El autor argentino criado en España estuvo como invitado en la última Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, donde presentó su última novela, Fractura. En diálogo con ArteZeta habló, entre otras cosas, sobre cómo influye el nomadismo en la construcción de una identidad, el silencio autoimpuesto en época de redes sociales y su fascinación por la cultura japonesa.

Por Pablo Díaz Marenghi

Fotos de Rodrigo Valero, Antonia Urbano y Lisbeth Salas

“Su obsesión eran las fronteras. Las imaginarias, digo. Estaba como poseído por la ansiedad de unir de alguna forma sus ciudades, sus idiomas, sus recuerdos dispersos. Todo le sugería algún acercamiento, posibles vecindades entre cosas en teoría muy alejadas”. La frase alude a Yoshie Watanabe, protagonista de Fractura (Alfaguara, 2018) de Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977), pero bien podría referirse al autor y a su particular modo de percibir la existencia. En su vuelta al género novela luego de seis años indaga sobre la memoria, el pasado, el amor, la tragedia y, sobre todo, una idea ligada al pensamiento oriental que consiste en que el pequeño aleteo de una mariposa en un rincón del planeta puede desencadenar un terremoto al otro lado del mundo. Algo que Neuman resume en la frase del poeta polaco Czeslaw Milosz: “Si algo existe en un lugar, existirá en todos”.

La vida de Watanabe, ex ejecutivo de una empresa electrónica devenido en jubilado solitario, es narrada a través de cuatro mujeres que lo amaron, lo desearon, lo perdieron y lo odiaron. Ellas son las que, junto a un misterioso periodista que investiga su vida, intentan reconstruir su pasado. Watanabe, sobreviviente de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, se ve sensibilizado por el terremoto ocurrido en Japón el 11 de marzo de 2011, que desencadenó un accidente nuclear en la planta de Fukushima. Decide viajar hacia allí y es la excusa de la cual se vale Neuman para no sólo contar la biografía de este veterano oriental sino para ahondar en su propio pasado (sus padres se exiliaron durante la dictadura cívico – militar de 1976-1983) y preguntarse por la memoria en diferentes países: Argentina, Francia, España, EE.UU son las locaciones que le sirven a esta novela para intercalar dilemas filosóficos, emocionales y políticos. De fondo, y en silencio, emerge el milenario arte del Kintsugi como respuesta a las derivas de esta historia: consiste en reparar objetos vertiendo polvo de oro en sus fracturas. Esta novela es un intento por encontrar belleza en las cicatrices y responder preguntas, aparentemente, sin respuesta.

Neuman profundiza sobre tópicos recurrentes en su obra: la ambigüedad sórdida del lenguaje en Bariloche (1999); la memoria y el exilio en Una vez argentina (2003); la incomunicación generada por el desarrollo tecnológico en La vida en las ventanas (2002); los vínculos afectivos quebrados en Hablar Solos (2012) y el largo aliento polifónico de El viajero del siglo (2009). Autor de libros de cuentos, poesía, aforismos y crónicas de viaje, en 2007 fue parte de la lista Bogotá 39 y en 2010 fue elegido por la revista británica Granta entre Los 22 mejores narradores jóvenes en español. Ganador de varios premios, entre ellos el Alfaguara de Novela 2009, y traducido a más de veinte idiomas, hablamos con él en su visita a Buenos Aires.

AZ: Fractura transcurre a lo largo de diferentes ciudades (Buenos Aires, Madrid, Nueva York, París, Tokio). ¿Cómo trabajaste el tema de lo geográfico, algo que atraviesa esta novela en particular y toda tu obra en general? Pienso en Bariloche (1999) o en El viajero del siglo (2009)

Andrés Neuman: Me interesa lo geográfico, pero sobre todo el desplazamiento. No solo la localización de la historia, sino un traslado de un escenario a otro que opera algún tipo de modificación en la identidad del desplazado. Esa es una posible constante de muchas cosas que termino escribiendo. En Bariloche eso pasaba dentro del territorio nacional; había una especie de éxodo interior desde la Patagonia a Buenos Aires pero también un desplazamiento lingüístico, porque en esa novela traté de resolver algo que es un conflicto lingüístico con el que vivo: hice la escuela de niño en Argentina y en España, eso hizo que hable castellano de dos maneras. Me resulta natural hablar en porteño porque nací acá, tengo recuerdos y familia. Pero la mayor parte de mi vida la pasé en España, estoy casado con una española, mi mamá murió allí, tengo familiares. O sea, ese país no es un destino turístico o profesional; es un lugar de familia y de vida. De la misma manera que mi origen argentino me es irrenunciable, en esa novela hay un desplazamiento lingüístico porque está narrado desde dos castellanos. Es una novela muy desplazada, muy fracturada podríamos decir desde ahora.

En el caso de Fractura me interesaba lo geográfico desde un punto de vista más poético. La cultura de Japón me obsesiona desde niño. Me acuerdo cuando fue el terremoto en Japón (11 de marzo de 2011), leí que el eje del planeta se había desviado más de diez centímetros. Que algo con un epicentro tan remoto, que aparentemente si quisiéramos podríamos ignorar, había desplazado al planeta entero, fue un dato que me impactó. Cuando leí eso me pareció una de esas veces en las que la realidad te ofrece una metáfora por si la querés tomar. Porque nuestra especie es maravillosa y atrozmente viral, y todo lo mejor y lo peor que hacemos repercute como una onda expansiva. Llamalo bomba atómica, contaminación, capitalismo, amor, solidaridad, fraternidad, odio, ciencia, arte. Pero, claramente, somos un bicho irradiador. Entonces, me interesaba que la estructura de la novela avanzara en círculos concéntricos, imitando esa onda expansiva de algo que creemos lejano hasta que rompe los vidrios de tu propia casa.

AZ: De hecho, en una entrevista hablaste de metáforas accidentales. El lector puede pensar, mientras lee Fractura, que está sumergiéndose en la deconstrucción de un “Efecto Mariposa”

AN: Totalmente. Por ejemplo, cuando fue el accidente de Fukushima estaba viviendo en Francia en ese momento, que es, por cierto, la segunda mayor potencia atómica del mundo. En Francia se cubrió bastante ese tema porque hay muchas empresas en ese país con intereses en la energía nuclear. Mi lado español, además, no podía dejar de recordar que el 11 de marzo era el aniversario del atentado de Atocha, el 11M, al igual que en EE.UU está el 11S. Era un día de memoria histórica sensible. Estuve leyendo prensa española mientras veía desde Francia lo que había pasando en Japón. O sea que había una especie de asombro que implicaba distintos viajes por diversas fronteras. Me preguntaba: ¿Dónde estoy viendo esto en el fondo? Soy un argentino que vive en Francia y que en un día, en una efeméride española, ve un accidente en Japón. ¿Cómo se decodifica esto? ¿Dónde está el que mira? Y de pronto, en esos días, alguien se acordó en España de que había una central nuclear en Garoña, cerca de Burgos, idéntica a la de Fukushima, que estaba a punto de reabrirse y podía contener los mismos fallos y defectos. De pronto, eso que pasaba en las antípodas y que nos importaba un carajo, se volvió un problema nacional acuciante. Es como ese poema que erróneamente le atribuyen a Bertolt Brecht y en realidad es del pastor Martin Niemöller:

“Primero vinieron por los comunistas y no dije nada porque yo no era comunista.

Luego vinieron por los judíos y no dije nada

porque yo no era judío.

Luego vinieron por los sindicalistas y no dije nada

porque yo no era sindicalista.

Luego vinieron por los católicos y no dije nada

porque yo era protestante.

Luego vinieron por mí, pero para entonces

ya no quedaba nadie que dijera nada.”

Parece que eso sólo es una intuición poética pero, en realidad, tiene una base científica y repercusiones políticas. El no aceptar esa realidad lógica de que todo repercute en todo, puede causar catástrofes; ecológicas políticas y, también, emocionales. Por eso la novela empieza con una cita del poeta Czeslaw Milosz: “Si algo existe en un lugar, existirá en todos”. Y lo dice un tipo que pertenecía a un país complicadísimo como Polonia, que durante toda su historia no hizo más que invadir y ser invadido. En cierto modo, Polonia estuvo en todos lados y perteneció a todos los imperios. Por eso me parecía significativo que eso lo dijera un polaco.

foto Neuman © Antonia Urbano

AZ: Además de la cuestión geográfica y un abordaje de lo amoroso (por medio de los romances del señor Watanabe) la novela indaga en la memoria. Mencionás debates en torno a figuras como el olvido, la reconciliación o el perdón en Argentina en relación a la Dictadura Militar y en Francia con el nazismo, por ejemplo. Allí, ¿se podría rastrear un componente biográfico, que tiene que ver con el exilio de tu familia en los setenta?

AN: Me parece que la narrativa es un ejercicio de distancia que permite contemplar lo propio con más lucidez. Si no, la ficción carecería de utilidad frente a las posibilidades de la crónica, el testimonio o las ciencias sociales. ¿Eso dejaría sin utilidad pública a la ficción? Salvo que creamos que la ficción es un entretenimiento. Pero me parece que igualar la narrativa a los sudokus no corre. Los escritores que leemos no son puro entretenimiento. No porque nos aburramos. Pero, además de provocarte un enorme placer, la lectura cumple una función antropológica. Me parece que esa función consiste en que sin el filtro de un personaje, o sin una aparente maniobra de distanciamiento, hay ciertas cosas que no vemos. Es como esos astronautas que se van a la mierda y su verdadera epifanía no se produce al acercarse a la luna sino cuando ven al Planeta Tierra desde lejos y dicen “nah, ¿esa es mi casa?”. Esa experiencia alienígena, a pequeña escala, te la da la ficción. Por eso Japón me parecía un punto de partida lo más alejado posible para un occidental y para tratar de entender países que me son mucho más cercanos. Por supuesto que hay un ejercicio de asociación y traducción histórica entre mis dos nacionalidades, la española y la argentina, más un país donde he vivido y que ha hecho muchos experimentos atómicos, como es Francia, más el país que tiró las bombas, EE.UU. Y sí, hay un periodista argentino metido en la novela, que tiene más o menos mi edad, o mejor dicho que pertenece a mi generación, que vivió y no vivió la dictadura, o sea que se vio profunda pero inconscientemente afectado por ella, que desarrolló una infancia en democracia pero totalmente atravesada por lo que había pasado inmediatamente antes y que no recordamos bien. Y ese no recordar bien, supongo que produce algún tipo de necesidad narrativa, y el no recordar bien en Japón fue muchísimo más acuciante porque todo lo que pasó allí en la postguerra pasó en el bando perdedor. El mundo que se fundó después de la Segunda Guerra Mundial fue narrado por los que tiraron las bombas en Japón. A la hora de recordar a sus víctimas, a Japón no solamente le cuesta, porque implica nombrar un trauma, sino porque esas víctimas son el recuerdo de una derrota muy vergonzosa de una guerra que Japón quizá no debió librar.

Los sobrevivientes atómicos eran un recuerdo incómodo. No había nada heróico en ellos. Las fuerzas ocupantes llegaron a Japón y lideraron una reconstrucción económica en tiempo record. Japón volvió a la plenitud bajo la tutela del antiguo enemigo, basado en la energía que los destruyó, y con diez años de censura que les prohibió hablar de esto. Incluso en Hiroshima se secuestraron los tipos de imprenta que nombraban la palabra “bomba” o “bombardeado”. Durante una década en la prensa de Hiroshima fue literal y textualmente impronunciable este tema. Cuando se levantó la prohibición, ¿qué clase de memoria quedó? Todos los países tienen su enorme necesidad de memoria catártica, por un lado, y su pacto de silencio, por otro. Japón fue un caso drástico del problema de memoria histórica que tiene cualquier país. El país en el que vivo, España, nunca hizo demasiada memoria histórica.

AZ: ¿Y cómo ves la cuestión de la memoria en Argentina?

AN: Creo que el caso argentino es similar al japonés en lo extremo. Por un lado, es uno de los estados occidentales que juzgó sus crímenes de estado, algo valiente y loable. Pero también es uno de los pocos países que indultó a los genocidas que había condenado. Es decir, Argentina es extrema en sus maneras de recordar y de olvidar. Japón no condenó pero tampoco indultó. España no tuvo que indultar porque ni siquiera condenó. Esto aparece en una escena en donde Pinedo, el periodista argentino que toma la voz narradora por momentos, se refugia en un bar en medio de una tormenta impresionante y ve a Buenos Aires convertida en una isla tipo Japonesa, rodeada de agua. Mira por la ventana, no enfoca bien y, de pronto, en vez de mirar lo que hay a través del vidrio, se ve a él. Dice algo como: “Y se ve feo, pero se reconoce”. Piensa: “Ah, mirá, esa cara mojada, deformada, es la mía”. Ese es el momento en el que entiende para qué estaba investigando estos países tan lejanos.

AZ: Respecto al rol del periodismo, vos ejercés dicho oficio también y en varias entrevistas reflexionás sobre su relación con la literatura. ¿Qué tienen en común para vos estos dos mundos? Algunos escritores no miran con tan buenos ojos a los periodistas y viceversa.

AN: Trato de evitar los dos lugares comunes que son: “El periodismo es una literatura degradada” y  “La literatura es un arte, el periodismo es un oficio”, algo que la historia del Siglo XX refuta gloriosamente. Hace unos años se generó el proceso contrario; pensar que la ficción es un entretenimiento burgués pero cuando la vida es dura lo comprometido es hacer crónicas. “No me hagas un novelita, hablame de la verdad, de la realidad”. Allí se incurre en una serie de malentendidos bestiales respecto de qué es la realidad, qué es el compromiso y cuál es la condición de posibilidad de la narrativa. Es decir, si acaso existe el observador objetivo interno o si cada hecho real es desgajable de su construcción lingüística. Dicho de otro modo, si de verdad existe la contemplación, la observación transparente, si nos podemos desembarazar de un código lingüístico. La literatura es, simplemente, un código lingüístico. Pero no hay manera de narrar sin intermediación. Fractura intenta aunar esas dos maneras.

AZ: Entonces, según tu mirada, ¿la literatura y el periodismo tendrían más similitudes que diferencias?

AN: Creo que, efectivamente, la literatura y el periodismo hablan con la misma intensidad de la realidad pero con ritmos, estructuras y tiempos distintos. Y a Pinedo le obsesiona eso también. Se pregunta: “Esto que estoy tratando de investigar, ¿es mejor contarlo periodística o literariamente?”. Y termina haciendo las dos cosas. Se menciona un caso en la novela, que yo creo que es fascinante, una de las primeras crónicas que se citan dentro de la historia del periodismo latinoamericano: José Martí narrando el terremoto de Charleston. Me interesaba porque decía, míticamente, que había fracturado la península de Florida. No fue verdad. Además porque escribió ese texto para el diario La Nación. Entonces Martí, gran padre fundador de la identidad latinoamericana, escribió en un diario argentino sobre algo que había sucedido mucho más al norte y sobre ese terremoto, también récord como el de 2011, hizo una crónica ejemplar lo más lejos posible del lugar de los hechos. Nunca estuvo ahí y su crónica es increíblemente vívida. La pregunta que la novela se hace es: Esa crónica, que se estudia en las universidades y se considera uno de los antecedentes del periodismo literario latinoamericano, ¿sirve o no como testimonio de los hechos? El tipo no estuvo y no lo vio. ¿Es o no es un testimonio de los hechos? La historia lo ha rescatado como tal. Me parece que es una pregunta sobre qué significa narrar. Fractura tiene un costado muy fuerte de investigación periodística. No por nada dos de sus seis personajes son periodistas. En el fondo, es un intento de narrar con estructura de crónica hechos que nunca tuvieron lugar y que, sin embargo, creo que dicen mucho de nuestra realidad política y social. Es un juego de espejos que consiste en ficciones que reflejan crónicas, que reflejan ficciones, que reflejan crónicas y así sucesivamente.

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AZ: En cuanto a la estructura, aparecen extensos monólogos de los personajes principales narrando al protagonista, el señor Watanabe, de manera indirecta. Esto habla de tu preocupación por trabajar las voces narrativas por encima de los diálogos, que en algunas entrevistas comentabas que utilizas las líneas de diálogo sólo en momentos puntuales. En esta novela, ¿preferiste construir personajes densos y reconocibles, antes que recurrir a un diálogo que funciona a veces casi como relleno?

AN: Es una cuestión literaria que me preocupa: la relación entre el diálogo y el realismo. Cuando hay un relato más o menos costumbrista, parece que tiene que haber mucho diálogo. La novela empieza diciendo “-Buenos días, -Buenos días. -Qué tal? -Bien”. Es curioso porque el artilugio del diálogo en las novelas, en su variante tradicional más conservadora, en teoría está al servicio de crear una sensación de realidad y termina sonando profundamente artificial. Nunca nadie dialoga así. No me refiero solo en el registro empleado, que muchas veces la lengua no es lo suficientemente oral, está estereotipada, o hay una especie de lengua neutra absurda, incluso rítmicamente. Hablo de que nadie dialoga por turnos de palabra. Eso sólo ocurre en una entrevista. La gente se interrumpe, habla al mismo tiempo. Entonces la ficción de que la gente respeta su turno para hablar y se alternan es más del orden de lo fantástico, no de lo costumbrista. Nunca terminé de llevarme bien con la idea de que las líneas de diálogo generan un sensación de vida cotidiana. A mi me genera una sensación extraterrestre. Como envasada al vacío. No creo en esos diálogos. Después pueden estar recreados de una mejor o peor manera. Muy pocas veces uno se encuentra con la belleza de Manuel Puig en El beso de la mujer araña (1976). Peor aún en ese caso, la gente no conversa así. En El viajero del siglo (2009), por ejemplo, traté de desarrollar un sistema de paréntesis que introducían nuevas voces, con el objetivo de que todo el tiempo hablaran varias personas al mismo tiempo. O sea generar una ficción, espejismos de simultaneidad en lugar de sucesión, donde las voces operan en acorde y no en escala. Que sea un diálogo más parecido al de la radio, donde uno escucha varias voces y las identifica. Me preocupa que eso se haga tan poco en la literatura, que tengamos una idea tan rígida de qué es hablar o dialogar. En Fractura hay un cruce de monólogos que genera un diálogo diferido cuyo objetivo es reconstruir la identidad rota del protagonista. Cuando hay voces que arrancan paralelas y se cruzan mucho más lejos, producen discrepancias, comparaciones, asociaciones y discusiones con efecto retardado. Me interesa pensar todas las posibles modalidades de diálogo que puede haber en una novela para salir del tradicional intercambio de rayitas.

AZ: Respecto a lo roto, vos comentás que la novela surgió, en parte, porque te obsesionaste con el Kintsugi, antiguo arte japonés, y destaco algo que mencionaste en una entrevista donde decías que el Kintsugi refuta a la obsolescencia programada y al Photoshop. ¿Podrías desarrollar un poco más esta idea?

AN: Desde chico me fascinan las cosas rotas. Supongo que mis padres habrán pensado que habían tenido un niño psicópata, y quizá tenían razón. Cuando me regalaban un juguete lo primero que hacía, luego de manifestar mi felicidad, era romperlo tranquilamente, no en un ataque de rabia. Como que tenía la necesidad de verlo roto, de reconstruirlo y, a la vez, me daba cuenta de que reconstruirlo no era tan fácil. Entonces, vivía sucesivas oleadas de felicidad y frustración con el mismo juguete. Investigando la cultura japonesa me topé con este conjunto de principios no sistemáticos que tienen que ver con la estética del budismo, el Wabi-sabi, que se trata de aceptar que el tiempo pase sobre la belleza, o, mejor dicho, que la belleza sea la manifestación del tiempo sobre las cosas. Allí encontré esta modalidad de artesanía llamada Kintsugi que se homenajea en la tapa de Fractura y consiste en reparar objetos rotos introduciendo polvo de oro en las grietas. De modo que no solo no se disimula la cicatriz, como haría el Photoshop, sino que se enfatiza. Se celebra que el objeto se rompió y se pudo reparar. Me pareció que el Kintsugi era tremendamente revelador a nivel emocional y político, además de estético. Además de que en el mercado del arte japonés una pieza reparada de esta manera vale más que antes de romperse. Un objeto que no se rompió es menos interesante, de modo que una persona que no perdió nada o no le faltó nada, probablemente no termine de valorar su propia existencia ni la de los demás. Parte de ese cambio de paradigma estético está en lo íntimo y lo colectivo, como silenciosa respuesta que el antiguo arte del Kintsugi nos hace a esta especie de lógica alienante en la que estamos inmersos. Que tiene dos elementos que no son solamente técnicos y tecnológicos sino que, por desgracia, ya son una cultura. O sea, el photoshop y la obsolescencia programada son culturas.

AZ: Relacionabas esto con las relaciones personales y afectivas, que se vuelven desechables, descartables.

AN: SÍ, pensemos en los trabajadores. O sea, la obsolescencia programada empieza por electrodomésticos a reemplazar pero termina en los trabajadores que los fabricaron. Esos trabajadores serán desechados y sustituidos igual que el objeto que contribuyeron a producir. Ese es el problema. No solamente el consumismo ultra capitalista implícito en la idea de la obsolescencia programada sino qué idea de individuo construyen. De modo que el Photoshop no es solamente una herramienta bastante pelotuda que permite neutralizar y homogeneizar las caras y cuerpos, sino un modo empobrecido de reconocer la propia identidad y singularidad. Y precisamente donde el Photoshop borra la cicatriz, el Kintsugi la destaca. Es un anti Photoshop. Me parece que, a esta altura de la contemporaneidad, la belleza pasa mucho más de nuevo por el Kintsugi que por la ecualización de Photoshop, que iguala tanto que llegará un momento en que no se distinguirá qué puede ser bello. Además, me parece profundamente mediocre no poder asumir cómo el tiempo va escribiendo nuestro cuerpo. Habla de una enorme impotencia estética. Todos estos elementos de la cultura japonesa terminan, leídos poéticamente, dando respuestas que en este momento no estamos encontrando a conflictos muy contemporáneos que afectan cómo nos miramos al espejo, cómo nos pensamos narrativamente o cómo construimos nuestras historias de amor. Por eso me interesó en Fractura. Es la primera vez que narro desde la infancia hasta la vejez de un personaje y eso me permitía no solo contar cuatro historias de amor, que fue divertido, sino contar cuatro edades distintas del amor y ver cómo la misma persona va cambiando de idea acerca del amor; de su propio cuerpo y su deseo.

AZ: Dentro de este diagnóstico del mundo actual, al cual se le podría agregar una hiper saturación de información, una capacidad de atención efímera y consumos culturales cada vez más atomizados, ¿qué rol le encontrás a la literatura?

AN: Como desconfío de los panfletos, creo que la literatura tiene múltiples funciones y cada uno debe encontrar la suya. Puedo decir para qué siento que la literatura me sirve a mí. Decirle al otro para qué sirve me parece el comienzo de un malentendido imposible de solucionar. La literatura es lo que queramos que sea. A mí me gusta que la literatura sea, por empezar, una manera distinta de pensar y opinar a largo plazo. Nunca tuvimos tantas ocasiones de opinar al pedo todo el tiempo. Lo que hubiera sido, en otras épocas de la sociedad, un enorme privilegio. Che, ¿puedo tuitear sobre esto, no? Tuitear la realidad en un segundo. Yo usé Twitter. Ya no lo uso, pero me encantaba, dicho sin tecnofobia. Tuve un blog muy activo. Me interesan estos fenómenos. Esta cosa reaccionaria de no entender que la tecnología y las lógicas cambian me parece bárbaro, cada época genera sus espacios alternativos pero también sus taras, ¿no? Entonces, ¿nuestra tara cuál es? Creo que una de ellas es que nos creemos en la obligación inmediata de opinar drásticamente sobre todo, como si tuviésemos algo fundamental para decir todo el tiempo. Qué ingenuidad. ¿Tan vivos nos creemos?

AZ: Entonces enaltecés, del mismo modo que el derecho a opinar libremente, el derecho a no opinar ante cualquier situación.

AN: Exacto. El silencio no impuesto, elegido, puede volverse revolucionario. Que alguien piense; que de pronto le digan “che, qué opinas de esto” y responda “mirá, no sé” me parece subversivo a estas alturas. “No podés no saber, ¿en qué bando estás?, ¿cuál es el enemigo?, ¡tenés que contestar ahora mismo!” Entonces, no dicho desde la tibieza, sino desde la perplejidad filosófica, no desde la neutralidad, sino del que se quiere posicionar a largo plazo, me parece que de los pocos espacios que nos van quedando para pensar lo que opinamos, no solo decir lo que pensamos, sino pensar lo que decimos, es la literatura. Antes, toda opinión implicaba una lentitud. Ahora los pocos discursos que se pueden construir poco a poco son los que se vuelcan en un libro. Esto implica refutarse uno mismo y revisar las propias opiniones. Dejar que la opinión oscile al ritmo de la investigación y el pensamiento hoy en día solo se logra en un libro. En términos de sutilidad cultural, la literatura nunca fue tan necesaria. Antes, una opinión lenta era casi la única manera de opinar. Ahora opinar con lentitud es vanguardista. Casi no se puede hacer.

AZ: Otra virtud que destacás respecto a la literatura es esta posibilidad de hablar desde la perspectiva de otro. ¿Cómo sería eso?

AN: Eso se relaciona con esta especie de combate encarnizado de que la opinión pública consiste en hablar en nuestro propio nombre porque creemos que sabemos qué somos, cuál es nuestra identidad y de dónde opinamos. Si te ponés a pensar, esto está lleno de filtros discutibles. ¿Quién sos? ¿Cuál es tu interés? ¿Qué quiere decir la sinceridad? Hay un montón de problemas literarios ahí. Pero ponele que desde una columna de opinión, una red social, o una crónica, hablás desde tu propio nombre. Lo cual es discutible. Preguntale a (Fernando) Pessoa cuál era su propio nombre y de dónde se expresaba. Es más, el poeta menos interesante que produjo Fernando Pessoa se llamó Fernando Pessoa. Todos sus heterónimos eran más interesantes que él. Cuando él escribía desde su yo, le salía un poeta tradicional, conservador, hijo de su tiempo. Cuando escribía desde otros, redefinió el futuro. Habría que pensar quién habla cuando hablo yo. Ponele que se pudiera hablar desde el yo, con la ficción de pronto te podés poner en el lugar del otro y ver que el otro sos vos, quizá. La ficción te permite ser una mujer, un viejo, vos en otra instancia o alguien que nunca serás y desde ahí construir una identidad más compleja. También trascender tus supuestos límites esenciales y pensar si de verdad estaban donde vos pensabas que estaban. Para eso leemos, también. Tan importante como afirmar la identidad que uno cree tener, es hacerle preguntas a esa identidad.

AZ: En Fractura construiste narradoras mujeres. ¿Te interesa pensar la literatura en relación al género?

AN: Creo que la literatura tiene una función de género clarísima hoy en día. Me interesa muchísimo el impacto que puede tener el feminismo en la escritura. No sólo como discurso (que se hable de feminismo en los libros) que me parece excelente, sino cómo se reacomoda y se modifica para siempre nuestro punto de partida narrativo con respecto al mundo. Cambia nuestra idea del personaje femenino y también cambia nuestra idea de cuál es la capacidad de identificación, por ejemplo, que un lector hombre puede tener. Durante toda la historia, las mujeres leyeron el mundo narrado por hombres y estuvieron más o menos forzadas a identificarse. Cuando las mujeres han leído a Shakespeare o a Borges tomaban esa voz masculina más o menos a la fuerza y la hacían suya. Me pregunto si los hombres sabemos hacer eso. Si cuando leemos a escritoras o escuchamos voces femeninas, aparte del legítimo derecho de que tome la palabra, entendemos que eso nos modifica. Nosotros podemos ser dichos y narrados por mujeres. Es un problema profundamente democrático. No hablo solo del derecho obvio de que las mujeres se representen a sí mismas, esa es la parte más visible del combate. Pero también hay una segunda lucha que es: ¿Podemos ser representados por una mujer? Yo creo que sí. Entonces, narrativamente esto se manifiesta: ¿Puede un hombre pensarse y hablarse en primera persona femenina? ¿Por qué no? No veo ninguna razón seria o discutible para que sea así. Entonces me parecía interesante construir en Fractura una historia donde se produce lo contrario de lo que habitualmente es la estructura tradicional del patriarcado: un personaje femenino, si es que lo hay, interesante que es fantaseado, narrado, desde la mirada masculina. Acá ocurre al revés. El supuesto protagonista masculino de la historia, que está en su centro, existe en la medida en que lo fantasean, lo narran, lo malinterpretan, otras. Y yo aprendí mucho tratando de hacer eso. Ojalá que haya salido más o menos bien. Pero aunque haya sido un fracaso, el fracaso valió la pena.

AZ: ¿Cómo ves la literatura argentina contemporánea?

AN: Veo un presente extraordinario. Creo que así como la infancia no es una edad sino un estado de conciencia que termina cuando aparece la muerte, la vejez empieza en el momento en que te parece que los jóvenes no entienden nada, que la cultura se está yendo a la mierda, que se escribe peor que antes. Ese es el punto de no retorno de la vejez de un escritor. Soy muy consciente de eso y trato de que no me pase. La combinación de grandes autores clásicos con los del más rabioso presente te configuran como escritor. No se puede escribir sin esos dos aprendizajes, que me parece que son simultáneos. Por lo tanto sí, leo y me parece casi un deber estético además de un placer. A partir de la crisis del 2001 en la Argentina se produjo una atomización fascinante y muy vital del mundo editorial que hizo que la editorial pequeña/ independiente y los jóvenes autores que empezaban ocuparan más espacio que en el esquema editorial anterior, más canónico. Desde entonces creo que no se ha dejado de producir una literatura poderosa. Leo poesía y narrativa joven argentina lo más que puedo; un poco lo descubro a la distancia y cuando vengo trato de agarrar libros de gente joven. Por ejemplo, hace poco conocí a Magalí Etchebarne y estoy leyendo su libro de cuentos con muchísimo interés. Me lo tomo con la misma seriedad que puedo releer a (Roberto) Arlt. Las dos cosas me parecen igual de importantes. Con la poesía lo mismo. Todo lo que queda por fuera de la versión oficial de la literatura de un país es la secreta construcción de un cánon que comprenderemos cuando sea demasiado tarde. Si nos podemos anticipar un poquito, a lo mejor podremos habitar el presente con un poco más de rigor. //∆z

foto Neuman Andres © Lisbeth Salas