Este conjunto de apuntes del editor de añosluz no pretende dar una idea acabada del tema, sino presentar las tensiones y la irresolución de la situación acontecida hace pocos días en Cybersiberia, la esquinita virtual del infierno donde están recluidos quienes hacen que leen.

Por Juan Alberto Crasci

Vos en tu momento, yo en mi momento, ambos vamos
a morir; y las circunstancias habrán sido sólo eso,
circunstancias.
Vicente Federico Luy

Uno. Es imposible determinar cuánto más empobrecida culturalmente estaría nuestra sociedad sin la piratería. En forma de libros, música, películas, fotografías, etc., el arte circula y enriquece a quien accede a él, ya lo sabemos. Quien nunca haya descargado de la red un libro, una película, un disco, que levante la mano y ponga a disposición sus dispositivos electrónicos para una auditoría general.

Dos. Quienes alzan la voz argumentando que debido al pirateo de un libro se les está sacando dinero -o casi casi, la comida de la boca-, están muy errados. Gran porcentaje de la gente que piratea esos libros -con amor, odio, tirria, ganas de compartir, intención de que el autor se funda- no compraría el libro jamás. Por lo que esas personas, al no acceder siquiera a un documento apócrifo (sic), directamente desconocerían las obras de esos escritores y escritoras. ¿Quién pierde, el autor o el lector?

Tres. ¿Quién no le prestó un libro, un disco o un dvd -qué antigüedad, ¿no?- a un familiar o amigo? Los objetos culturales prestados, o vendidos en segunda mano, no generan regalías a sus autores. Ni a sus editores.

Tres bis. Vivimos en lo gris.

Cuatro. La posición de los autores y las autoras que argumentan motivos económicos para la no circulación de libros pirateados, en última instancia, está defendiendo al patrón multinacional y no a sí mismos –ya que perciben, en el mejor de los casos, un 10 por ciento del precio de venta de cada libro-. Son como las tías Mabel o los tíos Ricardo que se oponen al impuesto a las grandes fortunas, pero alquilan un dos ambientes en Morón.

Cuatro bis. La posición de los lectores que aducen los mismos motivos (los libros están muy caros, no se pueden comprar) y consideran que por ello las editoriales y los autores y autoras son millonarios, o al menos, viven más que cómodamente, están muy errados. Desconocen por completo la cadena de producción y comercialización del objeto libro, y los porcentajes que se manejan entre librerías, distribuidoras, editoriales y autores. La torta es muy pequeña para tantas bocas.

Cuatro bis bis. El precio de venta al público de los libros no es arbitrario, no está fijado a ojo, está sujeto a los costos de producción y a un cálculo de porcentajes en los que se divide esa pequeña torta, más cercana a una madalena proustiana por sus dimensiones. Muchos de los costos de producción –sobre todo el del papel– varían minuto a minuto y dificultan enormemente la posibilidad de ofrecer libros acordes a la realidad económica del bolsillo de la población.

Cinco. Imposible desligar la producción de objetos culturales y su circulación a las condiciones de funcionamiento del sistema. Si alguien escribe, toca música o inserte-el-arte-correspondiente-aquí, pretende ser validado por su sector, por la industria cultural -qué grande que queda esa palabra para los productores de libritos- a la que pertenece. Y más allá del ego del artista -que suele ser grande- empieza a pesar la importancia de la cadena de circulación de esas obras dentro del sistema. Para bien o para mal, somos parte de un sistema que posee sus formas de funcionamiento, y pretender vivir completamente alejado de esas reglas desintegraría la sociedad que conocemos. Quizás se moldearía una mejor, o seguramente una peor, ¿quién lo sabe?

Seis. Se desprende del punto anterior una idea o pretensión de formalidad, de dejar librado al sistema, con sus reglas, normas y leyes, el total funcionamiento de, en este caso, el arte y la cultura. En síntesis, la validación oficial, por la que un escritor se transforma en un autor, y un doc o pdf se convierte en un libro, está dada por las instituciones -qué novedad-.

Siete. No es lógico invalidar el reclamo del autor de una obra porque “al cabo que ni es tan genial” o “si ni vale la pena leerlo” o “se cree más que lo que realmente es”. Es un razonamiento falaz, que no refuta argumentos con argumentos sólidos, sino con descalificaciones –justas o injustas, pero que no vienen al caso-. Quizás se trate sólo de aceptar el golpe y respetar la decisión del prójimo, que, en muchos casos, es tu par y lo cruzarás en librerías, lecturas, ciclos, etcétera. O no.

Ocho. No tiene las mismas implicancias –éticas, económicas, sororas, de códigos, etcétera- liberar contenidos que un alemán escribió hace 60 años –que nunca se publicó en el país y la edición extranjera tampoco llegó- que los de un contemporáneo publicados ayer, al que cruzarás en librerías, lecturas, ciclos, etcétera. Ni tampoco tiene las mismas implicancias la queja de Metallica contra Napster que la del autor tocado-con-la-varita-mágica-del-sistema-de-turno para con el compartidor de un pdf, pero se le parece.

Nueve. No tiene las mismas implicancias liberar contenidos de grandes grupos multinacionales que de pequeños sellos editoriales que realizan tiradas de 200, 300 o 400 ejemplares. Como expuse anteriormente, en ninguno de los casos las consecuencias son tan graves en el plano económico.

Nueve bis. El pequeño sello que por motivos económicos y de logística puede publicar 400 ejemplares se verá beneficiado al obtener más lectores. Comenzará el runrún, el boca en boca, el conocimiento del sello, de los autores, y más. Lógicamente, sería ideal que primero se agote esa tirada de 400 ejemplares, ¿no?

Diez. Sólo quienes están en la producción de objetos culturales –en este caso, libros- conocen el esfuerzo y los costos asociados a su realización y circulación. Las personas involucradas en el proceso de realización y visibilización de un libro son decenas –imprentas, diseñadores, maquetadores, correctores, ilustradores, fotógrafos, traductores, editores, entes reguladores, distribuidores, libreros, periodistas, etc-, y la liberación de contenidos sin autorización supone, más que un derrumbe económico, una descalificación de esa cadena de producción, una depreciación del esfuerzo y el trabajo realizado.

Diez bis. Muéstrenme una lista de diez autores argentinos que vivan exclusivamente de regalías. Ahora muéstrenme una lista de autores que no hayan hecho valer sus derechos –sobre todo, ante las editoriales– y puedan vivir de regalías.

Once. La piratería, lo ilegal, o como les guste llamarlo, lleva en su misma concepción la idea de una pérdida. ¿O acaso leer un pdf mal escaneado, marcado, tachado pixelado, supone el mismo placer o la misma experiencia de lectura que se logra al leer una bella edición recién producida y comprada? Aquí es donde se pone en valor el tiempo y el trabajo invertido en los objetos culturales. Y donde una pirateada de mala hechura jamás reemplazará al objeto ni a la experiencia con ese objeto.

Once bis. El archivo pirata no necesita ni desea ser un “original”.

Doce. Liberar “contenidos”. Un libro es un “contenido”. Terminología marketinera y neoliberal que pretende vaciar de contenido a ese “contenido”. Es un cualquierismo que iguala: da lo mismo un libro de filosofía que uno de política que uno de autoayuda y uno de poesía: en fin, son sólo contenidos.

Trece. La piratería no pide permiso.

Catorce. Desde nuestra editorial nos hemos visto envueltos en esta disputa de una forma silenciosa. Se ha liberado un “contenido” producido por nosotros, sin previa autorización y también, por qué no aclararlo, sin posterior queja de nuestra parte. Nunca fue nuestra intención mostrar molestia ni enojo. No hubiera comentado lo acontecido de no haber salido a la luz este affaire de bagatelas.

Quince. La idea de comunidad se basa en el respeto, en la cortesía y en los modales.

Dieciséis. Una autora de nuestra editorial pidió permiso para compartir un poemario de su autoría editado bajo nuestro sello. El libro está prácticamente agotado. Por supuesto, hemos accedido a su pedido. Nuestro agradecimiento a ella, por su gentileza y por su respeto para con nosotros y para con nuestro trabajo.

Diecisiete. ¿Qué pretende quien, en un ataque de altruismo, comparte 70 archivos por día en una red social? ¿Solidaridad? ¿Ensalzamiento del ego? ¿Masturbación?

Dieciocho. Si hubiéramos obrado como policías del arte y, en un acto de locura legalista, hubiéramos denunciado a quien/es propiciaron el grave delito (sic) de liberar nuestro material, ni el uno por ciento de quienes participaron del debate o tomaron posición por uno u otro lado, hubieran actuado. ¿Qué digo con esto? ¿Intento dar lástima? ¿Pretendo querer bajar nuestro “contenido” del sitio? No, para nada. Sólo expreso que la validación de la industria cultural -ver punto seis- funcionó: como siempre, hay voces que son dignas de ser escuchadas; hay llantos por minucias atendidos desde los grandes medios que, como siempre, ofician de guardianes perpetuos del humo y de la distracción.

Diecinueve. El poeta escribió:

Lo que está mal está mal.
Pero lo que está bien
también está mal.
Charlalo con tus padres.