A 47 años del golpe de Estado en Chile, conversamos con una de las mejores escritoras trasandinas sobre su última novela, El sistema del tacto; la memoria; la influencia de Hebe Uhart; el lenguaje y la actualidad política chilena.

Por Joel Vargas
Fotos de Jésica Giacobbe

Una niña viaja en una citroneta desde Campana hasta Santiago de Chile. Cuenta perros con su hermana, mira el paisaje, observa, imagina. Esa es la génesis de una gran escritora: Alejandra Costamagna. Su última novela, El sistema del tacto (Anagrama, 2019) fue finalista del premio Herralde. En ella indaga sobre el funcionamiento de la memoria y juega con su propia biografía. Altera los recuerdos, los procesa y arma un texto clave para entender cómo funciona la (re)construcción de la memoria en la literatura latinoamericana. La protagonista de esta historia, Ania, cruza la Cordillera para despedir a su tío que está muy enfermo. Es un viaje donde la identidad y el deber ser conviven en una suerte de presente continuo. ArteZeta conversó con Costamagna sobre cómo buceó en su historia personal para escribirla.

ArteZeta: Una lectura posible de El sistema del tacto es que todo es mecánico, las cosas se tienen que dar de determinado modo, los personajes tendrían que comportarse de ese mismo modo para que todo fuera “perfecto”. Lectura que se refuerza con las citas del Manual del inmigrante.  ¿Qué opinas sobre esto?

Alejandra Costamagna: Creo que el título mismo de la novela ya hace pensar en un organismo armado por distintas piezas, que forman entre todas un sistema. Es coherente, me di cuenta después, con esta estructura que tiene el libro: está articulado con pedazos que son fragmentos, retazos, imágenes quebradas. Cada uno de estos insertos va armando un mundo propio, que se acopla a otro y a otro y a otro. Entonces es como si fuera una especie de célula con muchos núcleos, un sistema integrado por subsistemas. Y me hace sentido lo que dices del manual del inmigrante italiano, porque es una presencia constante y se convierte en una suerte de eje aglutinador.

AZ: Es la rectitud todo el tiempo, el deber ser, la construcción de la ciudadanía.

AC: Claro. Está esa latencia de una construcción y, al mismo tiempo, la tensión con romperla. Ahí vemos a Ania, por ejemplo, cuando le piden que corrija las erratas lingüísticas de los alumnos, que los enderece de alguna forma. Y ella se resiste a volver rectas esas lenguas sueltas, tan vivas, “aún sin la espuma de la adultez”, como dirá. Los conflictos de los personajes tienen que ver con resistirse a esos manuales todo el tiempo, en búsqueda de un espacio propio.

AZ: En la presentación en Argentina de El sistema del tacto comentaste que el manual del inmigrante italiano te lo había dado Hebe Uhart. ¿Podrías contarme un poco más sobre eso?

AC: Pasé temporadas escribiendo esta novela en Argentina y Hebe siempre estaba al tanto de mis indagaciones en esa historia familiar de migraciones y desarraigos. Ella siempre quería saber quién era quién, qué pensaban, cómo hablaban los sujetos de ese universo que yo intentaba rastrear y que finalmente tomó un rumbo bastante distinto. El caso es que en algún momento, en un acto de generosidad extrema, me comentó que había encontrado ese manual y que iba en la línea de lo que yo buscaba. “A lo mejor esto te sirve, Aleja”, me dijo. Y me lo prestó. Y no sólo me sirvió sino que se convirtió en uno de los ejes del libro, que irradia sentidos en distintas direcciones. Fue bonito leerlo con todos sus subrayados y sus notas al margen. Era como estar leyéndola a ella. Es un texto delirante, un manual para formar seres rectos, para transformar al extraño en un “otro” asimilable, en sujetos perfectamente adaptables en sus nuevas identidades. Es un material de un lenguaje alucinante, que esconde un humor involuntario y que perfectamente podría haber sido escrito por Hebe en forma paródica.

AZ: ¿Cuándo dijiste basta para documentarte para hacer la novela? ¿Tenías cierto material, cuando dijiste hasta acá llegó con la documentación y empiezo la escritura? ¿o es un híbrido?  Me documento y  surgen nuevas cosas.

AC: Fue un híbrido, pero llegó un momento en el que dije “no quiero seguir pensando en que este material va a ser una fuente de información”. En ese momento me di cuenta de que los materiales estaba ahí para ser incorporados como restos, como escombros, como vestigios que venían a fortalecer el vínculo entre documento e imaginación, entre realidad y ficción, entre pasado y presente. La función de estos materiales era ser fisura y fantasmagoría también en la construcción del relato. Tal vez, incluso, importaba más el ejercicio de recordar que el recuerdo mismo.

AZ: Me hizo acordar mucho a Chilean Electric, de Nona Fernández. A partir de ciertos retazos empezar a construir un relato.

AC: Es pensar la memoria no como algo que está ahí, quietecito. No es la memoria monumental ni oficial. Son más bien estos pedazos que aparecen, estos trozos de archivo que incluso desacomodan el recuerdo que teníamos super estructurado, super armado. Es lo que aborda de manera tan contundente Florencia Garramuño en Mundos en común: la relación entre el archivo y la memoria. Cómo el archivo es previo a la memoria y la posibilita, pero al mismo tiempo siempre está arriesgando un desajuste. Porque puede aparecer alguna pieza, algún fragmento que desmienta o desautorice esa verdad, ese recuerdo que ya teníamos establecido.

 

AZ: Hace poco publicaste Bogotana (mente) (Banda propia, 2019), donde también escribe Slavko Zupcic. Arrancás el libro hablando sobre el lenguaje, explicando los localismos colombianos y las diferencias con los chilenos. Vos tenés un acervo de palabras que se van colando en tu literatura.  ¿Cómo jugás con el lenguaje?

AC: Pienso que el lenguaje nos constituye, en el lenguaje hay identidad, hay un registro de quiénes somos, de dónde habitamos. Hay un tiempo, un espacio, una época, unas coordenadas específicas que se dibujan detrás de cada palabra. El lenguaje contextualiza y creo que es eminentemente político. Nunca da lo mismo usar una palabra u otra. Estoy pensando en la apropiación de términos que a veces parecen inocuos pero finalmente dan cuenta del peso de las palabras. Cuando un grupo se posiciona con la palabra “vida” y se define como  “provida”, ¿qué está diciendo con eso? Se está apropiando de una palabra que tiene una enorme carga simbólica para, en realidad, dar cuenta de una postura que es completamente “antivida” de la mujer. El lenguaje no es inocente. Pienso en otro ejemplo: después del terremoto del 2010 Sebastián Piñera habló de los “desaparecidos” y se apropió de un término para quitarle la carga política. Decir “desaparecidos” no es cualquier cosa en Chile ni en Argentina. Habla de una sistemática política de violación a los derechos humanos. Por otra parte, en El sistema del tacto y también en Bogotana (mente) está el tema de las palabras erráticas. Me interesa eso, porque de alguna forma es lo que se sale de la norma también, lo incorrecto. Las palabras crudas, que no han sido cocinadas por el deber ser. Las palabras que nos resuenan por asociaciones, por su visualidad o por el puro sonido. Me gusta esa especie de materialidad caprichosa que hay más allá de lo que nombran.

AZ: Hablando de salirse de la norma, el lenguaje inclusivo ¿no?

AC: Claro, tiene sentido la asociación que haces. Porque la lengua está viva y está atravesada por la realidad. Y el lenguaje inclusivo deja abierta la posibilidad de que se modifique y desacomode las cosas. Tal vez nos pueda provocar un ruido al inicio, porque hemos naturalizado un uso y un sonido asociado a ese uso. Pero justamente eso es significativo. Que nos haga ruido ya es significativo, porque estamos reaccionando a una norma.

AZ: A lo largo de El Sistema aparece todo el tiempo la familia.  ¿Es tu libro más personal?

AC: Probablemente sí, porque surgió con la idea que fuera documental, un libro sin ficción. Ese fue el origen, luego fue derivando y en la deriva se fue volviendo más personal incluso pero de manera más solapada. Inicialmente el apellido de los protagonistas era Costamagna, porque eran los sujetos reales que estaban detrás. Luego fui omitiendo, distanciándome en el tiempo, abriendo otras ventanas y acercándome desde otro lugar, sin la atadura de los acontecimientos y la realidad impajaritable. Entonces diría que es un libro personal porque hay una mirada que coincide mucho con la mía, no porque sea autobiográfico. Los conflictos de esos personajes se me vuelven absolutamente propios.

AZ: ¿Cuánto tiempo llevó el proceso de escritura?

AC: Es difícil responderlo porque, como te decía, fue un libro que estuve escribiendo durante mucho tiempo sin tener claridad de que lo estaba escribiendo. Grabé a mi tía abuela, que es uno de los personajes centrales de la novela, en los años 90. Tal vez ahí estuvieron los primeros brotes del libro. Luego, en 2011, viajé al Piamonte a visitar a la parentela perdida, a encontrar un rastro de la historia. Y probablemente ahí surgieron los primeros apuntes. Hay una imagen del lugar que habitan los personajes que me parece haber visto pasar por la ventana en un tren, durante ese viaje. Fueron ráfagas, destellos, anotaciones que ahora no están en la novela pero que se gestaron ahí. Pasó mucho tiempo en el que no necesariamente estaba escribiendo el libro como tal. Hice una tesis de doctorado entre medio. Claro, la tesis tenía que ver con la memoria, así que seguro que estaba dialogando con la novela sin saberlo.

AZ:  Hiciste mención a tu tesis de doctorado, que está de algún modo relacionada a El sistema del tacto. ¿Me podrías contar un poco más sobre ella? ¿Cuánto tiempo te llevó hacerla?

AC: La tesis de doctorado, que me tomó cuatro años, aborda la voz de la infancia en un grupo de novelas de postdictadura chilena. Lo que traté de explorar fue cómo, desde un punto de vista literario, hechas “literatura”, se percibían las huellas tardías de la dictadura en una narrativa producida por escritores que eran niños para el 11 de septiembre de 1973 o que aún no nacían. Es decir que no vivieron en carne propia esta circunstancia pero que experimentaron sus efectos a través de las vivencias de los adultos en torno suyo. Eran todas novelas en las que el límite entre lo referencial y lo ficcional se volvía bastante difuso. Hablar de la infancia para ellos entonces era, inevitablemente, hablar de la dictadura. Algunas de las preguntas que me rondaban eran cómo mantener vivo, desde el punto de vista de la literatura, un pasado en discordia; cómo volver a hablar del trauma sin ser ahogados por el eco de la memoria monumental; cómo articular otras representaciones de ese pasado cercano que perduran en el presente. Eran textos que tendían a huir de las grandes alegorías y los relatos totales para anclarse, más bien, en una memoria individual que entronca con la memoria histórica y la desestabiliza en sus certezas oficiales. Tal vez el cruce con El sistema del tacto ahí pueda estar en ese lugar más inestable que asume la memoria, con vaivenes permanentes entre la imaginación, el documento, la historia, la proyección, el delirio y la distorsión de lo que se acepta oficialmente como “recordable”. La memoria entonces como destellos, no como totalidades, sin perder de vista que recordar es también construir recuerdos. Creo que la importancia de recordar nuestras experiencias de la infancia o las experiencias vicarias de otros momentos de la historia es que reactualizamos esa memoria con los códigos del presente y la volvemos activa.

AZ: ¿Qué te generó reconstruir una historia familiar? ¿Cómo te sentís después de haber hecho este libro?

AC: Creo que quedó mucha deriva de ese registro más documental, que estuvo en los planes iniciales. Quedó una investigación interrumpida, si se quiere. Pero también creo que esa historia ya no la puedo escribir. No me corresponde escribirla. Y me gusta que sea así, me interesa lo indecible de ese espacio. Si ese material se resistió a ser contado documentalmente es porque a lo mejor hay una zona que no se puede contar no más. La historia tiene que quedarse ahí y quedarse de otra forma, quedarse con los fulgores que nos llevan al presente. Al final son los materiales los que moldean lo que escribimos.

AZ: Muchos autores y autoras retrataron su historia familiar. Por ejemplo: Natalia Ginzburg con Léxico familiar y Virginia Higa con Los sorrentinos. Son una especie de retrato de ese momento.

AC: La sensibilidad de Ginzburg para acercarse a lo pequeño, a lo periférico y a lo cotidiano me seduce especialmente. Me seduce su lectura de la intimidad en estrecha relación con la Historia, así como el vaivén entre lo imaginario y lo real, que está presente en la cita que pongo al inicio. Me interesa particularmente esa frontera que se vuelve difusa al echar a andar la memoria. Es esa “dimensión histórica del recordar”, como diría Benjamin, la que parece rondar su escritura y la que me cautiva. Otro escritor que estuvo muy presente en el proceso fue W. G. Sebald. En Los emigrados, por ejemplo, articula un registro colectivo, una fotografía múltiple de un instante pero sin la ambición de restituir el pasado tal como fue o reescribir la historia. Pensar que la historia puede ser restituida cien por ciento es imposible.

AZ: Además cuando uno recuerda, ficcionaliza.

AC: Es que el recuerdo es también una construcción.

AZ: Siempre aparecen animales en tu obra. ¿Es inconsciente o a propósito? En El sistema se puede resaltar la figura del pájaro.

AC: Es un poco involuntario, pero una vez que empiezan a resonarme los incorporo. El pájaro es un ave migrante, tiene esa connotación. Aunque no sé si lo pensé exactamente así cuando lo estaba escribiendo. Me parece que también estos personajes miran a los seres humanos con cierta desconfianza. Y tal vez la mirada de ellos hacia los animales es un poco más honesta, hay un diálogo que se vuelve más parejo. Por ejemplo la relación que Ania tiene con su gato o con los animales que cuida en general. “Mil veces un gato que un novio, que un hijo”, dice en algún momento.

AZ: Y que la familia también, ¿no? Porque la narradora dice que es la extinción de la familia.  Pero ¿qué vendría a ser la familia? Un gato también puede serlo.

AC: Esa es una pregunta que atraviesa toda la novela. Qué es la familia en términos convencionales y por qué no podemos pensar la familia desde un lugar diverso.

AZ: Una de las cosas de la que vive Ania es de regar plantas. Me hizo acordar bastante a Hebe Uhart y su relación con las plantas. El libro también está dedicado a ella. ¿Cómo era tu relación con ella? ¿Qué clase de escritora era? ¿Qué aprendiste de ella?

AC: No sé cómo estará ahora la sepultura de Hebe, pero supe que hace unos meses crecían zapallos y tomates ahí, junto a ella. Es una imagen del calibre de sus cuentos: la realidad intervenida por la extrañeza. “Un cuento es una plantita que nace”, decía ella que decía Felisberto Hernández. Y en su magnífico relato “Guiando la hiedra” partía anunciando: “Aquí estoy, acomodando las plantas, para que no se estorben unas a otras, ni tengan partes muertas, ni hormigas”. Creo que no tuve en cuenta, conscientemente, esta relación de Hebe con las plantas cuando escribí la novela. Pero ahora, en la distancia, veo que sí: que tal vez ahí hubo un diálogo subterráneo muy nutrido. Ania, la protagonista de El sistema del tacto, ve en el jardín un lugar de arraigo y pienso que eso es un aprendizaje involuntario de Hebe. Ella era una persona de una inteligencia verbal asombrosa, con una capacidad de percepción única. Hebe estaba corriendo todo el tiempo el límite de lo “normal”. Su práctica genuina, que fusionaba arte y vida, era volver a mirarlo todo, no dejar de asombrarse, detenerse en lo que sale de foco, escuchar, observar, preguntar, no acomodarse y estar muy atenta al lenguaje, a lo que hay alrededor de las palabras que usamos y con las que nos situamos en el mundo. Ese tipo de escritora y de persona absolutamente libre y extraordinaria era ella.

AZ: En una entrevista contás una anécdota de cómo conociste a Charly García en un recital de él.

AC: ¿Dónde viste eso? (risas)

AZ:  En YouTube (risas), ¿podrías contarme un poco más?

AC: Qué increíble las cosas que una dice y que quedan ahí en la red. Exijo derecho al olvido (risas). Eso fue en el año 83 o 84, no me acuerdo, pero estábamos en dictadura. Admiraba muchísimo a Charly García y de pronto él vino a dar un recital a Chile. Fuimos con un grupo de amigas adolescentes y no sé cómo logramos pasar al camarín al final. Él fue muy amable con nosotras, hablamos un rato de cualquier cosa, nos sacamos fotos, esas tonteras. Creo que se sorprendió mucho de estas pendejas de 12, 13 años que se sabían todas sus canciones. Fue un gesto de fan que nunca más he vuelto a tener.

AZ: ¿Cuánto tenés de chilena, argentina e italiana? ¿Aparecen algunos rasgos?

AC: Mi sentido de pertenencia está en Chile. Soy chilena. Pero hay muchas cosas que me resuenan constantemente de Argentina y con las que me siento cómoda, porque lo veo en mis padres, en mis primos, en mi infancia siempre con el otro lado de la cordillera muy presente por la parentela que ya no está. Quizás parte de mí se siente argentina, pero soy chilena. Italiana no, la verdad. Ahí hay algo que tiene más que ver con la genealogía, con esa reconstrucción imaginaria y con los recuerdos de los recuerdos de mi padre, de su abuelo y así para atrás.

AZ: En una de tus crónicas de Cruce de peatones (Ediciones UDP, 2012)  contás cómo eran tus viajes cuando eras chica en auto con tu papá. Salían desde Campana, provincia de Buenos Aires, e iban hasta Santiago. ¿Cómo era atravesar la Cordillera?

AC: Son viajes que están vinculados con la literatura de una forma indirecta. Duraban un día entero, dos días en realidad. Hacíamos ocho horas un día, doce al día siguiente en citroneta con un paisaje que era la pampa quieta, quieta, quieta. Esos viajes activaban la imaginación. En general íbamos mi padre, mi hermana y yo. Con mi hermana solíamos contar perros en la ruta. En algunos casos no había perros y era la invención nuevamente. Teníamos que inventar que había un perro para que la lista no quedara paralizada por cinco horas. Había mucho de lectura dentro del auto, de fantasía, porque las horas de encierro con el mismo paisaje de fondo se volvían tediosas. Creo que esos viajes en citroneta se parecen a un inicio literario.

AZ: Es una especie de viaje iniciático para ser escritora.

AC: O lectora. Porque es la posibilidad de pensar otro mundo posible, si se quiere. De completar un espacio real que se agota. Y en ese ejercicio está la imaginación también.

AZ: Está por cumplirse un año de las protestas que comenzaron por el aumento de las tarifas del transporte público en Chile. Fue la gota que rebalsó el vaso de un sistema muy desigual. ¿Cómo están ahora las cosas? ¿Creés que se va a realizar el plebiscito para que Chile tenga una nueva Constitución y se pueda dejar atrás la creada en la dictadura pinochetista?

AC: Quisiera decirte que sí, que el 25 de octubre va a ser un hito y vamos a cambiar al fin la Constitución pinochetista. Ya vimos los cacerolazos masivos estos días, que obligaron a dictar una ley que permite retirar el 10% de los ahorros del sistema previsional privado como última alternativa frente a las migajas que ha ofrecido el gobierno a la población. Ese fue un triunfo de la ciudadanía. El coronavirus no ha hecho más que corroborar las desigualdades que se venían denunciando desde el 18 de octubre. Quiero pensar entonces que esto nos hará ser más conscientes de la enorme grieta que sostiene este modelo, lo que daría sentido a continuar la revuelta con más fuerza aún para cambiar la Constitución y su legado, y pensar en un Estado de bienestar que reemplace a uno meramente subsidiario, que no garantiza derechos sociales. Las violaciones a los derechos humanos, las personas mutiladas y las muertes a manos de la policía ocurridas desde octubre aún están sin investigar. Si entonces no iba ser posible volver a esa normalidad fallida que nos había impulsado a salir a la calle, ahora con mayor razón será puesta en juicio. Vamos a salir con mascarillas y distancia física, pero ahí estaremos.

 AZ: El presidente Sebastián Piñera hizo muchos cambios en el Gabinete, muchas figuras simpatizantes de las políticas de Pinochet. ¿Cómo te imaginás el futuro político de tu país?

AC: Por momentos veo el futuro con la esperanza del sacudón e imagino que las marchas que vendrán serán enérgicas, rabiosas y urgentes, porque se ha generado también un sentido de comunidad en las ollas comunes, en los balcones, en las ventanas, en la confección de mascarillas artesanales para quienes las necesitan, en las y los voluntarios que dan apoyo a migrantes y en los distintos espacios donde ha sido posible establecer redes. Pero también creo que habrá tristeza, porque serán días de duelo y de hambre. Admito, sin embargo, que otras veces el pesimismo es más grande, porque está todo muy enrarecido: el Presidente ha instalado un gabinete de extrema derecha que, en su mayoría, rechaza la posibilidad de una nueva Constitución, porque ese es el mayor campo en disputa ahora. Por otra parte, vemos que el gran empresariado es el único que se beneficia con las medidas del gobierno, estamos con toque de queda indefinido, con las calles custodiadas por los mismos uniformados que en octubre nos disparaban a los ojos, con una violencia extrema hacia las comunidades mapuches, con niveles de violencia de género disparadas. Entonces no hay nada garantizado y mi esperanza es tímida, pero la trato de alimentar todos los días.

AZ: Por último, el Gobierno se manejó muy mal con el coronavirus, sus políticas no fueron acertadas, el sistema sanitario está por colapsar. ¿Cómo se vive eso? ¿Estás pudiendo escribir? ¿En qué estás trabajando?

AC: No estoy pudiendo escribir, la verdad. Sólo balbuceos y apuntes sueltos. Es una imposibilidad de hacer pie, de centrar las ideas. No puedo evitar pensar en el doble efecto que nos toca en Chile con la revuelta y la pandemia. Yo no sé si en marzo estábamos saliendo o recién entrando o en la mitad del proceso, pero nuestra cotidianeidad y nuestra rutina se veían afectadas por ese estado de ebullición que vivíamos. Hasta el día que se decretó la cuarentena, no hubo un solo viernes sin manifestaciones en la rebautizada Plaza de la Dignidad. Y marzo y abril iban a ser meses decisivos para el proceso constituyente iniciado. Ya entonces la escritura había quedado en suspenso y nos preguntábamos -o yo me pregunta al menos- si sería posible volver a escribir como lo hacíamos antes. Parecía que era la hora del registro, más que de la autoría. Daba pudor abstraerse de lo que estaba pasando para meterse en el universo de la ficción. Con la llegada de la pandemia vuelve la pregunta por la escritura pero se disloca, porque si la interrogación entonces era cómo acudir a un registro propio cuando la calle era la que estaba hablando, el dilema ahora, cuando la voz de la misma calle sigue presente pero confinada por efecto del virus, es cómo narrar desde el confinamiento, con la angustia y la incertidumbre a flor de piel, con la cabeza en cualquier parte y en ninguna, con la cotidianidad alterada de golpe. En ambos casos se instala la sensación de que el universo desde el que podríamos mirar cualquier cosa que escribamos se ha dado vuelta. Si para la revuelta venía tan bien el verso de Vallejo sobre querer escribir y que, en cambio, saliera espuma, ahora ese deseo de escribir se transforma en puros signos de interrogación.//∆z