Hace 20 años aparecía Ay, ay, ay, segundo LP de Los Piojos: un muestrario de los procedimientos que la banda explotaría en su camino a convertirse en faro del rock de estadios y, pese a discusiones y resistencias varias, define el sonido de una época.

Por Sergio Massarotto

¿Cómo es que se conforma una banda masiva? ¿Nace ya de esa manera, de la nada, con la espontaneidad de aquel que utiliza un portal warp para corporizarse sin arrugas en otro plano? Hay que hacerse esas preguntas cuando uno mira un video en YouTube de Los Piojos en el final de los noventa o de bien entrada la primera década del siglo XXI. Cuesta imaginar un pasado under de semejante combo magnético para con el público. Pero tal momento embrionario ocurrió. La banda de Palomar nació como un conjunto más de adolescentes que “se juntaban a tocar”. Un poco de blues, rock and roll orientado a los Rolling Stones y algún, mínimo y tímido, tema propio; escasez de equipos, poniendo las propias casas para ensayar y jugándose la paciencia de familiares y vecinos en el gesto. Apenas algo de técnica musical. Todo aquello que es motivo de queja en un músico under histérico y negador de la realidad, fue el comienzo de Los Piojos. Incluso el tener que tocar solo ante la buena voluntad de familiares y amigos; la mamá de alguno bien vestida, con collares y labios pintados, el papá con la mejor camisa. Lo cierto es que el valor de la insistencia, sumado a la entrega a una práctica, los fue modelando para ser lo que luego serían. Potencia y acto, si, está bien, pero no sin un enorme trabajo humano en el medio. Curioso, formaron con Pablo Guerra –Los Caballeros de La Quema- y otros, parte de un grupo de gente que consolidó el mito rocker del Oeste del Gran Buenos Aires iniciado antes por la troupe de Sumo, extendido en su momento hasta Árbol, y el cual ahora linda con la exageración de un lugar común, en la mixtura de cumbia, reggaetón y actitud cool rocker a manos de El Chavez  (ejemplo, su disco “Casanova Style”, habla desde el nombre).

Hace veinte años grabaron Ay, ay, ay. Un trabajo  donde se expanden y se abren las raíces blues-rock más clásicas de los de Palomar. Es el comienzo del periplo que llevará al sonido característico, heterodoxo, de la banda. La voz de Ciro ya dibuja los sólidos ecos y frases estiradas sobre delays  regulados con buen tino; Daniel Buira aprieta en la batería, abre el hi-hat y arma bases insistentes junto Micky, siempre inteligente, dándole prioridad a la tarea fundamental del bajo. Eso, junto a las armonías de guitarra, ejecutadas con acordes distorsionados soltados “al aire”, conforman el germen ideal para la música que reverbera sutil y delicada en los grandes estadios: a través de las pesadas construcciones de cemento, las distancias y alturas prolongadas entre las cosas de hierro en contraste con el mar de cuerpos estrujados y adictos al campo, las patas de los caballos de la policía montada y la presencia ineludible del barro. Hay que anotar eso: los tics positivos que la banda maneja en este disco del noventa y cuatro y que van a explotar hasta el 2009, al menos por ahora. Esos momentos en que el bajo y la batería quedan solos, haciendo base, Ciro frasea corto y suave y las guitarras se van sumando con acordes en capas de leve overdrive, para unirse todos al final, ya con el cantante estirando su trabajo vocal en loops cíclicos. Ahí aparece, en Ay, ay, ay, tal conjunto de procedimientos; la fórmula piojosa para el contagio del público y el trabajo en tándem manifestado en palmas rítmicas y entonaciones populares de frases a coro con la voz principal. “Movete así, movete así, -sacudite nenaa-ya nunca nahhh, no pasará mi pena. Movete así, movete así…”; “y ahora estoy pelandoló, y ahora estoooy pelaaandoolooo…!!”; “uoohohóo!!”; “Lloraaaaa –boroborobo boró boré- lloraaa –boro borobo boro boré…”; “Vetembó, vetembó!!…” (la letra dice “vete bobo”).

Gran parte del éxito, como de aquello por lo cual se los debería olvidar o condenar a perpetua, se debe a la aplicación de estos yeites. En unos años miles de bandas saldrían a imitarlos, a repetir todos los gestos, a volcarse a la rítmica pseudo-latina y al candombe que las muñecas de Daniel Buira (fundador luego de La Chilinga) terminaron de consolidar por un largo tiempo. En el horizonte se mostraba un atisbo de lo que vendría: Uruguay, por la línea Buira-Jaime Roos, empezaría a ser visto con ojos de admiración exagerados; lo uruguayo se convertiría en un  síndrome argento cipayoide. En fin, freno porque me encuentro frente a uno de los puntos que más detesto del rock –mainstream- actual. Pero llego acá porque me interesa otra cosa, subrayar algo difícil de imitar, sino imposible. Los Piojos fueron una banda laburante, claro. Pero además talentosos. Bielsa, con ética de hierro, afirma que correr podemos hacerlo todos y eso es una obligación, pero el talento… ahí rigen otras lógicas: la virtud, lo innato, el misterio. Tienen grandes canciones, eso es innegable. Pero además contaban con un guitarrista de un gusto excepcional, como el Tavo Kupinski, que a través de sus solos, riffs armados sobre escalas exóticas y  aportes de tono psico-blues, lograba distanciar a la banda, darle la tensión que solo alcanzan los grandes para no ser una bandita más del género que explotaban entonces los Mano Negra. Recorrer Ay, Ay, Ay basta para encontrar esta marca talentosa: “Arco”, “Te Diría”, “Angelito”, etc.

Lo grabaron en Del Cielito con la producción de Alfredo Toth y Adrián Bilbao, quienes los hicieron ensayar a tiempo completo antes del registro. Wikipedia provee info al respecto. Confirma, entre otras cosas, que “Arco” duraba de quince a veinte minutos en los shows; una perla de interacción con el público. Me acuerdo que fui a comprarlo después de haber escuchado el siguiente, Tercer Arco, el disco quiebre de la banda. Tenía no más de trece o catorce años. Se confunden los momentos; la empiria de Ay, Ay, Ay corresponde, tardíamente respecto de su salida, como dije, a ese tiempo de primera adolescencia. Pero escucharlo hoy es el aparecer ante mí de un verano largo, difuso y algunos años posterior. Andar con amigos en Mar de Ajó y San Bernardo, salir de noche vestidos con pantaloncitos de fútbol, vomitar en la playa, recitales repletos de mujeres –¿cuánto le deben Los Piojos también a las mujeres?-, esperar que pase algo, siempre. Yo sin embargo ya andaba en otras cosas, estableciendo una relación dialéctica con el rock, e inclinando la balanza más hacia el lado de la Restauración;  la escucha atenta de Invisible, Vox Dei e incluso Close To The Edge de Yes. Divididos era la referencia aceptable en el presente. (Toda una lectura que también hay que desechar en su extremo). Pero una época no es lo que un singular desea a voluntad; la realidad no es tan plástica como uno quisiera. Muy en bruto, la música de una época es lo que suena en parlantes, radios, cuerpos y cabezas del momento. Y ese lugar pertenecía, sin discusión, a Los Piojos. Mis pantalones de fútbol y las Topper decían más acerca de mi mundo que  Jeremías Pies de Plomo sonando una y otra vez en el stereo del auto. Todos éramos pseudo rolingas o piojosos, aún sin serlo.

La última vez que los vi fue en La Plata, Estadio Único recién inaugurado. Tocaron “La Gallina Turuleca”. Me calenté, pensé que nos estaban agarrando para la joda a todos. Después Ciro hizo un chiste de Cha- Cha- Cha sobre Edgar Agar que no estuvo mal, pero ya era tarde, habíamos roto todo lazo posible entre ellos y yo. A partir de ese momento los olvidé, con decisión y consecuencia. Escuché el último recital por la radio, en auto, como se mira un partido de Independiente en la B ante la ausencia de algo más interesante. No se me movió un pelo. Puede ser un proceso de lenta refinación del gusto, puede no ser más que el trabajo de la biología. Aunque sí es cierto, en tren de sinceridad, que si pongo “Ando ganas”, todavía me enamoro de una mujer. No sé quien es, no logro distinguirla, una idealización; pero está ahí y se abre solo para mí durante buena parte de los cinco minutos y medio que dura la canción. Después me aburro sin más.

Hace poco crucé a Ciro en un shopping. Apoyado en el mostrador de la heladería, ceñía los ojos para poder visualizar y elegir los gustos como un anciano sin anteojos. Exagero con malicia, -debe andar en la cuarentena como mucho- pero me gusta pensarlo viejo al establecer una comparación con la vitalidad de Ay, Ay, Ay. Los Zeppelin, siempre oscuros, decían que había una edad del rock. A esa idea hay que discutirla, tensionarla y pelearla. El rock es en parte ese juego de desplazamiento con tal concepto. Me gustaría, sin embargo, tomar la idea, y torear a Ciro gritándole con el disco rojo en la mano, “estás viejo, te duelen las rodillas, escuchá lo que hacías acá”, sólo para que se sacuda un poco por dentro y tenga ganas de realizar el esfuerzo de reunir a la banda otra vez. No está Kupinski, es cierto, pero así y todo no nos vendría mal. Le hace falta al rock argento un mainstream acorde al alto nivel del under, una banda de Estado –siguiendo a Luciano Chiconi que encuentra el constructo en el folclore- que llene canchas de River –no gratis ni subsidiados- y produzca discos millonarios periódicamente. Sería saludable, una buena cosa. Y si no son esas razones de peso –al fin y al cabo ya adoptamos a Pearl Jam como una Gran Banda Nacional -, que vuelvan para que practiquemos en cierta medida la injusticia y la injuria, una escena utópica e ideal para el crítico: putearlos, hacerlos cargo de haber dejado un reguero de bandas detestables. Pero que estén ahí, tocando; y que al imaginario insulto Ciro conteste, con el monumental lleno de mujeres trepadas a hombros desconocidos y algunos adolescentes varones que llevan su nombre, “Viste pendejo, todavía puedo… Todavía puedo”.

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