“… Nos hemos perdido en un círculo: sólo somos capaces de apreciar el futuro del pasado, como si nuestro presente se hubiese desenganchado de toda caravana posible, al modo del caballo perdido de Felisberto Hernández.”

Por Ramiro Sanchiz

Ilustración por Gabriel Reymann

Hace ya bastante tiempo que el realismo capitalista convirtió a la nostalgia en un bien de consumo y un paradigma cultural; esto no es novedad, pero creo que la noción es inevitable a la hora de pensar en Stranger Things y más allá. Los motivos parecerán obvios para quien haya visto la serie, pero merecen ser explorados con cierto detenimiento.

Mark Fisher, cuya noción de “realismo capitalista” podría resumirse, de acuerdo con la contraportada de la reciente edición de Los fantasmas de mi vida a cargo de la editorial Caja Negra, como “la creencia generalizada de que no es posible una alternativa al capitalismo, de que estamos obligados a enterrar en el pasado cosas como la solidaridad de clase o el concepto de lo público a cambio de seguir conectados al circuito privado de consumo y entretenimiento”, nació en 1968 y cabe pensar que me separa de él –en tanto nací en 1978– una peculiar brecha generacional. La de Fisher, es decir, fue posiblemente la última generación tocada de alguna manera fundante por el modernismo, que a los efectos de este ensayo cabe ajustar simplemente como el deseo de lo nuevo, eso que en la variante elitista o highbrow es citado como el “make it new” de Ezra Pound y que para los modernismos populares de fines de los setenta pasó también por incorporar los géneros narrativos asumiendo su mandato inherente de producir lo nuevo dentro de lo mismo. Fue (es) la suya una generación claramente sensibilizada a la detección de atavismos o anacronismos y poseída por un miedo esencial a la repetición, devaluada siempre (como cuando aquel programa favorito de TV repetía un episodio que ya nos sabíamos de memoria y debíamos quedarnos allí porque no teníamos más que 4 canales para elegir) ante el valor de lo nuevo, de aquella producción capaz de presentarse como signo del presente y plataforma de despegue hacia el futuro.

Mi generación, en cambio, aprendió a escuchar música pop/rock en los noventa y desde una mirada reverencial a cierto rock llamado “clásico”: ese mismo que para la generación de Fisher no era sino el cuerpo de la nostalgia de sus padres (y nada menos modernista que escuchar los discos de tu mamá). La reverencia a The Beatles o Led Zeppelin podía ser justificada en términos de historia de la música, pero esas bandas eran ante todo la música que sus mayores habían escuchado en la juventud y ese era su significado primario, que se abría camino a lo sumo hacia una valoración de tipo historicista, ese mojón en el camino de filiación, influencias y campos inaugurados. Pero el presente debía estar habitado por la música nueva, y la del pasado sólo sería reactivada por la curiosidad intelectual. Para nosotros, sin embargo, The Rolling Stones o The Ramones pudieron ser el corazón de nuestra educación musical y de nuestra adolescencia; su valor no decrecía por tratarse de música de ayer sino que más bien nuestra relación con el acervo del pasado convertía a ciertos discos “viejos” en algo urgente, algo a descubrir, fresco y a la vez fundante. Entonces, una primera manera de pensar esta brecha entre la generación de Fisher y la mía pasa por repensar el concepto de tradición o de presencia de esa tradición, del uso del archivo o el acervo cultural como manera de pararse en el presente ante el pasado y el futuro.

Ahora vamos a leer este asunto desde “El escritor argentino y la tradición”, de Borges, y la nouvelle Navegando a Bizancio, de Robert Silverberg. El primero, como es sabido, rechaza la fundación de una tradición literaria centrada en el “color local”, eso que, para volver a Stranger Things, podemos manejar como “color de época”. En la serie, entonces, los camellos de Borges equivalen a una colección de elementos de la cultura que identificamos fácilmente con los ochenta y saturan la representación de época (incluso cada escena, cada encuadre, cada pared de habitación, cada calle, cada esquina) a la vez que aparecen saturados de nuestro deseo de identificación (nuestra identidad ochentera, por decirlo así) y nostalgia: relojes-calculadora, ciertos juguetes, cierta moda, arcades, synthpop, hair-metal y un repertorio específico de series de TV y películas.

Pero tanto esas producciones culturales como esos objetos aparecen en Stranger Things inmersos en un aura que poseen ahora, en nuestro presente real. Para decirlo de modo pintoresco, una máquina del tiempo ha sido utilizada para llevar ciertos objetos vintage de nuestro presente a 1984, desplazando, entonces, los “verdaderos” objetos de ese momento. A esos objetos, entonces, no los vemos: han sido remplazados por la representación que de ellos diseña para sí nuestra segunda década del siglo XXI, por su valor añadido. El pasado como aquello que es remplazado por el parque temático del pasado.

De hecho, la propuesta de Stranger Things en tanto serie de “aventuras de preadolescentes” remite directamente a películas ochenteras como The Goonies y Stand by Me, a la vez que a clásicos de la aventura como Raiders of the Lost Ark, y tanto esa primera instalación de la franquicia de Indiana Jones como Stand by Me obedecen a pautas retro: Raiders of the Lost Ark transcurre en la década de 1930 y actualiza (también con objetos vueltos a pintar según el color de época: nazis, aviones, zeppelines, etc, y en los aviones de combate  que vemos, que en rigor en realidad o bien no existían –como aquel cuya hélice decide un combate a puño en el que no estaba yéndole bien a Indy– o no eran empleados para el combate o la vigilancia –como el Arado Ar 96 que persigue a los Jones en La última cruzada– no aparece otra cosa que esa pintura, esa aura, superpuesta a un objeto que, en virtud del “error histórico”, no es en el fondo ora cosa que vacío) los seriales de aventura cinematográfica, mientras que la película de Rob Reiner transcurre en 1959, año que puede pensarse en más de un contexto como el fin de una era.

Así, cuando Stranger Things construye una visión inmediatamente reconocible de los ochenta lo hace también a partir de ciertas representaciones ochenteras de una época a su vez anterior, llevando el procedimiento del color de época al paroxismo (y ahí, en el gesto barroco o desbordado está la diferencia entre la manera en que se pensaba el pasado en los ochenta y en la manera en que lo piensa el realismo capitalista del siglo XXI), apuntalando de paso una suerte de “continuo de lo retro” en el que se representa la época A y de paso cómo se representaba a la época B en la época A: porque ese modo de representar es un elemento esencial para nuestra construcción de A en tanto época.

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Por otro lado, desde una noción digamos “de género”, Stranger Things no hace absolutamente nada nuevo (y por lo tanto, para la lógica de los géneros, no hace nada) o lo que hace es invisible por trivial: la trama de un grupito de niños que enfrenta un horror extra o intraterrestre es un cliché desde que Stephen King creara su visión definitiva del tema en It, si no antes. Del mismo modo, su propuesta de un mundo paralelo que refleja de manera oscura al cotidiano está tan mínimamente desarrollada que tampoco importa: todo lo que pasa en la serie parece (como aquel Arado Ar 96) ante todo un pretexto –el soporte, diríase– para el despliegue del color de época y el comercio con la nostalgia: la exhibición, si se quiere, del deseo por la nostalgia. Pero sostengo, empero, que en el vaciamiento de las explicaciones cienciaficcioneras (¿por qué el upside down es una versión deteriorada pero edificio a edificio coincidente con el nuestro? ¿Es un futuro? ¿Es un presente alternativo? ¿Es una ucronía?) y el empleo de la rotulación D&D para las criaturas que impulsan la trama amerita otra lectura, que me reservo para el final.

En cuanto a la nouvelle de Silverberg, su premisa es simple y rotunda: en un futuro remoto y libre de todo anclaje cronológico con el presente, la humanidad ha sido reducida a un grupo de turistas que recorren el mundo. Año tras año la servidumbre androide reconstruye las grandes ciudades del pasado: la Roma imperial, la Bizancio del imperio de oriente, la New York de los años locos, París en la belle-époque, etc. La vida futura imaginada, entonces, no es otra cosa que un largo paseo por una serie de parques temáticos basados en el color de época. Hay un presente, pero está habitado por el pasado; mejor dicho, por un simulacro esencialmente espurio del pasado; parafraseando al denostado Fukuyama, la de Navegando a Bizancio es la historia del fin (de la historia) y de los últimos hombres y mujeres. El futuro, simplemente, no existe. Salvo, quizá, para la servidumbre androide, para los no-humanos.

Sumo ahora un tercer elemento. En The Matrix, cuando Morpheus le explica a Neo la verdadera naturaleza del mundo, descubrimos que la maquinaria (lo no-humano) ha simulado “el pico de la civilización humana” basándose en 1999 y después congelando ese presente. No sabemos exactamente por cuánto tiempo viene sucediendo que el futuro perteneció a la IA (de la que es dable inferir una historia no contada, una historia viva, que sigue) mientras que los humanos quedaron prisioneros en un presente perpetuo de simulación (y como en Dark City necesitamos apelar a la manipulación de la memoria) pero lo que luego aporta The Matrix Reloaded (el diálogo con el Arquitecto, es decir) nos hace primero sospechar generaciones, acaso siglos enteros que iteran una pauta instalada en ese mismo 1999 perpetuo, y después entender que esa historia finalizada se abre al futuro por la elección de Neo, la subrutina-que-salió-mal. Hasta esa bifurcación de lo originalmente programado (esa iteración que va sumando fracciones hasta el desborde) la simulación, la representación del mundo humano es decir, está fija en lo que ahora es nuestro pasado; el presente, mientras tanto, es “el desierto de lo real”.

No hace falta que releamos a Baudrillard para abrirnos camino por la selva selvaggia de los simulacros en Stranger Things y su parque temático de 1983-84; del mismo modo es fácil terminar de leer en esa línea otras tantas reconstrucciones de época en la ficción reciente: pienso por ejemplo en la década del sesenta en X-Men First Class o, quizá de un modo realmente paradigmático, en las series Life on Mars y Ashes to Ashes. Si la lógica cultural del realismo capitalista es que no podemos sino recorrer el parque temático del pasado como los turistas de Silverberg, en un loop cuya salida es más difícil de imaginar que el fin del capitalismo, entonces nuestro presente no puede ser sino el desierto de lo real. Y un desierto, para volver a Mark Fisher, habitado por los fantasmas de nuestras vidas, de la vida colectiva de nuestra cultura. Quizá esta época se haya convencido a sí misma de que no puede producir sentido sino en el simulacro de lo pasado: incapaz de decirse a sí misma excepto en ese juego de perspectivas, no tiene otra cosa que repetir que el repertorio. Entre otras razones porque así lo ha percibido el capital y en esa línea produce utilidades. ¿De qué otro modo podría explicarse el éxito, así sea efímero, de una banda como Geeta Von Tease?

Y añado una anécdota personal. Días atrás, un amigo publicó en su muro de Facebook unos cortos promocionales de la nueva remake/reboot para Cartoon Network de Thundercats, en la que él mismo está involucrado en calidad de dibujante y animador. No pasó mucho tiempo antes de que sus posteos cambiasen de tono: empezaba a contestarle airadamente a una serie de comentarios críticos en los que se criticaba la remake/reboot sobre la base de que se parecía demasiado a un presunto estilo gráfico imperante en las series animadas del presente, de que había “reducido”  una serie de aventuras a una de comedia, de que estaba, en suma, “haciendo pedazos a los clásicos”. Las simpatías de inmediato quedan del lado de mi amigo: sus críticos olvidaban que Thundercats siempre tuvo elementos de comedia, que su estilo gráfico no es diferente al de otras series de su época y que hay antecedentes de remakes que de alguna manera “simplifican” el estilo visual de las propuestas originales y aportan elementos de comedia pero, a la vez, logran superar a su precedente en complejidad narrativa (My Little Pony: Friendship is Magic es un buen ejemplo). Sin embargo, pronto apareció algo incómodo; mi amigo se quejaba, en su respuesta, de que sus críticos (a quien parecía identificar con una generación precedente, la de quienes vimos Thundercats a los 10 años) estaban presos de la nostalgia y él, en cambio, quería pensar en el futuro. Se le escapaba, es decir, que su propuesta de futuro no era sino la vuelta a un clásico ochentero.

La noción de un futuro articulado con variaciones de un repertorio de producciones culturales privilegiadas, que mi amigo parecía adoptar acaso irreflexivamente o acaso desde su sensibilidad de época, no puede ser asimilada sin problemas por alguien como Mark Fisher, cuyo dejo de protesta o incomodidad (además de las marcas ideológicamente obligadas, sus signos de izquierda) al mapear los Disintegration Loops del presente no sólo son evidentes (y hasta cierto punto conmovedores) sino que fácilmente dejan leerse desde una condición de marca generacional. Así, cabe aceptar que los espectadores nacidos antes de 1973 (por poner una fecha más específica que “principios de los setenta”) no podrían (o no les sería fácil) disfrutar de Stranger Things del mismo modo que un miembro de mi generación; de inmediato entendemos que esta es el nicho de marketing de la serie, y que el deseo y el goce de acelerar el circuito de la nostalgia (consumir más y mejores simulacros, inundar aún más nuestra vida presente con el pasado) es experimentado por los post-X como un subidón de azúcar mientras que resulta acaso naturalizado por completo por los millenials y los posmillenials.

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Pero para nosotros ese goce ha de volverse culposo, como si tuviésemos que sabernos hermanos menores y conceder la altura moral original a Fisher y compañía; después de todo, en la ecuación parque-temático-del-pasado/desierto-de-lo-real-en-el-presente  falta un término con el que crecimos, uno que permeaba la cultura de los ochenta y buena parte de los noventa, las películas que disfrutamos, la ciencia ficción que leímos. Porque si vivimos ahora en una época incapaz de decirse a sí misma en tanto presente, el futuro, ese gran ausente, no está meramente vaciado sino que a todos los efectos se ha vuelto ilegible, insignificante, invisible, ni siquiera el cuerpo muerto de lo que fue, el vampiro, el zombi; literalmente, no existe. Y quizá nos tocó (¿qué otra cosa podría definirnos en tanto generación, es decir) ser testigos del pliegue por el que lo perdimos. Ser, mejor dicho, quienes pusimos el cuerpo donde se instaló esa pérdida.

Con los ojos fijos, fascinados en ese hundirse permanente de un futuro ilegible, nos parece entender que nuestros mayores, ante el mismo espectáculo, lograron al menos distanciarse y proyectar un espejismo:  porque si ahora es posible percibir lo que ya circuló, se abren ante la mirada –y esto es el credo hauntológico, la buena nueva Fisheriana– los futuros soñados en épocas: futuros anunciados que jamás llegaron a ser pero que persisten como fantasmas y rondan las ruinas del presente. Nos hemos perdido en un círculo: sólo somos capaces de apreciar el futuro del pasado, como si nuestro presente se hubiese desenganchado de toda caravana posible, al modo del caballo perdido de Felisberto Hernández.

¿Es pensable, entonces, una salida? Ya Ballard habló de la muerte del futuro y las infinitas posibilidades del presente, pero ahora algo huele a podrido en Vermilion Sands y en el presente no queda sino la carroña, las aguas estancadas, los contornos de fantasmas que se plantan entre nuestros ojos y el lugar donde antes se buscaba el futuro.

Porque no nos engañemos: el futuro sigue estando ahí, por más que no seamos capaces de verlo, de pensarlo siquiera.

Para Fisher y Reynolds, por ejemplo, la última instancia en que fue dable encontrarle el pulso al futuro fue en el del jungle noventoso y la cultura rave; lo que siguió después es fácilmente pensable en términos de retromanía. Es decir: después del jungle (y la frontera acaso esté en esas apropiaciones de esa última escena electrónica desde ciertos rock y pop ya clásicos que querían sin embargo volver a presentarse como arte, vanguardia y riesgo: Earthling, de David Bowie, Pop, de U2, Último bondi a finisterre, de los Redondos) el test propuesto por Fisher en Los fantasmas de mi vida se aplica muy bien: si alguien grababa en 1968 “That’s allright Mama” de manera indistinguible a como la cantó Elvis en 1954 sólo cabía pensar en conceptos de revival o anacronismo deliberado: la diferencia con las resonancias futuristas de “1983: A Merman I Should Turn To Be” de Hendrix o “Astronomy Domine” de Pink Floyd era no sólo evidente sino el sentido completo de la canción, su estatus de futuro, de sonido nuevo, inusitado. En cambio, una canción de 2004 que vuelva a sonar en 2018, pasa desapercibida: incluso la grabación de aquel año sonaría ahora como si hubiese sido grabada esta mañana, porque no hay signo alguno de diferencia que sepamos leer y es difícil pensar en un mecanismo capaz de generarlo. En el mundo de la música pop esto sin duda va asociado a la deriva desmaterializadora en los formatos y la manera en que el capitalismo administra la producción: como ya no tiene sentido venderle a nadie la noción de que tal o cual banda representa mejor que otras el signo de sus tiempos (porque no hay una serie que conecte pasado, presente y futuro que pueda darle sentido a esa concepción del prsente), el capital simbólico (y el otro) pasa por la reapropiación de un pasado prestigioso, glorificado por la elite de turno: me gusta tal o cual banda porque suena a garage de fines de los sesenta, por ejemplo. Una vez más Geeta Von Tease, cuyo significado, a lo sumo, se espesa (y no mucho) en la expresión que pone Robert Plant cuando habla de su vocalista.

¿Pero esto es efectivamente así o estamos dejando simplemente que un discurso hegemonizado hable por nosotros? Quizá haya que buscar fuera de lo cool, revolver en los márgenes menos leídos del pop una historia distinta del futuro. En el caso de Mastodon, por ejemplo, se adivina un proceso que termina por aportar significado (diferencia, decía más arriba) a un sonido del presente en tanto confluencia de subgéneros del metal en una música –la de los últimos tres álbumes de la banda– que tras haberse despegado del thrash y otras formas extremas de metal (doom, black), y tras haber abrazado y asimilado el metal progresivo, parece reintegrarse a un concepto renovado de rock o hard rock, en un movimiento que matiza la  impronta pop de canciones como “Curl of the burl”.

Sin duda el futuro es pensable en términos de catástrofes ecológicas y sociales, pero ahí el significado es extraído o bien de una crítica a las condiciones inmediatas (“como esto siga así…”) o en relación a un momento considerado de alguna manera idílico, como el concebible “mejor momento” del estado de bienestar en los países europeos o las instancias inaugurales del neobatllismo en Uruguay. En cuanto a la ecología, es fácil pensar que el quiebre del círculo vicioso del realismo capitalista es la crisis de la biósfera, que ya se deja sentir en el calentamiento global y el cambio climático aparejado junto a las extinciones en masa pensables como una marca segura del antropoceno. El discurso de cierta izquierda, sin embargo, deja lugar a la esperanza en tanto se pueda pensar una alternativa viable al capitalismo, sea moderándolo, sea remplazándolo o sea, como en el fondo parece constituirse en tanto noción subyacente a la manera en que es trabajado el problema, apelando a alguna forma reguladora de totalitarismo. En este sentido es inevitable volver a iterar el círculo del futuro pasado y pensar en los escritos de Nick Land, con su futuro alien y por tanto inhumano; y así volvemos a lo ya dicho: el futuro sigue allí, aunque se nos haya vuelto invisible, y no sólo eso: el futuro vendrá y nos arrollará con sus catástrofes, sus tanques o su skynet, mientras permanecemos absortos en la belleza de la ya mencionada música de William Basinksi o pensando en el cortoplacismo localista de la protesta que nos reconforta en tanto sujetos morales con su militancia más clásica y humanista.

El principal aporte de Land para nuestro momento ha de ser su visión de lo inhumano futuro. Es cierto que en los noventa todavía latía el futuro, pero para hacerlo volver en plenitud (y no como una versión más cute y divertida de Thundercats) no se trata de componer electrónica a 175 bpm con breakbeats y bajos dub sino de buscar qué hacía latir el corazón de la idea de futuro entonces, y summonearlo ahora. Cabe pensar que es el sujeto humano contemporáneo lo que parece haberse recortado del sentido del futuro, y así lo que vendrá es representable sólo en tanto escritura ilegible, en tanto signo de inhumanidad, en tanto alienígena. Tiempos diferentes para sujetos diferentes; para pensarlo, entonces, conviene buscar en el vasto acervo –pasado pero también presente, sólo que desde los ámbitos más uncool quizá– del arte weird y sus sujetos y situaciones mutantes y aberrantes.

Creo que esto está ya en proceso; en la obra de Fisher, por ejemplo, es posible trazar una línea muy clara entre Realismo capitalista y Los fantasmas de mi vida (mapeo el segundo de los efectos de lo establecido en el primero), y de ahí al que resultó ser su último libro, The weird and the eerie, donde la hauntología (el círculo vicioso del no-futuro en el realismo capitalista) es asociada al concepto anglo de eerie (esa inquietud de lo enigmático, lo espectral, de las presencias donde debería haber ausencias y viceversa) y contrapuesta a lo weird (lo inconcebible, lo que no es pensable pero se hace presente). Esta lectura, de hecho, me parece especialmente adecuada para señalar la inminencia de un nuevo paradigma cultural de lo weird, que asoma en el xenofeminismo, en algunas formas de aceleracionismo y en creaciones artísticas como la adaptación cinematográfica de Annihilation, la novela de Jeff VanderMeer, o, de manera más notoria, en la tercera serie de Twin Peaks y el title-track de Blackstar: Quizá el futuro empiece a aglomerarse desde esos rincones de lo weird. Un futuro que no es para nosotros en tanto humanos (en tanto ese sujeto del humanismo tradicional) sino para esX(s) que nos sucederá(n). En ese sentido, todas las fuerzas humanistas, de derecha y de izquierda, en gran medida gracias a su fracaso sistemático a la hora de plantar alternativas viables al realismo capitalista, no hacen sino devolvernos a la misma órbita, a la misma circulación: la Espada de los Augurios nos devuelve el paisaje bello y agotado de Vermillion Sands.

Finalmente, ¿no tematiza Stranger Things el contacto entre el circuito de la nostalgia (los protagonistas atrapados en el ámbar ochentero) y lo extraño/weird (el demogorgon, el mind flayer, el mundo upside down en general)? Eso extraño es resistido; todo el circuito de lo familiar, digamos, quiere excluirlo, marginarlo, apartarlo, pero no llega a aniquilarlo, y al final de cada temporada apareció un elemento oscuro al acecho. Es más, los nombres tomados de Dungeons & Dragons funcionan como etiquetas arbitrarias a la hora de nombrar lo que no puede ser nombrado: son pedacitos del presente (pasado para nosotros, es decir) convocados a adherirse a lo imposible, porque de alguna manera hay que nombrar, aunque el nombre no diga nada de la cosa y esta permanezca muda. En esta suerte de interregno en que vivimos sólo podemos nombrar lo extraño desde el repertorio, desde la tradición, ¿y qué mejor tradición que la weird, que el horror lovecraftiano? Eso que está ahí pero que es impensable, eso que desafía nuestros esquemas cognitivos, nuestro orden del mundo, pero que está ahí y no podemos dejar de verlo, esa, en suma, esencia de lo weird, ¿no describe de alguna manera el futuro en que ya no podemos pensar pero que a la vez nos acecha?

El futuro sólo puede ser weird.

La arena cristalina de Vermilion Sands se asienta por un instante y vemos, allá lejos, la carretera que nos sacará del pueblo. La que nos llevará a las ciudades deslumbrantes. Está poblada, sin embargo, por cosas raras: criaturas con tentáculos, cráneos enjoyados dentro de trajes de astronautas, cortinas rojas y árboles con cerebros deformes en su cúspide. ¿La tomamos? Si lo hacemos dejaremos de ser nosotros. Pero al menos podremos movernos. //z

Ramiro Sanchiz (Montevideo, 1978). Novelista, crítico y traductor. Ha publicado, entre otras, las novelas “El gato y la entropía #12 & 34” (2015), “Las imitaciones” (2016), “Verde” (2016) y “El orden del mundo” (2014/2017).

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