Editada tras su muerte, el Nobel portugués plantea en esta novela la situación de una bomba destinada a nunca explotar desde su fabricación, a la vez que abre la analogía sobre la pertinencia de los papeles del escritor que abandona el mundo.
Por Joel Vargas
Según cuenta la historia Franz Kafka dejó estipulado en su testamento que su gran amigo Max Brod queme toda su producción literaria: diarios, manuscritos, cartas, absolutamente todo. El bueno de Max no lo hizo, para beneplácito de los mortales y de la literatura universal. El Proceso, El Castillo y El Desaparecido (muchos años llamada América erróneamente), entre otras obras vieron la luz. ¿Qué hay que hacer con los escritos póstumos de Bolaño? ¿Dejarlos en un archivo desolado? Algunos ya se editaron: 2666 y El Tercer Reich, y otros están listos, agazapados esperando por lectores. ¿Qué hacer con esos textos?
Michel Focault se preguntó al indagar qué era un autor: “¿Todo lo que escribió o dijo, todo lo que dejó tras él forma parte de su obra?” Entonces, ¿hay que editar las cartas, los papelitos encontrados en un cajón, la lista de compras? ¿Corresponden a un proyecto integral? Primero hay que definir qué es un autor, luego ver a qué nos referimos con obra y luego ahí podemos empezar a ver en qué vereda nos paramos. Alabardas, alabardas, espingardas, espingardas es la novela póstuma que nunca llegó a terminar José Saramago, y trae otra vez esta discusión. ¿Estuvo bien que la hayan publicado? ¿Era necesario?
Es importante ver cómo era el trabajo preliminar de Saramago, a partir de una idea microscópica que leyó en algún lugar: una bomba que nunca explotó en la guerra civil española, y en su interior encontraron un papelito:“esta bomba no reventará” y por qué nunca hubo una huelga en una fábrica de armas. Con eso, Saramago urdió una trama que hace foco en la moral humana. La guerra como un cáncer terminal, como un ser totalizador que mide el pulso de la humanidad. Tan solo son tres capítulos, Artur Paz Semedo, un mísero contador de Producciones Belona S.A., una fábrica de armas, al ver L’Espoir. Sierra de Teruel de André Malraux y sobretodo una línea de dialogo de una escena: “A los trabajadores fusilados en Milán por haber saboteado obuses, hurra”, despierta en él un afán por conocer si alguna vez hubo un sabotaje, un renunciamiento a las tareas por parte de obreros encargados de construir armamentos. Rumores de revolución. Pero lo que termina de desencadenarlo es un llamado que le hace a su ex mujer, Felicia, una declarada anti belicista, que da comienzo a, como canta Jo Goyeneche de Valentín y los Volcanes en “La Maravillosa muerte de alguien más”: “otra guerra invisible acá/Qué intenso verte bien/actuando estar bien.”
Entonces ¿era necesario editar Alabardas? Sí, lo era. La bella edición de Alfaguara ilustrada por Günter Grass viene acompañada de unas anotaciones del portugués que justifican el emprendimiento: “Es posible, quién sabe, que quizá pueda escribir otro libro” y “Saldrá al público el próximo año si la vida no me falta”, Saramago, inmortal, y sus deseos contra la muerte.//∆z