La publicación de su último libro, Retrato de la artista niña y otros apuntes, una colección de ensayos, notas y retratos, es una buena excusa para hablar del poeta chileno.
Por Raúl A. Cuello
“Me sangra el pellet de disulfiram”. Con ese epígrafe de Tomás Harris (más otro de Roger Santibáñez) abre el poema “Dentro de la botella hay un arcoíris”, de Germán Carrasco (Santiago de Chile, 1971). Pervive en este poema perteneciente a Ruda (Editorial Cuarto Propio, 2010) la añoranza de un paraíso perdido que se sabe perdido porque ya no hay chances de recobrarlo: los estragos que ha hecho el alcohol en ese personaje han hecho que tenga que recurrir al dispositivo. Ese pellet es la salvaguarda y a la vez el portal a esa memoria de borracheras interminables en las que la esperanza hacía de las suyas e invitaba a pensar que dentro de una botella podríamos, acaso, encontrar “algún tipo de Cristina Aguilera”.
El uso del pellet es explicado por el propio Carrasco. “Aquellos que ponen en riesgo, no solo su vida, sino la de los demás y que son capaces de perder sus casas y su familia, recurren al pellet de disulfiram”. Este dispositivo intradérmico genera a quien lo porta una tremenda descomposición aun bebiendo bajísimas dosis de alcohol.
Existe un retorno a la idea de lo marginal, incluso de lo obsceno, en Retrato de la artista niña y otros apuntes (Ediciones Universidad Diego Portales, 2019). En este libro anfibio (mitad poético, mitad digresivo) se enlazan preocupaciones teóricas, temáticas, incluso lingüísticas. En “Cómo y dónde se masturban los sin techo” toma prestada una situación de un amigo que no logra cumplir con el ritual onanista en su obligado rol de clochard por las calles parisinas. Ante el despecho de las mujeres, el hombre no consigue tiempo ni espacio para hacer de las suyas; esta situación desesperante es claramente productiva para Carrasco y al momento de analizarla recuerda el poema “Los letrados”, de Gonzalo Rojas: quien no ha vivido a la intemperie no sabe lo difícil que es hacer hasta lo más nimio. Toda teoría, toda “baba metafísica”, pasa a un segundo o tercer orden ante la singular crudeza del mundo.
La irrupción de la crudeza mundana puede manifestarse en el universo de Carrasco a través de los objetos, como sucede en el poema “El hombre de la caja de cartón” (Ediciones El Villar de Lucrecia, 2005). No molesta que el hombre sea pobre; no molestan, a su vez, las observaciones que él hace y que a nadie parecen interesarle demasiado. Lo que en verdad genera una sensación de incomodidad es esa caja de cartón, ese cubículo (pequeño receptáculo topológico) que de tan vulgar se le vuelve inaprehensible al observador que lo retrata. Como si se tratara de un MacGuffin, esa caja encarna algo ominoso, algo que no tiene centro, algo que, en esencia, está vacío y se vuelve imposible de simbolizar y por eso aterroriza.
Ya que dijimos la palabra MacGuffin podemos pasar a destacar cierta tendencia del poeta a la utilización de imágenes como cuadros o como motion pictures. En medio de esa metafísica cotidiana, esa metafísica à la Giannuzzi, se cuelan una serie de postales bellísimas e indelebles como estos versos del poema “Interior”: “Bandada. Lluvia. Hacen el amor / La chica está en su periodo. / Quedan manchas por aquí y por allá / en el cuerpo de la muchacha. // Parecen hematomas, dice ella. / Dice: me dejaste llena de hematomas. / Petequia, equimosis, telangiectasia, / signo de Battle, de Cullen. // Sonríen ante una pulsión y misterio / que en vez de reprimir, dejan fluir.”
En un rapto de ejercicio confesional Carrasco menciona que llegó a la poesía a partir de un suceso inusual: se dispuso a describir, lupa en mano, una mosca. De ese “informe extrañamente meticuloso con asociaciones inusuales” nació una afinidad que iría creciendo y mutando con el tiempo. Acercarse a la poesía de Carrasco es contar con un instrumento de óptica privilegiado, que señala lo extraño y lo conmovedor (y lo extraño en lo conmovedor) de las cosas. Pequeños retratos que en escala ampliada sostienen su coherencia a imagen y semejanza.//∆z