En 1973 pasaron muchas cosas en simultáneo que modificaron el curso de la música. Como olas de un mar en constante ebullición, distintos artistas ofrecieron algunos de los mejores discos de la historia que marcaron consolidaciones, nuevos comienzos y también finales. Aquí un repaso de los diez que más nos impactaron.
Pink Floyd se desprendió definitivamente del fantasma de Syd Barrett y editó su gran obra maestra. Mientras tanto, Génesis hacía lo propio con su mejor disco y daba señales del apogeo del rock progresivo. El glam vivía su momento de gloria y, en paralelo, los Stooges regalaba el último disco de la primera etapa que abriría las puertas del punk para explotar años más tarde. Bandas disímiles como Can o los Who alcanzaban su punto máximo de inspiración. En simultaneo, más al sur, en la Argentina, el Flaco Spinetta redondeaba una temporada de absoluto estado de gracia. A continuación, una selección de diez discos esenciales de 1973 que no dejan de ser tan sólo una selección caprichosa de todo lo bueno que se publicó ese año.
The Dark Side of the Moon (1973) – Pink Floyd
En su libro Vendiendo Inglaterra por una libra: una historia social del rock progresivo británico (Gourmet Musical, 2014), el crítico Norberto Cambiasso rastrea la génesis del concepto detrás de The Dark Side of the Moon (1973): un día de noviembre de 1971, alrededor de la mesa de la cocina en la casa del baterista Nick Mason, Roger Waters invitó a sus compañeros de banda a escribir una lista sobre “las dificultades y presiones que asaltaban sus vidas cotidianas y les provocaban ansiedad”, según cuenta Cambiasso.
El autor también reconstruye el sinuoso camino de Pink Floyd tras la salida en 1968 de Syd Barrett, su cerebro creativo hasta ese momento: una banda por momentos sin rumbo, que se debatía entre aciertos y errores de la mano de discos irregulares que fluctuaban del formato canción a las excursiones instrumentales o del soundtrack para películas a los efectos de sonido y la música concreta.
Recién en Meddle (1971) los cosas empezarían a ordenarse: “Echoes –explica Cambiasso sobre la canción de 23 minutos que ocupaba toda la cara B del disco- desarrollaría un nuevo perfil, el lugar donde los Floyd se reencontrarían a sí mismos”. Ahí apareció la estructura extensa, progresiva y controlada, que incluía distintos segmentos musicales unidos por transiciones y que descansaba en la destreza del guitarrista David Gilmour y en las texturas de los teclados de Rick Wright.
Los descubrimientos a partir de esa canción emblemática allanaron el camino para lo que venía: “Este arquitecto frustrado no podía resistir el desafío de llevar la estructura de ‘Atom Heart Mother’ y ‘Echoes’ un poco más allá y organizar todo un álbum como una declaración singular y coherente”, explica en relación a Roger Waters el periodista Nicholas Schaffner en su libro La odisea de Pink Floyd (Manon Troppo, 2005).
Así, The Dark Side of the Moon se ideó como un disco conceptual pensado para escuchar de un tirón, y esa idea madre -basada en distintos problemas cotidianos de la vida adulta- se repartió a lo largo de las canciones: en “On the Run”, basada en el vanguardismo futurista de los sintetizadores, los pasos apurados y la sensación de urgencia remiten a la noción de viaje y a la idea de siempre estar llegando tarde en un mundo cronometrado; “Time”, un rock de violas cortantes (y que incluye uno de los breaks de guitarra más icónicos de Gilmour), trata sobre el peso del paso del tiempo y la angustia de postergar sueños como consecuencia de las obligaciones diarias y la rutina (algo también retratado en “Breathe”); y “Money” es una canción de dinámicas cambiantes y conducida por el riff blusero del bajo de Waters, que se centra en el dinero y en cómo puede acumularse en unas pocas manos y al mismo tiempo escasear para la gran mayoría. Suerte de crítica al consumismo capitalista y la codicia, resulta paradójico que el éxito de ese single (y del álbum en general) convirtió en millonarios a sus propios autores.
Otras canciones se concentraban en focos de conflicto igual de problemáticos: el miedo a la muerte es el tema de “The Great Gig in the Sky”, apuntalada por la sensibilidad melancólica del piano de Wright y el soberbio despliegue vocal de la cantante Clare Torry, y la violencia e intolerancia entre pares nutre la lírica de la hermosa balada “Us And Them”. El desenlace de no atender todos esos traumas a tiempo puede ser la locura, analizada con empatía por Waters en “Brian Damage” a la hora de traer a la memoria al amigo caído en desgracia (“Si la banda en la que estás comienza a tocar otras melodías, nos veremos en el lado oscuro de la luna”, canta con Syd en la memoria). ¿Por qué el disco perdura aún hoy como una obra maestra, necesaria y vital? Más allá de su audio imbatible o la calidad de sus composiciones, Gilmour ofrece alguna pista en el documental dedicado a The Dark Side of the Moon en la colección Classic Albums: “Las ideas que Roger estaba explorando se aplican a cada nueva generación. Todavía tienen la misma relevancia que tenían en ese momento”.
Selling England by the Pound (1973) – Genesis
“El rock progresivo, si se lo estuvieras intentando explicar a un alien que recién aterrizó en la tierra, incluye canciones que duran más de 20 minutos, alegorías míticas y criaturas extrañas”, explica la crítica musical Kate Mossman en el documental Genesis: Together and Apart (2014). Y enseguida amplía: “La música de Genesis tiene algo muy inglés, que para mí es una Inglaterra más allá de la psicodelia”. Ese sentido de lo englishness reluce fundamentalmente en Selling England by the Pound (1973), un disco en el que el cantante Peter Gabriel escribió en parte letras sobre la decadencia de la nación isleña a mediados de los ’70.
“Estaba tratando de conseguir una referencia folk y, si se quiere, proteger y preservar algunos aspectos de lo inglés (…) La letra fue en el sentido de la comercialización de la cultura inglesa”, según el propio Gabriel en las reissues interview de 2007 (disponibles en YouTube) y, en referencia a la apertura del álbum “Dancing with the Moonlit Knight”: “¿Puedes decirme dónde yace mi país”, pregunta con tono abatido Gabriel al comienzo del track, sobre una base de rasgueos acústicos, el crepitar de un cello y coros de mellotron; la canción luego acelera y bordea el rock pesado, mientras el guitarrista Steve Hackett dispara florituras barrocas a discreción y Gabriel canta sobre un mundo mercantilizado, sueños pisoteados e Inglaterra vendidas por libras.
“I Know What I Like (In Your Wardrobe)” tiene una atmósfera sutilmente psicodélica a partir de los remolinos lisérgicos de la guitarra de Hackett, colchones de órgano a cargo de Tony Banks y armonías vocales deudoras de los Beatles; la letra se centra en Jacob, un jardinero que vive en el campo feliz con su trabajo y que se niega a mudarse a la ciudad (tal vez, una metáfora que pone en duda el supuesto progreso del capitalismo). Ese ingrediente pop, clave para entender el éxito de Selling England by the Pound, aparece con más fuerza en “More Fool Me”, que tiene un estribillo ganchero y presenta a Phill Collins en voz para dar vida a una historia sobre corazones rotos: un posible antecedente del giro de Genesis tras la salida de Peter Gabriel de la banda.
Pero en donde el álbum levanta vuelo es en sus extensos despliegues progresivos: “The Battle of Epping Forest” es un tema que empieza con pulso de marcha militar y luego decanta en un rock intrincado y up tempo, que narra la historia de una pelea de pandillas en el East End de Londres; y “The Cinema Show”, que readapta la historia de amor de Romeo y Julieta, se divide en dos secciones igual de inspiradas (la primer parte con arpegios de la guitarra de doce cuerdas de Hackett y la segunda con todo el virtuosismo de Banks con sus catedrales de sonido con un sintetizador). La mejor de todas es “Firth of Fifth”, en donde el molde de prog rock permite que todos se luzcan: Peter Gabriel traza melodías líricas con su flauta, Banks ofrece su costado clásico con su piano y Hackett toca un memorable solo de guitarra que llena de drama todo el espectro sonoro y remite al estilo de Robert Fripp. Un ejemplo perfecto de química musical entre los miembros de la mejor formación de Genesis en toda su carrera.
Band on the Run (1973) – Paul McCartney and Wings
Tanto McCartney (1970) como Ram (1971) habían sido grandes discos solistas pero, en 1973, los Wings todavía no tenían una buena reputación. Paul McCartney sentía la necesidad de consolidar a su nuevo grupo como una banda respetable y a la altura de las expectativas. Para lograrlo, decidió correr riesgos y lanzarse a la aventura: le pidió a la EMI una lista de estudios posibles alrededor del mundo y eligió Nigeria como destino para la grabación del siguiente álbum. “Imaginó la ‘magnífica música y culturas africanas, el estar tumbado en la playa todo el día y luego aparecer en el estudio para grabar’”, según cita a Paul el escritor Philip Norman en el voluminoso tomo Paul McCartney: La Biografía (Malpaso, 2017).
Pero, tal como cuenta el autor en el libro, las cosas no fueron como McCartney esperaba y los problemas parecieron desencadenarse sin solución de continuidad: a la partida de dos miembros de los Wings (el guitarrista Henry McCullough y el baterista Denny Seiwell) antes del viaje, se sumó el hecho de que los estudios Wharf Road de Laos tenían consolas primitivas y ausencia de cabinas insonorizadas. Además, en la ciudad había una inseguridad desatada (Paul y su esposa Linda fueron asaltados en un paseo nocturno y perdieron los demos del disco) y la temporada de monzones desataba tormentas interminables. Para sumar más conflictos, la leyenda local Fela Kuti se apersonó en el estudio -no de un modo amigable- para constatar que Paul no estuviera intentando robarse la cultura y la música nigeriana.
Pese a todo, Macca puso determinación en el proyecto. La idea de “él mismo y Linda [hay que sumar también al guitarrista Denny Laine, el miembro restante de los Wings en ese momento] como refugiados o fugitivos”, según Norman, se materializó en el nombre del disco y en la canción homónima que lo abre: “Band on the Run” (es decir, “banda en fuga”) tiene un fascinante pulso progresivo –de la balada con melodías suaves al despliegue guitarrero y finalmente a la aceleración acústica con guiños country- y se convertiría en el futuro en clásico de estadios. Otros puntos altos son “Jet” y su impronta de glam rock propulsada por el saxo y el zumbido ruidoso de los sintetizadores, y las guitarras bluseras (casi saturadas y a punto de salirse de la mezcla) de “Let Me Roll It”.
Como contrapunto de esas canciones más rockeras, Paul también incluyó la típica delicadeza pop de “Bluebird” (con un irresistible diálogo entre las guitarras acústicas y las percusiones) o la folkie “Mamunia” (que parece recuperar el sonido de ciertos pasajes del Álbum Blanco beatle). El rock acelerado “Mrs Vandebilt” sirve para volver a confirmar a Paul como un enorme bajista (menos inspiradas resultan “No Words” y el extraño pastiche “Picasso’s Last Words (Drink to Me)”) y “Nineteen Hundred and Eighty Five” es un gran cierre a la altura de un gran disco: Paul conduce un funk con su piano, rodeado de texturas futuristas de sintetizadores y punteos endiablados de guitarra, hasta que todo decanta en un final épico con una orquesta dirigida por Tony Visconti que pone el broche de oro a uno de los grandes clásicos en la discografía de Paul.
Aladdin Sane (1973) – David Bowie
“Aladdin trata en realidad de Ziggy en los Estados Unidos”, le dijo David Bowie en una entrevista al periodista Robert Hillburn, según lo que cita Simon Reynolds en su libro Como un golpe de rayo (Caja Negra, 2017). Se podría pensar con facilidad, a partir de ese textual, que el músico estaba hablando sobre recoger alguna influencia norteamericana pero en realidad Aladdin Sane (1973) materializa el desagrado que provocó en Bowie la experiencia de girar durante 1972 por el país del norte.
De hecho, tal como explica Reynolds en ese fabuloso ensayo en el que analiza al glam, el disco en cuestión “supuso un regreso a puntos de referencia británicos, como si intentara volver a ponerse en contacto con sus raíces tras la desorientación que había significado la gira por los Estados Unidos”. Así, amplía el crítico inglés, el single “The Jean Genie” proponía “un retorno deliberado al sonido blusero, con fintas de armónica, de la música beat de mediados de los sesenta”.
En esa canción, profundiza Reynolds, Bowie usó de molde el primer disco de los Stones, una influencia que se evidencia en otros momentos de Aladdin Sane: “Watch that Man” suena como “una versión limpia y menos turbia de una canción descartada de Exile on Main Street.”, dice el autor de Como un golpe de rayo, quien también señala que “Drive-In Saturday” no sonaba a la banda de Mick Jagger y Keith Richards (se trata más bien de un pop de guitarras con rasgos de doo-wop), pero “hacía referencia a su líder en el verso ‘cuando la gente miraba a Jagger a los ojos y se derretía’” (la lista esgrimida por Reynolds se completa con la versión de “Let’s Spend the Night Together”, que Bowie eligió grabar en el disco).
Pero, en otros aspectos, Aladdin Sane es, además, una obra con algunos ingredientes de riesgo que alejan al futuro Duque Blanco de la impronta glam de ese momento: la canción que da nombre al álbum revela el gran secreto detrás de toda la producción, Mike Garson, quien toca un solo de piano misterioso y exuberante con anclaje en el jazz vanguardista; lo mismo ocurre en “Time” (una deformidad total, con su aura entre cabaretera y circense), en la que el pianista –según le dijo a David Buckley en su libro David Bowie: Una extraña fascinación (Ediciones B, 2001)- usó figuras del “viejo estilo de piano stride de los años veinte” mezcladas “con estilos de jazz de vanguardia”.
Aladdin Sane tiene también puntos altos a partir del trabajo estelar del guitarrista Mick Ronson (“Cracked Actor” suena como una versión abrasiva de T. Rex y “Panic in Detroit” es un blues rock atravesado por riffs entrecortados), pero Garson vuelve a brillar en el cierre con “Lady Grinning Soul”, una balada exquisita en la que hace sonar su piano como una cajita musical de sonidos cristalinos. Bowie, con su característica vocación al cambio como bandera estética, abandonaría luego del disco a su alter ego más famoso y encararía otra saga de discos memorables.
Berlin (1973) – Lou Reed
“Me costó muchísimo despegarme de un single exitoso [“Walk on the Wild Side”], pero si no lo hubiera hecho, habría explotado (…) Transformer fue un disco divertido. Berlin, no”, le dijo Lou Reed a la revista NME en una entrevista, según lo que cuenta Simon Reynolds en Como un golpe de rayo. Reed tenía ambivalencias con respecto a la difusión de “Walk on the Wild Side”, a la que consideraba una gran canción, pero no se sentía cómodo en el rol de estrella internacional que ese tema le había conferido. Además, no quería ser encasillado como exponente del glam: la ayuda de Bowie como productor de Transformer (1972) había rendido sus frutos, pero Reed quería ir en otra dirección.
Así, resulta interesante cómo ambos artistas se referirían a Berlin desde lugares diametralmente opuestos: para Bowie, la imagen de la pareja besándose contra el muro en “Heroes” encerraba una historia de amor épico; para Reed, la referencia a esa misma pared en su canción “Berlin” –que abre su disco homónimo- era el recuerdo amargo del inicio de una relación que se tornaría tóxica. Y Berlin (1973), para darle la razón a su autor, no es un disco divertido para nada: es una obra conceptual oscura que narra la desintegración del matrimonio de Jim y Caroline, los personajes de la historia, y encierra toda una trama pesada de abusos, infidelidades, violencia de género y suicido.
El ‘73 era el año del apogeo del rock progresivo, y la influencia de escribir álbumes con un hilo narrativo que agrupara distintas canciones bajo una misma idea madre estaba a la orden del día. Para cumplir con tal propósito, Reed convocó a Bob Ezrin, productor estrella que había trabajado con Alice Cooper y lo haría en el futuro con Pink Floyd en The Wall (1979). Una de las primeras cosas que hizo Ezrin fue alentar a Reed a que tomara una vieja canción de su primer disco en solitario (“Berlin”, que versaba sobre un romance), para luego modificar la letra y empezar a trabajar desde allí; además, convocó a una selección de músicos de sesión de primera línea, desde Steve Winwood y Jack Bruce hasta Aynsley Dunbar y Steve Hunter.
El mismo Reed estaba viendo cómo su propio matrimonio se derrumbaba por esos días, pero Berlin es distinto a, por ejemplo, Blood on the Tracks (1975): mientras que Bob Dylan puso sobre la mesa todos los sentimientos contradictorios que sentía tras su ruptura con Sara (amor, odio, nostalgia, rencor, cariño), Reed se abocó a construir una historia de ficción que pone el foco en los pliegues más sombríos de una relación tormentosa.
De ese modo, mientras la producción fastuosa de Ezrin se hace notar (“rock de orquestación exuberante”, dice sobre el álbum Simon Reynolds en Como un golpe de rayo), Reed le da voz a Jim para hablar sobre Caroline como una mujer cruel y egoísta (“Caroline Says I”, con su carga de batería grandilocuente y cuerdas efusivas), pone el foco en las adicciones feroces de ambos (“How Do You Think It Feels”, que suena como si los Who de Quadrophenia hubieran sido producidos por Phil Spector), cuenta sobre la violencia de Jim ejercida sobre Caroline (“Vos podés pegarme todo lo que quieras, pero yo ya no te amo”, dice la letra del folk sinfónico “Caroline Says II”), sobre cómo le quitan la tenencia de los hijos de ambos a Caroline (“The Kids”) o finalmente sobre el suicidio de ella (“The Bed”, en donde Jim observa, con una clara mueca de frialdad que incomoda, la cama en donde su esposa se quitó la vida al cortarse las muñecas).
Berlin es una obra visceral y difícil de asimilar; también, esconde algunas de las mejores canciones de Lou Reed (la sentida balada “Men of Good Fortune”). El disco fue muy criticado cuando se editó, pero Reed – en una entrevista citada por el periodista Anthony DeCurtis en su libro Lou Reed: una vida (Planeta, 2018)- lo defendió dando una clase sobre cómo aproximarse a su arte: “No creo que alguien sea la brújula moral de otras personas. A lo mejor escuchar mi música no es la mejor idea si se vive en un mundo muy restrictivo. O quizá sí. Escribo sobre cosas reales. Gente real. Personajes reales. Tenés que partir de la premisa de que todo lo que escribo es verdad o de lo contrario no prestarle atención en absoluto… ¿pero una guía acerca de lo que está bien y está mal? Por favor, Otelo asesina a Desdémona. ¿Es una guía de lo que debés hacer? No lo creo. Es posible que tengan que etiquetar mis álbumes con la frase: ‘Alejense de él si no tienen brújula moral’”.
Future Days (1973) – Can
Las bandas alemanas de fines de los ’60 y principios de los ’70, a las que la prensa musical inglesa agrupó bajo la etiqueta krautrock, parecían tener más diferencias que similitudes: Kraftwerk, por ejemplo, se centraba en la música electrónica para construir arquitecturas mecánicas basadas en los sintetizadores, mientras que Neu era un dúo rockero que apelaba a la fluidez del ritmo persistente de la batería. Pero, tal como se narra en el documental Krautrock: The Rebirth of Germany (2009), todos esos grupos también tenían objetivos comunes: crear una música nueva y experimental que barriera con cualquier resabio de conservadurismo (“En esa época todavía estábamos en el período de dejar atrás la historia alemana (…) Los restos conservadores de la época nazi post-bélica todavía eran vistos en todos lados”, cuenta en el film el guitarrista de Neu Michael Rother) y con el schlager (una suerte de pop insulso que dominaba las radios alemanas en ese momento). Y, lo más importante, sin nutrirse del blues o de las influencias anglosajonas.
Can, por su parte, no estaba ajeno a esa búsqueda general del krautrock, según analiza el baterista del grupo, Jaki Liebezeit, en el citado documental: “Can se formó en 1968. En ese año se produjo una especie de revolución estudiantil en Alemania y una revolución mental ocurrió al mismo tiempo. La guerra había terminado definitivamente y la vieja forma de pensamiento tenía que ser destruida. No queríamos tocar rock and roll, porque sabíamos que eso no era con lo que habíamos nacido. Teníamos que encontrar nuestro propio camino”.
Future Days (1973) parece consolidar esa búsqueda y es un disco en el que el sonido de la banda suena totalmente ensamblado. La canción homónima que abre el álbum arranca con un clima ambient creado con teclados llenos de misterio y efectos de sonido lacustres, hasta que la monotonía minimalista de la batería de Liebezeit y las percusiones se apoderan del track para hacerlo fluir con calma, entre fraseos suaves de la guitarra eléctrica de Michael Karoli y el registro fantasmal del cantante Damo Suzuki. “Spray”, en cambio, es más enérgica y desnuda influencias de jazz (la referencia podría ser Bitches Brew de Miles Davis) a partir del despliegue frenético de Liebezeit y más detalles de percusiones. “Moonshake” es una suerte de hit del disco y se trata de un rock con groove funky y aura psicodélica que se apoya en el pulso firme y constante de la batería, pero la gran perla en realidad es “Bel Air”: una epopeya progresiva y envolvente que supera los veinte minutos, en la que los distintos segmentos y estados de ánimo (de la calidez ambient al nerviosismo jazz rockero) se hilvanan con naturalidad.
Entre otras cosas, Future Days coronó la mejor formación de Can a lo largo de su carrera: el cantante Damo Suzuki (quien había grabado en otros dos clásicos como Tago Mago de 1971 y Ege Bamyasi de 1972) abandonaría la banda al poco tiempo.
Raw Power (1973) – Iggy and The Stooges
A fines de 1971 los Stooges, a pesar de contar en su haber con dos obras clásicas como el debut homónimo de 1969 y Fun House (1970), estaban prácticamente disueltos: los discos se habían vendido poco y los integrantes de la banda peleaban contra adicciones feroces (el alcohol le costaría la vida en 1975 al bajista Dave Alexander y la heroína había calado hondo en el día a día de Iggy Pop). El mismo Iggy, con un futuro incierto a cuestas, atravesaba sus días comiendo salteado y viviendo de prestado en el departamento neoyorquino de Danny Fields (su amigo y quien en el pasado había logrado que los Stooges consiguieran un contrato discográfico con Elektra Records). Pero David Bowie acudiría al rescate: tal como haría años más tarde (en realidad, cuando ayudó a Iggy en 1976 se trató más bien de un proceso de autosalvataje en el que ambos abandonaron juntos Estados Unidos y las drogas para refugiarse en Europa), Bowie sacó del letargo a Iggy, le consiguió un contrato con Columbia Records y lo ayudó a producir un nuevo disco.
La idea original de Bowie (y de la agencia MainMan, que el músico inglés había creado años antes y en ese momento pasó a representar a Iggy) era trabajar en Inglaterra en el debut solista del cantante de los Stooges y convertirlo en una estrella internacional. Pero justamente eso que Bowie tanto admiraba de Iggy salió a la superficie para truncar el proyecto: “Fue ese mismo estado salvaje el que le resultó imposible [a Bowie] domesticar o emprolijar para el consumo masivo”, según Simon Reynolds en Como un golpe de rayo.
Así, Iggy torció a voluntad las cosas e impuso convocar al resto de los Stooges (el guitarrista James Williamson ya estaba con él en Londres y, en un vuelo posterior desde Estados Unidos, se sumarian los hermanos Ron y Scott Asheton para tocar el bajo y la batería respectivamente) con la misión de grabar el tercer disco del grupo norteamericano. Finalmente, Bowie se hizo a un costado y confió en Iggy, quien juntos a sus viejos compañeros comenzó la grabación de lo que sería Raw Power (1973) -sin supervisión alguna de ningún ejecutivo del sello- en los estudios londinenses CBS a fines de 1972.
Esa primera versión del disco (con mezcla a cargo del propio Iggy) generó el rechazo absoluto de Tony Defries, director de MainMan, a partir de su “producción sucia y el carácter abiertamente anticomercial de las pistas”, en palabras de Simon Reynolds en su libro. En definitiva, al cantante se le impuso un ultimátum: o el álbum era mezclado de nuevo por Bowie o, sencillamente, no se editaba. Iggy se vio obligado a aceptar y Raw Power se editó a principios de 1973 con su nueva mezcla hecha por Bowie y un estilo en el que –según Reynolds- “las canciones y la ferocidad de la interpretación logran imponerse de todos modos”. El sonido decididamente crudo (una referencia posible al título del álbum) y la urgencia desatada de las canciones convertirían a Raw Power en piedra basal del punk, algo palpable en la bestial descarga de guitarras agresivas que dan sostén al ladrido de Iggy (“Soy un guepardo callejero con el corazón lleno de napalm”, dice la letra) en “Search and Destroy”, en el rock and roll furioso “Your Pretty Face Is Going To Hell” (que suena como un puente entre los Stones y los Sex Pistols) o en la base repetitiva de power chords de “Death Trip”.
En todas partes, Iggy canta con los dientes apretados y en un registro más agudo del habitual, mientras la guitarra de James Williamson llena todo el espectro sonoro con solos endiablados. Pero también había lugar para las sutilezas: “Penetration” es un mid tempo lleno de groove y oscuridad en el que una guitarra ampulosa convive con toques de una celesta, y “Gimme Danger” (la gran gema del disco) parte de un entramado acústico sobre el que Williamson va filtrando de a poco una textura de punteos enredados (un trabajo por capas en el que, según dijo Iggy, el trabajo de ingeniería de Bowie fue clave). Otros puntos altos son el blues sórdido “I Need Somebody” y fundamentalmente la canción que da nombre a la obra, que suena como una relectura (aún más) salvaje de Velvet Underground. En esa canción clásica Iggy esboza una declaración de principios que resume en gran parte su impronta de indomable: “Todo el mundo siempre está tratando de decime qué hacer / No trates, no trates de decirme qué hacer”.
Quadrophenia (1973) – The Who
Con Tommy (1969) Pete Townshend había encontrado una nueva manera de vehiculizar sus ideas cada vez más ambiciosas a través del formato de ópera rock, un tipo de obra conceptual que se proponía desatar “una gran ofensiva sobre la industria del pop” –según cuenta el mismo Townshend en su libro de memorias Who I Am (2012, Malpaso)- al romper con el formato de singles de tres minutos y ofrecer una línea narrativa. El disco en cuestión contaba la historia de Tommy, un chico ciego, sordo y mudo como consecuencia de varios traumas familiares, que terminaba encontrando refugio en la música (“Era un buen plan: la privación sensorial del chico funcionaría como símbolo de nuestro propio aislamiento espiritual”, explica en su libro quien por esos días se estaba metiendo de lleno en las enseñanzas del gurú indio Meher Baba).
Townshend buscó repetir la fórmula dos años más tarde con el proyecto Lifehouse, un extravagante intento de álbum conceptual que se truncó a mitad de camino por el desconcierto de sus compañeros de banda y del que finalmente se rescataron algunas canciones para dar forma a un disco de estudio a secas (Who’s Next de 1971, quizá la mejor obra en toda la carrera de los Who).
Pero en 1973 Townshend subió definitivamente la apuesta: “Quería hacer un álbum que marcara el décimo aniversario de los Who. Algo que sustituyera a Tommy en el escenario. También buscaba el modo de halagar a cuatro egos excéntricos, generar un buen ambiente y reunirnos a todos. Creía que tenía una última oportunidad para hacer algo que nos mantuviera unidos”, argumenta sobre Quadrophenia (1973) el guitarrista y cantante del grupo en Who I Am. Para dar ese salto cualitativo, Townshend pensó en una nueva trama que se iba a centrar esta vez en el personaje Jimmy: un joven mod (un guiño al pasado de la banda) fanático de los Who y criado en un contexto familiar desfavorable, que consumía anfetaminas, sufría por una ruptura amorosa, no encontraba sentido a su existencia (“Mi malestar, y el de Jimmy, era espiritual”, de acuerdo al autor de Who I Am) y tenía un trastorno de personalidad (podía ser bueno, malo, romántico o demente, según el contexto).
Ese último rasgo de Jimmy remitía, en última instancia, a los propios miembros de los Who y sus fuertes personalidades (en esa época Townshend, el cantante Roger Daltrey, el bajista John Entwistle y el baterista Keith Moon estaban cansados de tanto trajín y algo distanciados entre sí). Pero el concepto y su enfoque cuádruple respondía, además, al sonido con el que el disco finalmente sería mezclado y editado en octubre de 1973. Así resume la idea general el propio Townshend en su libro: “Quería que Quadrophenia fuera lanzado con sonido cuadrafónico, con cuatro canales que representaran las cuatro facetas de mi héroe Jimmy, cada una de las cuales encarnaría a uno de los integrantes de los Who”.
Más allá de todo esto, lo curioso con Quadrophenia es que no es necesario seguir la complejidad de esa trama para disfrutar igualmente de varios de los mejores momentos musicales que los Who grabaron en estudio a lo largo de toda su carrera: un buen ejemplo es la enorme “The Real Me” (segundo track del disco luego de la intro-collage “I Am The Sea”), que exhibe rápidamente a una de las mejores bases rítmicas del rock inglés (Keith Moon desatado con sus redobles virtuosos y John Entwistle trazando fraseos con su bajo), mientras en perfecta sintonía suenan los típicos hachazos rítmicos de la guitarra eléctrica de Townshend y el alarido de Daltrey.
Y hay otros puntos altos, desde el pulso progresivo de “Quadrophenia” y “I’ve Had Enough” al hard rock propulsado por vientos de “15:5” y “Drowned”. A lo largo de todo el disco brillan la batería de Keith Moon con sus ataques exuberantes, la amplitud melódica del bajo de Entwistle, el rugido callejero de Daltrey y la amalgama de rasgueos acústicos marciales o latigazos eléctricos de Townshend con sus guitarras. El líder de los Who también trabajó laboriosamente en pasajes musicales que buscaban generar “un viaje sonoro asombroso” (el bramido del viento, el oleaje del mar, la lluvia copiosa o el canto de aves marinas) y nutrió a las canciones con arreglos de sintetizadores. Quadrophenia no logró inicialmente el impacto que Townshend buscaba (las críticas fueron discretas y la gira de presentación acarreó un sinfín de problemas técnicos, entre pantallas que no funcionaban o fallas en el sonido cuadrafónico), pero hoy es considerado un verdadero clásico. En Who I Am, Townshend no duda acerca de lo que ese disco significó en su carrera: “Aquel período constituyó el trabajo de estudio más exigente y creativo que llegué a realizar jamás”.
Pescado 2 (1973) – Pescado Rabioso
“Viendo en perspectiva lo que fue Pescado Rabioso, creo que se dio un procedimiento al revés que el de Almendra. Si el primer disco de Almendra fue dulce y el segundo fue agresivo, en Pescado sucedió que a la altura del segundo disco yo traté de ‘almendrizar’ el sonido. Luego, en Invisible, creo que llegué a la toma de consciencia de un punto de equilibrio entre ambos mundos”, explicó Luis Alberto Spinetta -en diálogo con Eduardo Berti en su libro Crónica e Iluminaciones– sobre el modo en cómo fue mutando el sonido de sus primeras bandas disco a disco.
A saber: luego de las sutilezas beatle y las reminiscencias porteñas con guiños al tango y al jazz de Almendra (1969), la banda abrió el juego al folk, el blues y el rock pesado (“Parvas”, por ejemplo, anticipaba el sonido de Pescado Rabioso); por su parte, el sonido distorsionado y blusero de Desatormentándonos (1972) viró en Pescado 2 (1973) hacia una búsqueda más riesgosa que incluía excursiones progresivas, arreglos sinfónicos y (de allí quizás eso de “almendrizar”) mayor presencia de guitarras acústicas y un sentido más melodioso.
Así, Pescado 2 se convirtió en una obra exuberante y llena de matices que salen a la superficie en cada nueva escucha. Es cierto que todavía había algunas marcas de estilo clásicas de Pescado (luego de una intro rabiosa de power chords y fanfarrias de órgano, “Como el viento voy a ver” decanta un slow blues moldeado a partir de “Since I’ve Been Loving You” de Led Zeppelin), pero en realidad el disco ofrece una amplitud de estilos y registros, en gran parte, gracias a la reformulación de la banda: tras la salida del bajista Osvaldo Frascino se sumó David Lebón para hacerse cargo de las cuatro cuerdas y sumar además nuevas posibilidades como guitarrista, cantante y compositor; y Carlos Cutaia, ya convertido en miembro estable del grupo, aportó sus teclados para que el sonido de Pescado creciera y evolucionara. Junto a ellos, Spinetta y el baterista Black Amaya terminaron de conformar el cuarteto que ganó confianza para ir del rock alegre a la experimentación jazzera dentro de una misma canción (“Viajero naciendo”) o para meterse en el terreno de las baladas (“Hola, dulce viento”), el folk rock (“Mi espíritu se fue” y “La cereza del Zar”, que remiten a Led Zeppellin III) o los viajes psicodélicos (“Rock de la selva madre”, en la que brillan los remolinos hipnóticos del órgano de Cutaia y un solo emotivo de Spinetta).
Las referencias a la naturaleza en la mencionada “Rock de la selva madre” se refuerzan a lo largo de toda la obra, en la que –como comenta Berti en Crónica e Iluminaciones– también hay menciones a los árboles y al amanecer. El disco arranca con el clima de ensoñación y melodías cristalinas de “Iniciado del alba”, que se complementa con las atmósferas envolventes de órganos de “Poseído del alba”, el track siguiente: “Los amaneceres siempre inquietaron a los poetas, hasta el punto de verse asumidos en la metamorfosis de la luz, tratando de ver en ello la propia luz del centro del alma esencial”, escribió Spinetta con su particular vuelo poético en una de las liner notes del disco, tal como cita Berti en su libro. También, para el artista eran tiempos de cambios a nivel personal y la realidad sobre el fin de su relación con Cristina Bustamante (la destinataria de “Muchacha (ojos de papel)”) aparecería en varios tramos del disco: en “Credulidad”, por ejemplo, sobre una base de arpegios oscuros de su guitarra acústica, Spinetta canta sobre superar con estoicismo la frustración de un desamor.
Pescado 2 tiene muchos puntos altos y allí brillan “Ámame Peteribí” y “Hola, pequeño ser” (un par de arremetidas de hard rock volado y con veta progresiva en donde se destaca la guitarra incendiaria de Spinetta, ya devenido guitarrista líder virtuoso), y fundamentalmente “Cristálida”, el majestuoso tour de force que cierra el álbum: “Me encantó haber usado una orquesta para una canción diferente a ‘Laura va’, más heavy, si querés, y confeccionada a partir de módulos. Era algo que los Beatles ya habían hecho arduamente en temas como ‘Un día en la vida’: la confección de mundos muy diferentes dentro de una misma canción. Y no hay que olvidarse, tampoco, que estábamos en los albores del rock sinfónico y yo ya había escuchado a Emerson, Lake & Palmer y todo eso”, le explicó sobre la canción Spinetta a Berti en las páginas de Crónica e Iluminaciones. En el futuro inmediato, Spinetta seguiría dando rienda suelta a su condición de artista inquieto y llegarían nuevas transformaciones: disuelto Pescado Rabiosos luego de este disco, profundizaría con formas aún más complejas en Invisible. Pero, claro, en el medio de esa transición editaría Artaud (1973).
Artaud (1973) – Luis Alberto Spinetta
“Yo le dediqué ese disco a Artaud, pero en ningún momento tomé sus obras como punto de partida. El disco fue una respuesta –insignificante tal vez- al sufrimiento que te acarrea leer sus obras (…) La idea del álbum era exponer la posibilidad de un antídoto contra lo que opinó Artaud. Quien lo haya leído no puede evadirse de una cuota de desesperación. Para él la respuesta del hombre [al dolor y el sufrimiento] es la locura; para Lennon es el amor”, explicó Luis Alberto Spinetta -a Eduardo Berti en Crónica e Iluminaciones– sobre la influencia del dramaturgo y ensayista francés en el mejor disco de su carrera.
Por su parte, el crítico Pablo Schanton recoge ese mismo textual en la extraordinaria reseña sobre el álbum que escribió para la revista Rolling Stone: “Spinetta buscaba redimir el mensaje nihilista y el contagio de dolor que acarrea la obra artaudiana”, dice allí el periodista y, además, señala que por eso sonaba un extracto de “She Loves You” durante el collage lisérgico de “A Starosta, el idiota” (otro posible link con el beatle parecía manifestarse en la frase “no estoy atado a ningún sueño ya” de “Las habladurías del mundo”, que invitaba a pensar en el Lennon despojado y solitario que cantó “the dream is over” en “God” de Plastic Ono Band de 1970).
“‘Teníamos una visión más holística de la revolución’, nos recuerda Del Guercio [uno de los músicos que grabó junto a Spinetta en Artaud]. ‘Nos preocupaba cómo la transformación personal de cada uno y la comprensión del otro podían modificar la sociedad’”, cita Schanton en su crítica, al tiempo que amplía que Spinetta “recurría a la misma idea ‘micropolítica’ de liberación” en el manifiesto Rock: música dura, la suicidada por la sociedad (un texto escrito por el músico y entregado al público durante la presentación del disco en el Teatro Astral en la primavera de 1973). Allí, Spinetta denunciaba al negocio del rock, la actitud complaciente de los músicos, la pasividad del público y finalmente a su yo enfermo, incapaz de perseguir su instinto de transformación. Para Spinetta, entonces, el cambio nacía de uno y él mismo estaba llevando a cabo varias transformaciones en su vida con vistas de sanar y modificar su existencia: por ejemplo, dejar definitivamente los excesos (“Cuídalo de drogas”, canta en “Todas las hojas son del viento”, una canción inspirada en el embarazo de su ex pareja Cristina Bustamante) o abrazar la felicidad de un nuevo amor (“Todo camino puede andar”, es lo primera que dice en “Cantata de puentes amarillos”, en referencia al comienzo de su romance con Patricia Zalazar).
La imagen de Patricia también podía rastrearse en “Bajan”, un rock sentido que se apoya en la guitarra luminosa de Spinetta y cuya letra dice “y además vos sos el sol, despacio también podés ser la luna”. “Por” directamente contó con su aporte creativo: en un experimento literario, la pareja (sentada en la cama de una de las habitaciones de la casa de la familia Spinetta en la calle Arribeños de Bajo Belgrano) fue aportando conjuntamente palabras sueltas que se ajustaran a la métrica de la melodía y así poder dar forma al texto. Artaud fue compuesto por Spinetta en ese ambiente ameno y contó con el aporte de su hermano Gustavo en batería, más la contribución de los Almendra Rodolfo García y el mencionado Emilio Del Guercio (en batería y bajo, respectivamente).
Entre el final de Pescado Rabioso y la futura complejidad de Invisible, Spinetta creó un disco perfecto que nutrió de varios clásicos a su frondoso catálogo: “Cementerio club” es un blues exquisito que incluye uno de los fraseos de guitarra más icónicos de Spinetta, y la citada “Cantata de puentes amarillos” son más de nueve minutos de pura inspiración y una letra que sería citada de forma perpetua.
Sobre el legado de ese texto icónico, el periodista Sergio Marchi resume en la excelente biografía Spinetta: ruido de magia (2019, Planeta): “Mañana es mejor son tres palabras que los fans de Spinetta enarbolaron como una de sus tantas banderas. Extraída de ‘Cantata de puentes amarillos’, la frase pareció sintetizar con exactitud el sentir de su compositor, un especialista en el desmarque. Esa es, quizás, una de las pocas etiquetas que permitió en su vida: la del artista que no desea quedarse aferrado a un éxito, a un estilo, a un instante de gloria o siquiera a la comodidad personal”. //∆z.