En una nueva presentación en el Único de La Plata, Eddie Vedder y compañía reconfirmaron la estrecha relación con su público. Crónica de la ida, la espera, la luz y algunas sombras antes del largo viaje de vuelta a casa.
Por Sebastián Rodríguez Mora
Beto Roldán respondió al aviso del chofer y subió a la combi en la terminal subterránea del Obelisco cerca de las cinco de la tarde. Bermudas de jean, Converse de cuerina blanca, remera de Tool. Beto Roldán, así se anotó en la lista. Se acomodó los anteojos que le otorga la cobertura 100% en ópticas de su obra social, una de las patillas se le había enroscado en las ondas del pelo gris opaco que pasaba de sus hombros. La bandana verde ancha ocultaba una frente en proceso de deforestación. Nueve horas después, Beto Roldán bajaría de la combi un poco dormido para reintegrarse a la biodiversidad colorida de avenida Corrientes después del show de Pearl Jam.
Las parrillas humeaban y la cerveza no enfriaba bien en los patios de las casas de 25 y 526. Un cruce de avenidas que se replica por todo el Conurbano bonaerense. Todo aquel que esté leyendo, ya estuvo alguna vez ahí. La segunda fila de micros y autos particulares ya empezaba a ser una realidad ineludible. El estadio Único es una teta blanca con su pezón erizado y translúcido que corta el horizonte pampeano de las casas. En los patios delanteros, jardines resecos hospedaban al público con choripanes y bondiolas a precios amistosos. En un garaje abierto devenido kiosco se ofrecía el Paty Jam a precios un poco más restrictivos porque el aspecto general del lugar y la mercadería ofrecían certezas bromatológicas que los otros vecinos no podían garantizar. En diagonal, el capó de una Fiorino incendiada por la delincuencia del Gran La Plata servía como mesa a los que mataban el tiempo fumando, comiendo y mirando Facebook en sus celulares. El sol se iba y Eddie Vedder llegaba al estadio en una caravana de camionetas. Registraba el ambiente tras el polarizado. Luego contaría sobre el escenario que una chica de la edad de su hija lo vio y lo saludó emocionada desde la calle, que él hubiera querido bajar y abrazarla pero bueno, así es el rock, claustrofóbico.
Por suerte esta vez pudo ingresarse al campo sin la fenomenal estupidez de separarlo en VIP y plebeyo, evitando así que riot grrrls de Instagram hicieran fila para desmayarse al primer empujón del prototípico gordo-de-Sistemas-fan-de-todo-show-de-rock a pocos centímetros de la valla. Un trío de discapacitados hacía de banda soporte con el nombre de Cápsula. La gente, sagaz, prefería hacer fila para los miserables veinte baños químicos que Time For Fun se dignó a alquilar. Argentina es un país abierto, plural y gracias a ello el cantante de Cápsula, un muchacho que todavía no decidió si cantar en castellano o ser azafato de AirEuropa, insistía en que Pearl Jam no sabía lo que los esperaba esa noche. La gente bostezaba de aprobación y daba un pasito más hacia la puerta del baño.
Tenemos el extraño talento de hacer que para ciertas bandas internacionales el espectáculo sea mutuo. El domingo un hincha de Central entró a increpar al Vasco Arruabarrena en Rosario. Los hinchas de Central, el campeón moral para los amantes del buen fútbol y la crema antihemorroidal, decidieron no masacrar al plantel de Boca gracias al pedido ex officio del Chacho Coudet. El sábado, Eddie Vedder se prosternó repetidas veces ante el aliento irrefrenable de sus hinchas, que cortaron el show con aplausos y los hermosos “oooooh, soy Pearl Jaaam / es un sentimiento / no puedo parar”. Hay algo extraño en pagar 850 pesos para que una estrella del rock se incline ante su público, algo del orden del protagonismo argentino con casi cualquier cosa, un doblez de dos o más caras. Una es el inolvidable y genuino show de Pearl Jam en La Plata del sábado –acá el cronista hace a un lado toda ironía. Las otras están desperdigadas por varios episodios de este 2015 que parece no terminar nunca jamás.
Treinta y cuatro canciones en total, casi tres horas de concierto. Ni una sola de más. La gira presente trae el último disco de los nacidos en Seattle, Lightning Bolt, pero ante todo trae a la banda a un lugar donde se siente cómoda. Más allá de nuestra sobreactuación del sentimiento, Pearl Jam ofrece un lugar donde resguardarse. Que son leñadores que tocan la guitarra eso no lo niega casi nadie, pero tienen canciones como “Daughter” o “Given to Fly” que forman parte de la educación sentimental para muchos. Canciones que abrazan, para tomar el término de los redactores sin ideas. Y no está mal la pertenencia que una banda así puede generar. Cinco tipos de cincuenta que lidian bien con los desafíos estéticos de su edad (salvo McCready, que debería dejar de pararse los pelos y hacer algo por esa papada).
Advertencia: viene una crítica negativa. Sobre la última tanda de canciones, un poco antes que el Comité de Seguridad encendiera las luces a las 0 horas, “Better Man” soltó sus primeros acordes. Eddie Vedder sobrellevaba con entereza las limitaciones que de a poco empiezan a notársele en el falsete o en los gritos después de una corrida con la guitarra colgada. La producción visual del show fue impresionante, con un montaje en vivo de primera calidad. “Better Man” hace llorar a muchas chicas, eso ocurre desde aquella génesis del pearljamismo en Ferro 2005. El director comenzó a switchear planos sucesivos de la belleza masculina de Eddie y los de una chica que lloraba en la valla. Cuando se vio a sí misma en la pantalla, su llanto se transformó en algo extraño: comenzó a taparse la boca (su sonrisa no casteaba ni a palos en una publicidad de Colgate, pero quien sea fotogénico acá que tire la primera selfie) y lo que en principio sería una especie de sueño cumplido, estoy en un plano contra plano con Eddie Vedder –que, seamos sinceros, es el Bono que elegimos querer-, qué emoción, soy protagonista; más bien, el pasaje pareció forzado, un aprisionamiento visual. Pero el rock es así, claustrofóbico.
Pasaron los clásicos, pasaron los coros del mejor público del mundo. La banda se sentó para tocar “Imagine” de Lennon y los celulares brillaron en la oscuridad. Pero a la hora de homenajear, Pearl Jam mostró que tiene tiros en la recámara. Vedder contó que a Johnny Ramone le gustaba mucho “Corduroy”. Todavía vibraban los platos de Matt Cameron cuando “I Believe in Miracles” descajetó la solemnidad del homenaje con una benéfica patada en el culo. “Alive” parecía apagar todo y las luces encendidas del estadio hacían recordar el final de esos bailes de la primaria. Pero hay a veces milagros hechos con dos o tres acordes. Desde el fondo del rock y su claustrofobia, cabe todavía el lugar para la sorpresa: “Out here in the fields / I fight for my meals”, Stone Gossard tira esos tres acordes fundamentales, pan panpán – pan panpán y entonces canten putos canten, “Teenage wasteland!”, griten que todavía las combis no se van, los choris tibios esperan afuera con la birra en latas frías, salten que no tenemos idea si hay suelo firme en quince días, “They are all wasted!” como respuesta a todo.//∆z