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Desmorir, de Anne Boyer (Sexto Piso)
Poco después de cumplir 41 años, Anne Boyer recibió la noticia de que tenía cáncer de mama. El anuncio, además de un desasosiego inmediato, le trae a la mente a todo un linaje de grandes escritoras que también confrontaron el cáncer en sus ensayos: Audre Lorde, Dodie Bellamy, Kathy Acker y, por supuesto, Susan Sontag. No es una reacción cualquiera, la escritura femenina y la enfermedad tienen una larga relación de entredichos y exploraciones ensayísticas sobre el cuerpo, las labores de cuidados, y la vulnerabilidad (y el empoderamiento) de las mujeres frente al dolor. En el caso de Boyer, poeta, ensayista y perteneciente al precariado cultural, su meditación se dispara hacia muchos lados: los diarios de sueños del mundo grecorromano, los sinsabores de llorar en lugares públicos, la salud como disfraz, o la irrealidad del cáncer en un mundo donde se representa a las pacientes del cáncer con una sonrisa y un lazo rosado. “Nuestro siglo es brillante produciendo pesadillas y terrible interpretando sueños”, escribe en algún momento Boyer cuando se da cuenta de que en el hospital hay tiempo para dormir pero no para soñar. Por este gran ensayo, donde a cada momento es posible encontrar aforismos y revelaciones, la escritora estadounidense recibió el Premio Pulitzer de ficción 2020, y ha logrado una especie de secuela —expandida y para nuestro siglo— a La enfermedad como metáfora.
La telepatía nacional, de Roque Larraquy (Eterna Cadencia)
En contubernio con burócratas, traficantes de humanos, científicos, etnólogos y la misteriosa Comisión de Telepatía Nacional, Amando Dam intenta crear en Buenos Aires un “Antropoparque” o “Parque Etnográfico”. El plan contempla secciones inspiradas en los biomas más emblemáticos de los pueblos salvajes del mundo: la selva amazónica, el África Subsahariana e incluso paisajes del sudeste asiático. El proyecto, que está en plena construcción en la década de los 30 ‘s, negocia con otros museos y reservas similares del mundo occidental para traer más “ejemplares” de otras colonias e, incluso y para no resultar demasiado políticamente incorrectos, contempla también una exhibición de aborígenes blancos procedentes, quizá, de Rusia. En eso están cuando llega un cargamento con indios del Amazonas peruano cuyo viaje hasta Buenos Aires ha sufrido un sinfín de contratiempos. Lo que hace especial a esta ristra de indios, es que traen consigo un espécimen de perezoso a modo de tótem, por lo que no llegan solos a la construcción del parque temático. Así emplaza Roque Larraquy esta novela enloquecida (como ya lo había hecho en La comemadre), una mezcla de realismo mágico, comedia negra, pseudociencia y una crítica al proyecto de modernidad que siempre llega tarde y deformado a Latinoamérica, incluso a la ciudad que se considera a sí misma el faro cultural del cono sur.
El jardín de vidrio, de Tatiana Țîbuleac (Impedimenta)
Con la traducción al español de El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes, la escritora moldava-rumana Tatiana Țîbuleac hizo su esplendoroso debut en español. En esa primera novela contaba la difícil reconciliación de un hijo y su madre aquejada por el cáncer, dos personajes conjurados en toda su complejidad y con conflictos a flor de piel. En El jardín de vidrio Țîbuleac continúa explorando las relaciones familiares fallidas, al tiempo que recrea un país tan fascinante como desconocido: Moldavia. Su capital, Chisináu, aparece aquí bajo el semblante de concreto de la era soviética, multicultural, y en la encrucijada de tres lenguas, el ruso, el rumano y el moldavo. A lo largo de capítulos breves y con muchas locuciones en ruso, la escritora articula las visiones del mundo de un coro de personajes alrededor de Tamara Pavlovna, de origen ruso, y la pequeña huérfana Lastotchka. Ésta última, es rescatada por Pavlovna de un orfanato sólo para introducirse en el negocio de la recogida y venta de botellas en la calle. Inspirada en su propia historia familiar, Țîbuleac describe una época y un país desalmados, en los que el amor es casi imposible. El jardín de vidrio confirma a su autora como una voz a la que no le importa agradar o repetir los tópicos sobre el amor familiar y sí escudriñar en sus heridas, aunque a veces estas sangren.
Panza de burro, de Andrea Abreu (Editorial Barrett)
Cada verano en las Islas Canarias ocurre un fenómeno meteorológico que cubre el cielo de nubes bajas y tersas parecidas, a decir de los lugareños, a la “panza de un burro”. Ese es el tono, entre veraniego y encapotado, que se establece en esta novela; y también en esa expresión extraña, incluso risible, está el corazón de esta novela. Pues el español canario, tan rico y tan desconocido es posiblemente la atracción principal de este libro, capaz de recrear las atmósfera y carácter de todo un pueblo tan sólo con sus palabras y su jerga particular, llena de expresiones que pueden resultar extrañas y por eso fascinantes para un lector de casi cualquier región del español. Panza de burro gira alrededor del verano eterno de dos amigas, Isora y Shit, un dúo de niñas que recorren las calles escarpadas y nubladas de su isla, como para que el lector también conozca su geografía y a sus habitantes. Esta novela fue uno de los hits de ventas del año pasado, a pesar de la pandemia y de provenir de una editorial independiente como Barrett, fundada en Sevilla hace apenas un lustro; y además, por este libro la joven novelista tinerfeña Andrea Abreu, fue reconocida por la revista Granta como una de las escritoras hispanohablantes más prometedoras de su generación. Si lo que busca el lector es un viaje a una dimensión desconocida del español, esta es su oportunidad.
En las bateas expuestas. Crónicas del amor y el hartazgo con los libros, de Cristian De Nápoli (añosluz)
Todas las biografías lectoras se parecen; y la del escritor, poeta, editor, traductor y librero Cristian De Nápoli no es la excepción: libros que se apoderan de uno hasta que se sacia la sed; portadas firmadas por grandes autores o por gente enamorada que dejó un pedazo de sí mismo en la librería de viejo; hallazgos con vendedores callejeros o libros que marcan el paso entre la adolescencia y la adultez. Pero también hay claroscuros, como la imposibilidad de leer todos los libros que uno compra, la belleza de una colección histórica como la edición argentina de “La biblioteca de Babel”, editada por Franco Maria Ricci; crear un ‘once ideal’ (con DT incluido) conformado por sus escritores favoritos; el placer y dolor de un libro que se aproxima a su final; la reproducción incesante de libros. A pesar de su título, en estas crónicas rezuma poco de ese hartazgo con el que se suele relacionar la sobreabundancia de libros, en especial las cifras y porcentajes que tanto resuenan en los informes periodísticos o de la UNESCO. Al contrario, En las bateas expuestas es un libro capaz de infundir de bibliofilia al lector que se acerque y se vea reflejado y diferenciado en esta historia personal de la lectura.//∆z