Cuco no se esconde en los armarios ajenos y en su nuevo disco nos deja pasmados con sus paisajes de terror.
Por Gabriel Feldman
Ninguna de las etiquetas que pueblan su bandcamp nos ayudará a saber qué es realmente Cuco. ¿“Indie”? ¿“experimental indie”? ¿“noise rock”? ¿“punk”? ¿“rock”? ¿“stoner”? ¿“experimental”? ¿“noise”? ¿“post-rock”? ¿“stoner”? (nuevamente), ¿“La Plata”?. Pero si las metemos todas en una licuadora, turbo de por medio, las mezcla Billy Anderson, las dejamos reposar, y las servimos frías en las copas que heredamos de nuestra abuela muerta, seguro vamos a pasar un buen rato. Hay que animarse a tomarlo.
Pero antes de que podamos digerir su mundo de pesadillas, gritos y arcadas, se nos presenta el objeto, una lata circular rosa, con las hermosas ilustraciones y diseño de Daniela Ocampo, quien también es la baterista del trío oriundo de la ciudad de las diagonales que completan Leito Vozdelmudo (guitarra, percusión y theremin) y Guido Chiatti (bajo). A saber, siempre hay algo que contiene al terror. El dibujo nos sitúa en una habitación con los juguetes desparramados; las horas de juego diurno y entretenimiento permitido, pero también el monstruo que se esconde en cada uno de nosotros. Nene o nena, no lo sabemos, no importa. A la larga, sencillamente “todos somos bolsitas de sangre”.
Entre el juego y el terror, se destacan el humor (teatralidad) y la crudeza que recubren a sus interpretaciones. Cuco suena a Cuco, haciendo convivir influencias variopintas en una única causa. Lo que empieza de una manera terminará quién sabe cómo. Aunque sea de día y haya un sol radiante, la luz no va a entrar. No son esas canciones facilongas para que cantemos, pero quizás termines cantando alguna (las que se puedan). Un disco para escuchar con atención y que los sonidos pasen por arriba nuestro y se vayan dibujando en el techo. De a poco se formarán figuras delante de nuestras pupilas. David Lynch baila una cumbia en “La Juanita y la nena”, previo al transe hipnótico que nos convence de querer ser como Grace Zabriskie repitiéndolo una y otra vez (“Grace Zabriskie”).
Cuco se anima a acariciar lo áspero por nosotros. Y siguen. El violín de Federico Terranova (Orquesta típica Fernández Fierro, Fútbol) hará el resto en “El entregado” mientras por detrás del machaque del bombo y el tambor parece morir alguien acuchillado. En “Prueba y error” les sale su costado más punkie, y sumado a la forma de cantar de Leito, rememoramos la primera época de los Manic Street Preachers. Ésta sí, seguro la cantaremos.
Y entre las piezas más convencionales encontraremos algunos intermedios, transiciones cortas como la ya nombrada “Grace Zabriskie”, el minuto de “Bolsitas de sangre”, o la jazz and bossa decorada con arcadas (“Vómito”). Pequeños actos que acentúan el pulso terrorífico al borde de la locura. Una pesadilla de la que no queremos despertar. El final nos depara otra sorpresa luego de la instrumental y más pesada “Final del viento”, con un niño tarareando “Do re mí” de La Novicia Rebelde entre la fragilidad de una cajita musical y los sonidos lisérgicos de los juegos infantiles. ¿Cómo nos dejaron jugar con esas cosas? ¿No se dieron cuenta de la enfermedad mental que es Dumbo? ¿Hay lugar para la inocencia? Casi dos minutos de dulzura que no nos deben engañar. Mientras más luz, más difícil esconder la sombra que proyectamos.