El escritor, dueño de una exquisita desmesura, continúa la historia de Leonardo, protagonista de Piquito de oro (Seix Barral, 2009) en esta nueva entrega de la saga, editada por Alfaguara.
Por Juan Alberto Crasci
Ya conocíamos a Leonardo, alias Piquito de oro, de la novela homónima del año 2009 (Seix Barral). El joven sociólogo, militante del PO, huérfano de padre y madre y mantenido por su esposa Josefina –filósofa, casi veinte años mayor que él– vuelve a la carga en Piquito a secas (Alfaguara) segunda entrega de la serie de cuatro libros anclados en la Argentina post crisis del 2001 que Gustavo Ferreyra ya tiene completados.
Mientras que en el primer volumen la historia alternaba entre una primera persona que recogía los monólogos irónicos de Piquito y una tercera persona precisa que focalizaba en la historia de la familia del asesinado doctor Cianquaglini, en esta segunda entrega la tercera persona se abre y trabaja desde el punto de vista de su mujer, Josefina, de Abril, la hija de Josefina, de Peñalba, el psiquiatra que lo tratará y de un grupo de alumnos –y los respectivos padres– de nuestro ¿héroe?
Si en Piquito de oro los dos ejes parecían no tener ligazón –por un lado el desbordado monólogo cargado de un profundo análisis de Leonardo sobre la realidad argentina del 2001 y por otro el asesinato del doctor Cianquaglini en la puerta de su casa–, en Piquito a secas las historias se entrelazan. Leonardo afronta el proceso judicial por el asesinato del doctor, mientras su discurso se encamina cada vez más al delirio mesiánico. El prodigioso Piquito de oro, mimado de sus padres, abandona su dorada coraza y delira “a secas”, sin tanta añoranza de su pasado familiar, ni tampoco con esperanzas de un futuro próspero.
Piquito es un nihilista, un delirante que utiliza el lenguaje para oponerse a la realidad. Y en este volumen, el lenguaje barroco, escatológico, desbordante de anacronismos, de diminutivos, de sarcasmos y de ironías, se torna un tanto oscuro: lo que en Piquito de oro provocaba risa, en este va directo al grano: la descomposición de la sociedad, de la “vida colectiva”. Quizás lo que vuelva oscuro al discurso sea el ambiente que lo envuelve y el nudo que lo subyace: la culpabilidad del asesinato del doctor. Porque el ritmo trepidante de la prosa se mantiene desde el anterior libro y se acentúa a medida que avanzan las páginas de Piquito a secas.
El análisis filosófico y político de la realidad argentina va mutando hacia una inquisición profunda hacia la vida en sociedad, y desemboca en el seminario que dicta de forma extracurricular a los alumnos del colegio secundario en el que enseñaba antes de verse imputado en el crimen del doctor. En el impreciso curso, analizan la “vida colectiva”, la humanidad “pre-etnias” y cuasi animalizada –también es importante destacar la animalidad en los diversos personajes del libro: el huroncito, la jirafa y la marmota, por ejemplo, sumados al pájaro/Piquito de oro protagonista.
Volviendo a la vida colectiva, Piquito analiza especialmente la forma de vida de los calmucos, pueblo nómada que habitaba en las estepas de Rusia y Mongolia, y que, según el personaje, pudo “matar a Dios”. Los alumnos se ven atrapados en el discurso de Leonardo, y se sienten parte de ese clan de calmucos animalizados, dispuestos a todo por su líder, triunfador en su propio discurso sarcástico e irónico, pero inútil y desesperanzado para la vida rutinaria. Quizás por esas razones el discurso de Piquito cale hondo en la sensibilidad adolescente.
Tendremos que esperar unos años para conocer el derrotero de Leonardo, pero sabemos desde el vamos que nada puede mejorar en el desmesurado y exquisito mundo creado por Gustavo Ferreyra, que es sin dudas una de las grandes voces de la literatura argentina contemporánea.//∆z