que yo, era delgada, rubia y, en mis últimos años de alumno de su madre, se convirtió en el mayor interés a la hora de asistir a las clases. Ahora mi memoria ha exagerado algunos rasgos y la hermana mayor se me aparece maciza, grisácea, gorda y alta, de ojos saltones, ojeras marcadas y una papada batracia, mientras que a la menor la evoco voluptuosa y seductora, e incluso aparece la imagen repetida (como si eso hubiese pasado muchísimas veces) de encontrarla en el fondo de su casa besándose con algún pibe, él con los ojos cerrados y en trance, ella con los ojos abiertos y clavados en mí.
No era mucho más lo que sabía de aquellas chicas o de mi profesora. Tanto mi abuelo como mi padre, por su parte, habían sacado algunas conclusiones en base a lo observado al momento de acompañarme en los exámenes, cosas como las calcomanías de Wilson Ferreira en las ventanas y otros asuntos inevitablemente políticos que no me importaban (eran más interesantes los numerosos adornos de mal gusto dispuestos en las paredes, en las credencias, las mesas ratonas y los estantes: estatuillas de ángeles, parejas de pastores, quijotes, victorias de samotracia, venus, duendes, reproducciones del santo sudario, imágenes del sagrado corazón) pero que para ellos, colorados fanáticos, era casi tan terrible como (o más terrible que) si hubiesen dado con una matera que llevara pegada una bandera del Frente Amplio o una bandera con una hoz y un martillo.
Supongo que mi abuelo me había llevado en auto, que estaba apurado por algo que tenía que hacer y que por eso se puso en marcha apenas bajé. De otro modo se habría quedado conmigo, esperando, y habríamos vuelto a casa después de cinco minutos de timbrazos; esa noche, pasado su despotrique contra mi profesora y la persistente defensa por parte de mi abuela, yo habría visto televisión y jugado con mi TK-95, cenado, leído y nada más que lo de siempre. Pero no fue así. Estaba solo, así que no me fui, quizá porque esperaba que mi profesora llegara en algún momento o porque era tan inusual que recorriera solo las cuadras hacia mi casa que no terminaba de animarme y atinaba apenas a esperar que pasaran a buscarme, incluso si eso implicaba pasar una hora sentado en el murito de la casa o en el cordón de la vereda.
Escuché que me llamaban por mi nombre. Era más bien una pregunta, ¿Federico?, y después la voz insistió.
–¿Vos sos Federico, el nieto de Clara?
Yo estaba sentado de espaldas a la calle, y cuando me di vuelta encontré a un hombre de la edad de mi abuelo. Estaba hablándome desde la casa de enfrente; me levanté y, sin llegar a cruzar, le dije que sí.
–¿Estás esperando a Mariela? Tuvo que salir de apuro; me dejó dicho que pidiera disculpas a los gurises… vos sos el único que vino…
No sé qué cara habré puesto, pero el hombre pareció preocuparse.
–Vení, ¿querés una cocoa? ¿Un café con leche? Llamo a tu abuela y te pasan a buscar.
Le dije que sí, que gracias, y crucé. Si bien pasaba por esa cuadra dos veces a la semana en muy pocas ocasiones me había fijado en las casas vecinas; esa en particular, además, me había parecido siempre especialmente anodina, quizá por su jardín sin plantas y su muro alto y enrejado. Aunque, a la vez, esas características –junto a la ventana enorme y circular, muy ornamentada– también debían hacerla más llamativa. Es posible, entonces, que ciertos atributos terminaran por cancelarse mutuamente: las superficies grises, el techo bajo y la fachada rectangular compensaban la ventana art nouveau, del mismo modo que las rejas altas y negras retrocedían empujadas por un portón sin atributos y el vacío del jardín.
Eso es el marco del dibujo. Están la fachada, la reja, la ventana circular y el portón, que dibujé abierto. Hay un intento de remedar la decoración alrededor de la ventana, así que aparecen arabescos y volutas; pero lo más importante está en el jardín: esa ausencia de plantas que puedo recordar desaparece ante una especie de arbusto, palma o árbol bananero, lleno de cactus, aloes y helechos o, mejor, cosas que parecen cactus, aloes y helechos, así como también una enredadera densa que cubre buena parte de la fachada, rodea y enmarca la ventana y parece manar de la puerta y desembocar en la cosa principal, la maraña del primer plano.
Terminé por guardar el dibujo junto a las revistas de Disney y los tomos de la enciclopedia. Mi abuela había vivido sus últimos años junto a mis padres, en un cuarto pequeño, y llevarme aquellas cosas a mi propio apartamento me pareció una suerte de saqueo a una tumba ya vaciada. Pero a la vez eran o habían sido mis revistas, mis libros, mis recuerdos. Esa noche guardé la enciclopedia y las historietas en mis estanterías y me quedé un rato contemplando el dibujo. Había algo llamativo, me pareció, que iba más allá de la rareza de los trazos; era como si insistiera ese rastro de determinación, digamos: las marcas de un esfuerzo por copiar cierta realidad que no quedaba agotada en la representación.
Si bien el proceso de memoria involuntaria quedó inaugurado por la visión del dibujo, fue en los días y semanas siguientes que alcanzó su máximo, y un papel fundamental lo jugaron los sueños. Así, esa misma noche me vi ante aquella casa, no como la había recordado en el cuarto de mi abuela sino como aparecía en el dibujo, poblada por su multitud vegetal. Pero en el sueño mis carencias infantiles como dibujante quedaban superadas y yo percibía aquello como lo que en verdad era: no un árbol, no una planta, ni siquiera un conjunto de plantas, sino una criatura que pertenecía a otro orden de cosas. En el sueño –en el primero de ellos y en los que siguieron, noche tras noche– yo simplemente me quedaba allí, contemplándola y tratando de dar cuenta de las formas que se estremecían en su confusión, como si buscara caras o animales en las nubes arrasadas por el viento.
Lo más extraño, por supuesto, era que me tomara aquella irrupción con naturalidad.
Pero hay más: con el tiempo terminé por sentir que había empezado a confundir esos sueños con mi pasado real. Yo había vivido esa situación, creía recordar, la de cruzar la calle, acercarme a la casa y ser maravillado o atrapado por aquella criatura, pero también alcanzaba a entender que algo había cambiado, que antes esos recuerdos no existían. Era como si hubiese dado con una memoria reprimida, quizá, o como si de pronto estuviese alterando mi pasado o, mejor dicho, lo que había entendido como mi pasado durante demasiado tiempo. Y eso, naturalmente, requería una causa. Había que concluir, llegué a pensar (y en una primera instancia lo aventurado de la conclusión debe entenderse como un signo de lo profundamente alterado que había quedado tras el hallazgo del dibujo y el recuerdo), que en la media hora o poco más que pasé en la casa frente a la de mi profesora algo obró en mi mente y encerró una percepción específica en una cápsula cuyo contenido –guardado, encerrado, dispuesto al mecanismo de su liberación como una bomba de efecto retardado o, acaso, una semilla o espora de largo ciclo vital– recién emergió treinta años más tarde, gracias al dibujo que encontré entre las cosas de mi abuela muerta.
Además me descubría rememorando aquella tarde a todo momento, hasta el punto que empecé a sentirme más y más separado de mi vida cotidiana, de mi trabajo, mi hija y mi esposa. Terminé por consultar a mi madre: la visité una noche sin previo aviso y le pregunté qué podía contarme de una pareja que vivía frente a lo de mi profesora de piano y que conocían –o decían conocer– a mi abuela. Contra lo que esperaba la respuesta apareció de inmediato. Mi madre había caído en un círculo vicioso de culpa e idealización de mi abuela, de modo que cualquier pretexto le venía a las mil maravillas para desahogarse en larguísimas invectivas contra ciertas personas que de pronto habían atraído y acaparado todos los adjetivos negativos con los que mi madre habría descrito a la suya meses atrás, como si ese procedimiento fuese la única manera que encontraba aceptable de elogiar a mi abuela, de dar con una luz favorable que le moldeara mejor los límites y le permitiera saltearse todo el odio de su vida. Así, supe que aquella familia había abusado varias veces de la confianza de mi abuela, que la esposa de aquel hombre que me había hecho pasar e invitado con café con leche “se había criado” con mi abuela y la había perjudicado de varias maneras, ninguna de ellas especificada. Y agregó que nunca había quedado claro a qué se dedicaba el hombre, que sin duda había algo ilegal escondido tras la fachada de aquella casa, que hubo “épocas enteras” en que “no se sabía por dónde andaba” y que después aparecían rumores de viajes a Brasil (“a la selva”), a Perú y a Bolivia, y que el hijo de la pareja se había vuelto loco y/o había sufrido una sobredosis y llevaba años internado en un psiquiátrico.
–¿Pero viven?
–Tu abuela se enteró de que el hombre murió. Al año que nos mudáramos, creo que fue. Pero ella vive: hierba mala nunca muere.
Sentí que ciertos pliegues del dolor de mi madre amplificaban habladurías mezquinas y me retiré de la conversación, pero algo se había purgado y podía pensar con mayor claridad. No había otra alternativa: debía volver al barrio y buscar la casa.
Esa claridad reconquistada me permitió también dedicarme mejor a las otras cosas de mi vida, así que me fijé la visita para la semana siguiente. Y esa noche el sueño regresó: yo estaba ante la criatura, pero ahora no era en el jardín de aquella casa sino en el living, en lo que yo, en el sueño y después, ya en la vigilia, recordé como el living de la casa, pegado a la cocina, con su mesa cubierta por un mantel de hule, sus alacenas, su heladera pintada de un tono oscuro de turquesa. Recordé también cómodas y estanterías, y por todas partes había recuerdos de viajes, figuras de yeso ataviadas con trajes típicos de esos que había mencionado mi madre y otros tantos, acaso Cuba, México, algún país africano. Y la criatura, más pequeña, extendía sus zarcillos o tentáculos desde una puerta; en el sueño yo preguntaba qué puerta era esa y la mujer me decía la del cuarto del nene.
El parecido de la criatura que había visto en ese sueño con la que aparecía en mi dibujo era asombroso, casi tanto como si hubiese soñado con sus trazos de lápiz y sus resaltados con drypen y rellenos de crayola. Pero había algo más, algo que trascendía la noción de haber soñado meramente con un dibujo. Así, cuando desperté salté de la cama y me metí en el baño, donde procedí a mirarme al espejo. Era yo, pensé, como si necesitara tocarme y repasar mis primeras arrugas, mi calvicie incipiente y las canas en mis patillas para obtener una sensación de continuidad, un proceso único entre aquel niño que practicaba en el piano y yo. Era como si estuviera dibujándome, fijándome a un papel que se me antojaba más real que el mundo al que había emergido de aquel sueño. Y después de un rato de ese proceso, después de asegurarle a mi esposa que me sentía bien, en voz baja para no despertar a la niña, terminé de recordar. Había entrado a la casa y pedido una cocoa. Fría, agregué, y la mujer me ofreció una bandeja con bizcochos miniatura. Me preguntaron por las lecciones de piano, qué tocaba, qué tan fácil me salía, si no prefería tocar la guitarra; quisieron saber qué miraba en la TV y cómo estaba mi abuela, si mi abuelo seguía arreglando televisores y si tenía todavía su trabajo en la Intendencia. Preguntaron por mi tío y su vida en España, por mi tío abuelo en Melilla, y si mi padre se llamaba Roberto, Rodolfo, Romualdo o Ramón. Contesté a todo con paciencia, como el pibe bien educado que me habían hecho, y de pronto escuché un ruido, un chirrido breve, casi un chasquido, seguido por una bocanada de olor vegetal, olor a monte, al agua verde y estancada de una laguna en medio de un bosque, al moho en una pared, a la pinocha sucia y podrida compactada capa tras capa en el piso de una casa abandonada en algún balneario, a hojas de laurel, a yerba, a marcela y carqueja en el té de mi abuela en Pinamar. Y miré. De una puerta entreabierta manaba una cosa, manaba mi dibujo o, mejor, algo que ahora sólo puedo ver como mi dibujo: porque la verdadera visión nunca pudo tener una sustancia. Se me apareció como el espacio que se abisma alrededor de los árboles por la noche: algo que no supe discriminar como único o múltiple, como fondo o figura, como animado o mineral, como animal o vegetal; quizá era un proceso, una deriva en cierta serie de cualidades y no tanto una cosa; es, en todo caso, un laberinto de ideas, ideas que reclaman la máscara de mi dibujo para aparecerse en la imaginación que se impone visual, en el recuerdo automático, involuntario que me asaltó en el baño.
Ahí aparece el terror. En el recuerdo de ese momento, de esa entrada o irrupción, sólo quiero retroceder, replegarme, achicarme lo más posible cosa de ser oculto por la pata de una mesa o una silla en un rincón, de perderme en un zócalo, de estar tan lejos que no haya manera alguna de volver. Eso que aparece no sólo es más que yo sino que quiere ser más que yo y debe agrandarse a mi costa, nutrirse de mí, pero el proceso arroja una conciencia y un dolor, y puedo verme defendiéndome, cubriéndome, anudándome en piel como una pupa.
Después el hombre se levantó de su lugar y la mujer también. Hicieron algo, no recuerdo qué, y la cosa desapareció.
Quizá pasó algo más (sin duda hay un tiempo perdido) pero mi recuerdo siguiente es el de una serie de palabras y un espacio creciente alrededor de ellas, un escenario que va recomponiéndose; el hombre me explica algo mientras tomo otra bebida, ya no la cocoa sino un té, una infusión de hierbas que a su manera saben al olor que había invadido el living.
–Te vas a olvidar, por un tiempo te vas a olvidar, no ahora todavía, no del todo, pero en unas horas no te vas acordar de nada. Y no te va a pasar nada. Quedate tranquilo, botija, no te va a pasar nada.
Mi abuelo apareció al poco rato, nervioso y apurado. Agradeció a la pareja con pocas palabras y me condujo al auto; yo no decía nada, ni dije nada a lo largo del viaje o ya en casa. Tomé una hoja en mi cuarto y empecé a dibujar.
Fue después que olvidé.
En el baño el recuerdo trajo consigo una ola de alegría y alivio. Me pareció entender: el hombre me había dado una medicina y yo había podido olvidar gracias a aquella infusión. Eso, sentía, era cierto, era así, pero también debió operar algo más. Otra faceta de esa cura, la única manera de entender que aquel terror cruentísimo –que bien pudo, por su mera intensidad, difundirse a través de los capilares de mi vida entera y contaminarlo todo– pudiera estar guardado, que ni siquiera entonces, en el baño, pudiera dañarme desde el recuerdo y, por el contrario, apareciese rodeado de algo muy parecido a la felicidad.
No le conté a mi mujer ni tampoco a mi madre. El día que me había propuesto revisitar aquella cuadra dejé el auto y tomé aquel mismo ómnibus, el 158, como si de esa manera acaso ingenua el recuerdo que quería terminar de comprender pudiese adquirir una definición mejor. Llevaba el dibujo, doblado cuidadosamente y en el bolsillo interno de mi saco. Me bajé en Burgues y Carmelo, caminé hasta Ramón Estomba, como había hecho tantas veces a la hora de mis clases de piano, y recorrí las cuadras pensando en aquella pareja, en aquel hijo enloquecido y en los viajes hacia lugares ante todo inverosímiles. Había una historia allí, pero ya nadie sabría ofrecerme su verdad última.
Pronto me encontré ante la casa. No había cambiado, nada esencial al menos, pero estaba notoriamente abandonada, con las paredes más sucias, algunos cables caídos y el jardín cubierto de basura, escombros y hojas secas.
El portón estaba abierto. Me metí en el jardín y caminé hasta la puerta. Traté de abrirla, pero no pude. Noté entonces que la ventana, aquella ventana redonda con sus volutas art nouveau, parecía carcomida desde adentro, y pensé en el túnel de un gusano.
No había nada que hacer. Salí a la vereda; enfrente estaba la casa de mi profesora de piano y, por un momento, pensé que acaso era buena idea tocar aquel timbre una vez más, entrar por el portón lateral, caminar debajo de la parra, rodear la casa por el fondo, entrar a la cocina y pasar a la sala, oscura casi siempre y dominada por el perfume del piano y la suavidad de sus teclas y su madera. Pero me arrepentí antes de dar el primer paso. No sabía qué había sido de mi profesora, después de todo. Quizá había muerto o enfermado, o no sería capaz de recordarme. Había tenido quién sabe cuántos alumnos y yo no había sido ni por asomo el mejor.
Entonces noté que alguien me hacía señas desde una ventana. Y lo primero que pensé fue que no recordaba esa ventana, que debía haber sido agregada en una reforma posterior. Estaba enrejada, además, pero aun así dejaba ver una habitación cargada de libros y objetos que no pude identificar a la distancia. Una mujer había corrido las cortinas y agitaba su mano saludándome o tratando de llamar mi atención. Miré con más atención antes de moverme; parecía algo mayor que yo, rubia y de piel muy blanca. Me pareció que la reconocía: era o debía ser una de las hijas de mi profesora, pero a esa distancia no lograba determinar si se trataba de la mayor o de la menor. Así que crucé. La mujer me hizo un gesto demasiado rápido y desapareció, pero no tardó en salir al frente de la casa. Había abierto la puerta principal, esa por la que yo había entrado una vez nada más, la primera, cuando mi abuela me inscribió en las clases.
Me llamó.
–Usted fue alumno de mi madre, ¿verdad? –dijo.
Asentí.
–Federico… usted es Federico. Está igual, está ahí…
Y me dijo su nombre, pero no supe si era el de la mayor o el de la menor. La mujer con la que hablaba podía perfectamente haber sido una fusión del cuerpo de las dos o, mejor, de mis recuerdos. De todos los errores en mis recuerdos.
–Pase, pase…
Entré. Me pareció que las habitaciones habían cambiado de lugar o que la casa había caído en manos de otra familia. Los adornos kitsch habían desaparecido y todo parecía abandonado o, mejor, reconquistado recientemente pero en un proceso que aún no había terminado, como si esa mujer con la que hablaba hubiese tomado posesión de la casa de su madre hacía poco tiempo y empezado a restaurar la casa de sus recuerdos.
–Lo vi… te vi enfrente… un rato, vi que quisiste entrar.
–Sí, quería saber que había sido. En qué están. Los dueños de la casa, porque hace años que…
Me interrumpió:
–No hay nadie. Doña Mariana murió en el 2009, estaba internada. Don Miguel hace más, en 2002. Y de Sebastián no se sabe.
–Yo ni siquiera sabía sus nombres –dije–, lo mío es… bueno, más complicado.
Ella debió interpretar el movimiento que hice para acomodarme como una señal de que quería levantarme e irme. Alargó una mano, como para detenerme y me miró a los ojos.
–¿Vos lo viste, no? Se nota que sí… que lo estás recién ahora recordando. Está ahí. Por eso viniste.
–¿Que vi qué?
–No hace falta, me doy cuenta de que sí. Todos lo vimos. No hace falta negar ni decir. Está ahí.
–Yo no sé nada. No sé más que lo que recordé, y eso hace días nada más.
No supe que más decir, me quedé callado un momento y de pronto le pedí que me contara.
Habló como si hacerlo le doliera y le diera placer a la vez; dijo que había recordado primero en sus sueños, en los sueños de toda su vida, en los sueños de su hermana. Las imaginé –no, las vi– por las noches, sentadas una frente a la otra, al borde de sus camas o en el piso, y una le cuenta sus sueños a la otra y la otra los corrige, le señala qué recordó bien y qué recordó mal, los completa, los enmienda, y el proceso empieza una vez más. Debí haber estado ahí, pensé, buscando esos residuos. Porque ellas recordaban más que yo; habían visto eso mismo que yo había visto, en la casa de enfrente, pero ese olvido que me otorgó el hombre no había operado de la misma manera en ellas. Si había sido la bebida, el efecto no llegó a ser tan fuerte, y año tras año empezaron a soñar, quizá en ciclos, en retornos y dispersiones, momentos en que los sueños aparecían todas las noches y se espesaban en pesadillas y después desiertos en que apenas se aparecía la rendija de una puerta o un zarcillo o una enredadera.
Supe también que la otra hermana estaba internada en un psiquiátrico de Argentina, que había sufrido una crisis depresiva con delirios persecutorios, que había contado todo cuando el recuerdo completo se le impuso. Habían tratado de entrar, también, cuando la casa quedó vacía, pero ya no había nada allí. Y sabían. Sabían que el hombre había traído aquella criatura de alguno de sus viajes y que después había viajado buscando la cura; sabían que el hijo de la pareja fue el primero en enloquecer, que el hombre había dado con una preparación que hacía retroceder los efectos y los disolvía en la memoria, pero que jamás logró curar a su hijo y que incluso para su mujer fue demasiado tarde.
–Como mi hermana –concluyó.
–¿Y hay otros niños… en la cuadra, en el barrio, que…?
No me respondió. Saqué el dibujo del bolsillo, lo desplegué y se lo mostré.
–Esto es lo que vi –dije–, lo que vengo soñando.
Lo miró, me pareció que sin interés.
–Con mi hermana llegamos a pensar que era un extraterrestre. Creíamos que don Miguel lo había traído. Sabiendo lo que era. Una larva. O algo que vino en las cosas que coleccionaba. Y ahí al principio no sabía. Nunca supimos bien. Yo creo que lo que nos curó, o lo que nos ayudó tantos años, no fue el té que nos dio sino las palabras que nos dijo. Yo no me las acuerdo y mi hermana tampoco, por más que hace fuerza, pero algo nos dijo. La cosa también nos decía algo, pero lo que nos dijo don Miguel fue como convencernos de no escuchar, de no hacer caso… Pero está todo ahí.
Me devolvió el dibujo y se quedó en silencio. Debió pensar que yo no tenía manera de creerle, que aquello me superaba, que todavía necesitaba tiempo. Me miró como si esperara más de mí o quizá como si no se decidiese a decirme algo más, y volví a preguntarme si era la mayor o la menor, como si por alguna razón eso fuera lo importante.
Se me ocurrió que acaso debía perder el dibujo, dejarlo allí, sobre una silla, sobre una repisa. O hacerlo una bola y arrojarlo al frente de la casa abandonada o a alguna boca de tormenta en aquella callecita empedrada del barrio Atahualpa.
Pero preferí doblarlo y guardarlo una vez más.
La hija de mi profesora había abierto la puerta. De pronto entró el ruido de la calle, me pareció que los gritos y risas y puteadas de un grupito de niños que jugaban a la pelota.
No miré hacia atrás, pero la hija de mi profesora estaba hablando. Decía algo que no entendí o no quise entender. Y me fui.//∆z
Ramiro Sanchiz (Montevideo, 1978). Escritor, traductor y crítico. Ha publicado, entre otras, las novelas El orden del mundo (2014, 2017), El gato y la entropía #12 & 35 (2015), Verde (2016), Las imitaciones (2016) y La expansión del universo (2018).