Hicimos una selección de los mejores libros de ficción de 2018 escritos por extranjeros.
Ilustración de Martina Mounier
En el cuerpo una voz, de Maximiliano Barrientos (Eterna Cadencia)
Bolivia, un general mata al “presidente indio”. El país se parte: por un lado la Nación Andina y por otro la Nación Camba. En el cuerpo una voz, de Maximiliano Barrientos, narra lo que pasó después, la guerra civil dentro de la Nación Camba y sus consecuencias. Obviamente, nada de lo que cuenta pasó realmente. Evo Morales está vivo y sigue siendo el presidente del Estado Plurinacional de Bolivia. Algo es cierto: alguna vez existió el Movimiento Nación Camba de Liberación. ¿Su objetivo? Que se independicen el oriente boliviano (los departamentos cambas: Santa Cruz, Beni y Pando), el norte del departamento de La Paz, y el noreste del departamento de Cochabamba. Este movimiento tuvo su auge entre 2008 y 2009, y se dice que hubo planes concretos de asesinar a Evo. En En el cuerpo una voz, esto ocurre. Hace años que la Nación Camba está sumida en una guerra civil, una facción está comiéndose a la otra. Es literal: los esbirros del General son caníbales, y el hambre y la desolación es moneda corriente en territorio camba. La literatura de Barrientos es muy visual: juega con la forma y el montaje. En el libro conviven una suerte de road movie (una carretera, dos hermanos escapando), un relato coral (una manera de registrar la memoria) y la poesía. En el cuerpo una voz no viene a explicar la tensa relación entre el oriente y el occidente de Bolivia, como así tampoco la figura del dictador latinoamericano. Es, simplemente, una novela sobre la venganza y el vacío. Joel Vargas
Sin Segundo Nombre. 10 historias de Jack Reacher, de Lee Child (Blatt & Ríos)
El caso del británico Jim Grant es curioso. Mejor conocido por su seudónimo, Lee Child (1954), luego de ser despedido de su trabajo como productor televisivo, se instaló en EE.UU., se inventó un seudónimo y decidió convertirse en escritor. Seguramente no se imaginaba el éxito editorial que obtendría debido a la publicación de una veintena de novelas que giran en torno a un mismo personaje: Jack Reacher. Interpretado en cine por Tom Cruise, se trata de un ex policía militar norteamericano que deambula resolviendo crímenes, derrotando villanos y salvando inocentes a puño limpio. Child combina la sagacidad propia del policial inglés clásico (Arthur Conan Doyle, Agatha Christie) con la podredumbre y la nocturnidad ominosa del policial negro norteamericano (Raymond Chandler, Dashiell Hammett). Aquella ambivalencia, que Ricardo Piglia analizó en un ensayo incluido en Escritores Norteamericanos, Child la combina con elegancia para construir policiales magnéticos. Blatt & Ríos viene rescatando su obra. Primero, con la publicación de Noche Caliente, y luego con Sin Segundo Nombre.
Esta antología de relatos expande el universo de Reacher, de un modo similar a lo hecho por Salinger con Seymour Glass. Las fronteras entre lo legal y lo ilegal se diluyen en “Demasiado Tiempo”, mediante una narración vertiginosa con diálogos intempestivos y secos; en “Segundo Hijo” se narra la adolescencia de Reacher, quien demuestra a muy temprana edad sus ansias de justiciero. “La nueva identidad de James Penney” provee un final sorprendente mientras que “Un tipo entra a un bar” muestra a un Reacher ya viejo y retirado que arroja una frase que lo pinta de cuerpo entero: “los viejos hábitos son duros de matar”. Pablo Díaz Marenghi
Mil de fiebre, de Juan Andrés Ferreira (Literatura Random House)
El maximalismo oriental en su irrupción inesperada y el acontecimiento literario del año al este del río Uruguay. ¿Maximalismo oriental? Repítame eso, por favor. El primer término de la formula debe a la propuesta (criticable pero buena como punto de partida) de Stefano Ercolino, y el segundo debería ampliarse al ámbito rioplatense (aunque se podría argumentar que las novelas de Pola Oloixarac proponen una suerte de maximalismo a escala). Parecería que Mil de fiebre es tan grande que no cabe en la literatura uruguaya (algo parecido se dijo de Levrero), lo cual no deja de ser curioso para una novela tan paradójicamente “localista” como la de Ferreira, incrustada en Salto, allá en la frontera norte con el portuñol. Pero a no engañarse: el mundo de Mil de fiebre no es el nuestro. Como en uno de sus modelos más claros, La broma infinita, la desviación con la realidad es pequeña como una astilla y está clavada en el punto más sensible posible, así que el resultado no es tan diferente al del jabalí gigante de La princesa Mononoke. En este caso los demonios deberían arrasar con la narrativa uruguaya como la conocemos, pero lamentablemente eso no sucederá (hay anticuerpos, hay sistemas de seguridad que evitan estas cosas, y en algunas reseñas que andan por ahí de Mil de fiebre pueden verse en casi pornográfico funcionamiento). ¿Por qué? Para decirlo brevemente: porque en los más o menos diez años que lleva de vida la más reciente etapa de la narrativa uruguaya, el modo maximalista es la excepción, y la norma, la nouvelle realista-minimalista (con un polo salingeriano en Daniel Mella y el otro en la búsqueda del bello estilo, notoria en la trabajada prosa de Gustavo Espinosa, con Mercedes Estramil en algún lugar en el medio); por eso, la novela mastodóntica de Ferreira (con todo lo que debe tener el maximalismo: saber enciclopédico, imaginación paranoica, proliferación delirante, narrativa rizomática) es a su manera un monstruo que se ha escapado de su isla de la calavera e irrumpido en la aldea que se dice ciudad, ante el río que pasa por mar. Ramiro Sanchiz
Conversaciones entre amigos, de Sally Rooney (Literatura Random House)
Sally Rooney nació en 1991, fue al Trinity College de Dublin (una especie de síntesis entre el Colegio Nacional Buenos Aires y el Cardenal Newman donde a los alumnos les regalan la New Yorker), y a los 26 años publicó una novela excelente sobre una chica de 21 que, tras haber terminado una relación muy intensa con Bobbi, su mejor amiga del colegio secundario, inicia una nueva etapa con Nick, un vagamente famoso actor de 33 años que, además de ser depresivo y extremadamente considerado con las mujeres, está casado con una escritora de periodismo narrativo.
Se trata de una novela inteligente e intimista, con personajes que se encuentran perdidos, abandonaron la idea de progreso económico o familiar y prefieren conectarse con sus propios valores y deseos, hecho que le valió a Conversaciones entre amigos el marketinero subtítulo de “la novela de la generación centennial”.
Mientras que los algoritmos de procesamiento de lenguaje natural fracasan sin remedio a la hora de captar matices e ironías (ni hablar a la hora de crear), la literatura sigue teniendo un valor específico que se vincula, de alguna forma, con la capacidad de desarrollar las innumerables aristas de la empatía humana y de los procesos mentales que no son representables a través de ninguna otra disciplina. La memoria colectiva, por ejemplo, es uno de sus principales materiales.
Pero la de Rooney no es una novela de memorias, sino una historia sobre la posibilidad de construir relaciones de afecto de un nuevo tipo. Y esa tarea, la de interrogar a las utopías amorosas, también parece ser una de las tareas más urgentes o frecuentes de la literatura. A eso se refieren Rooney, que es muy feminista, y su personaje y narradora Frances, que además se dice comunista, cuando hablan de revolución. Y creo que está bien.
Conversaciones entre amigos es una novela sobre vínculos que huyen a las categorías que tenemos para pensar: un triángulo amoroso, un cuadrilátero amoroso, con tensiones y con un nuevo tipo de madurez juvenil e inestable, con diálogos filosos y ultra conscientes que incluyen comentarios sobre la teoría psicoanalítica, la teoría queer y el poscolonialismo.
Pero más allá de eso está el dolor de los personajes, y por debajo del dolor su profunda desorientación y el padecimiento de querer forjar valores en un mundo donde la ley paterna del estado, el capital y el trabajo, nos guste o no, se cae a pedazos. Frances y Bobbi emprenden una misión acaso imposible: la de reconciliar ética del cuidado y deseo individual. Y es conmovedor leerlas mientras lo intentan. Hernán Vanoli
Fragmento del texto publicado originalmente en Ponele.
Mierda. Antibiografía, de Wojciech Kuczok (Dobra Robota)
No es infrecuente que, al reseñar una obra que viene acompañada de cierta repercusión al momento de su publicación, suela hacerse hincapié en el éxito como una virtud más cercana a los números fríos del rating y se mantengan alejadas las razones coyunturales que lo ocasionaron. En el caso de Mierda -mencionado en la contratapa de esta, su primera traducción al español, como un boom de ventas en Polonia- es interesante leer que luego de su publicación original, en el año 2003, el escritor Wojciech Kuczok vivió un período de popularidad en el que su nombre y su cara circularon por las tapas de revistas y diarios polacos. Y, al tratarse de una novela en la que un narrador describe minuciosamente las torturas físicas y psicológicas que su padre utilizaba para castigarlo en su juventud, enmarcada en el clima hostil y lúgubre de la región de Silesia, quizás pueda entenderse la revuelta que generó cuando se piensa en un país tradicionalista y conservador como Polonia, donde el catolicismo forma parte de la matriz cultural.
La traducción de Enrique Mittelstaedt, que adaptó el dialecto local al español rioplatense, acompaña la prosa fluida de Kuczok, que, en un estilo más sujeto, con menos vuelo, por momentos remite al Thomas Bernhard de El origen, sobre todo cuando en la descripción que el narrador hace de las costumbres silesianas aparece algo del tono despreciativo con que el austriaco retrata a Salzburgo. Los borrachos y desempleados que circulan por las calles de Silesia pertenecen, en la mirada desapegada del narrador, a un mundo que está del lado de afuera de su casa familiar, donde se centra la mayor parte de la trama y donde el padre, la columna principal que las edifica, aparece implacable. Si bien el tránsito de lectura se estanca llegando a la mitad de la novela, donde por momentos se siente la repetición en las acciones y el ritmo, la narración logra salir del paso y, entre las críticas a la virilidad que cierto tipo de educación conlleva, y el interés lógico que despierta en un lector sudamericano una sociedad tan ajena, Mierda logra en su conjunto un interesante retrato de una familia que, como cualquiera, encuentra la manera de seguir andando mientras es testigo de su implosión. Alejo Vivacqua
La expansión del universo, de Ramiro Sanchiz (Literatura Random House)
Sanchiz hace años viene escribiendo una macronovela: libros que se conectan entre sí y relatan las aventuras de Federico Stahl. En ellos encontramos ciencia ficción, cultura pop y rock and roll. ¿La expansión del universo viene a romper con la ciencia ficción? En uno de los tantos mundos paralelos que construye Sanchiz, acá cuenta una vida posible de Stalh. La novela comienza con el hallazgo de un cuerpo por parte del niño Stahl (igual que en Verde, otra novela de la factoria Sanchiz). Es 1988, y las consecuencias de la dictadura se respiran en Uruguay. Ese episodio generó un mito fundacional en ese Sthal. En La expansión del universo hay introspección, una problematización de la identidad y un misterio familiar. Entonces ¿es una novela realista? Si uno se deja llevar por la foto que ilustra la tapa del libro podría decir que sí: un pequeño Sanchiz junto a su abuelo. Pero el detalle que hace dudar de ese posible realismo es que ellos tienen el cosmos de fondo. Solamente hay una certeza: Ramiro Sanchiz nos hace dudar todo el tiempo en sus libros sobre qué es real. Mezcla su biografía con la de Stahl, crea y (re)crea recuerdos. En un universo alternativo Sanchiz podría ser el parásito espacial del capitulo de Rick & Morty, “Total Rickall”: aparece un día de la nada e inventa una memoria compartida. Lo queremos mucho. Joel Vargas
Un polvo en condiciones, de Irvine Welsh (Anagrama)
“Ahí van todos borrachos, entrando y saliendo de mi puto taxi, yendo y viniendo de fiestas de empresa. Y aquí estoy yo, totalmente jodido y sin poder hacer nada al respecto (…) No puedo vivir sin echar un puto polvo”. Las palabras son de Juice Terry Lawson, uno de los personajes peculiares creados por la ominosa mente tóxica de Irvine Welsh y protagonista de su última novela, Un Polvo en Condiciones. Aquí, el autor de Trainspotting retoma su Edimburgo natal como epicentro de la acción y orquesta un relato de aventuras urbanas en torno a un personaje errante, sexópata y adicto a las drogas. Aquí aparece lo mejor de un autor que supo consolidar un estilo corrosivo; una tercera posición entre la bohemia algo naive de los beatniks y la lisergia psicotrópica de Thomas Pynchon. En esta novela, de largo aliento y lectura ágil, los diferentes escenarios y subtramas que se cuelan por los resquicios de la narración se convierten en meros transmisores de sus obsesiones más desquiciadas. El desequilibrio aparente es, más bien, el sedimento narrativo del equilibrio artificial que Welsh vuelve natural. Logra hacer del artificio una norma. El autor relata, desde las tripas, los problemas de un taxista adicto al sexo, con un rictus que resuena a Travis Bickle, que se ve obligado a ser abstinente por problemas de salud. La perversión y la transgresión se encuentran, una vez más, a la orden del día de la mano de un escritor que supo forjarlas. Pablo Díaz Marenghi
Oktubre, de Carolina Bello (Estuario)
La colección Discos de la editorial Estuario sigue el modelo de la serie 33 1/3 en casi todo, con la salvedad de que restringe su ámbito a lo geográficamente cercano, o sea las dos orillas del Río de la Plata. Ambas, entonces, se codifican en una apertura hacia distintos modos: el periodístico, el ensayístico, el testimonial y… ¿las rarezas? Que una novela propuesta en el marco de esta concepción sea recibida –ahora me refiero a Discos, la versión local de la idea– por la prensa y la crítica vernáculas como una cosa rara, atípica, una anomalía, quizá sea una verdad triste. Pero hablar de la primera obra maestra de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota en clave ficcional podría muy bien (habría que preguntarle a la autora si defiende esta idea) equivaler a la afirmación de que sobre ciertos aglomerados de signos solo se puede producir un discurso que se presente como ficción o, para pensarlo desde otro lado, se sirva de los circuitos productores de significado. De ahí a la teoría-ficción al estilo Land y Negarestani, hay un solo paso, que cabe esperar sea dado en el contexto de Discos (ya que difícilmente el resto de la literatura uruguaya pueda digerir algo así. Es decir: no lo hará). El libro de Bello, en todo caso, se estructura en torno a una novela epistolar clavada frente a Chernobyl, Oktubre y el rock en la URSS. El gran estilo siniestro, austero y soviético, dividido en una pluralidad de voces que incluye crítica, reseñas, las cartas entre los protagonistas (una soviética ucraniana y un argentino) y un narrador al borde del éxtasis ante la Gran Catástrofe, el fantasma del fin de siglo XX que no sólo no nos deja en paz, sino que ya ha llegado a definir lo que podemos entender a esta escala como nuestro hogar, en tanto hemos terminado por definir (ya usurpados del futuro, y aquí es inevitable pasar por el pueblo fantasma del miserabilismo transcendental de Mark Fisher, también llamado hauntología), ese término a partir de la manera en que cierto fantasma lo encanta. Si quieren un retrato, googleen el monumento 1970 en Pripyat; su gemelo oscuro, por supuesto, es la pata de elefante del reactor de Chernobyl. Ramiro Sanchiz
El ferrocarril subterráneo, de Colson Whitehead (Literatura Random House)
En 2001 Colson Whitehead escribió en el New York Times una crítica negativa sobre Pecados sin cuento de Richard Ford. Un par de meses después, se cruzaron en una fiesta y Ford le dijo a Whitehead: “vos sos un pibe, deberías crecer” y lo escupió en la cara. Todo muy normal. Hasta el día de hoy, Ford no se arrepiente, no le importa que digan que es un racista ni que Whitehead haya ganado el Pullitzer y el Premio Nacional del Libro en 2017 con El Ferrocarril Subterráneo ni mucho menos. Muchos dicen: Ford es así. A Whitehead lo tiene sin cuidado. Su último libro es una sensación en la era Trump. La historia sucede en el siglo XIX, una esclava de Georgia llamada Cora está harta de sufrir y trata de escaparse -como hizo Mabel, su madre- por un tren subterráneo que lleva hacia los estados abolicionistas. Whitehead se inspiró en la red de caminos que tenían los esclavos para escapar del Sur; “el ferrocarril subterráneo” era su nombre. Muchos abolicionistas blancos colaboraban en esta red secreta, ayudándolos y en algunos casos, dándoles refugio. En la novela realmente existe ese tren que circula debajo de la tierra. Tras los pasos de Cora está el cazador de esclavos: Arnold Ridgeway, un ser despiadado. El Ferrocarril Subterráneo es una suerte de ensayo en clave ficcional del espíritu de Estados Unidos: la libertad y el sueño americano. Joel Vargas