Crónica del descenso a las profundidades del noise perturbador y furioso de Pharmakon, que se presentó el sábado en Buenos Aires con un show inolvidable y brutalmente estremecedor.
Por Claudio Kobelt
Fotos de Florencia Alborcén
Imaginate el incendio más voraz que alguna vez hayas visto. Luego imaginate saltando dentro de él y bailando en el calor. Imaginá tu cuerpo sacudiéndose espástico en las llamas. Pensá en tu conciencia abrazada al fuego mientras descendes a los infiernos, donde todo es grito, ardor y ruido. ¿Lo imaginaste? Pues entonces bienvenido a Pharmakon en vivo en Argentina.
Luego de los celebrados sets de Tan Frío el verano y Alan Courtis, y ante un Niceto Lado B colmado de expectantes adoradores del ruido, una figura rubia y pequeña se pasea por el escenario, conectando maquinas, imponiendo su silueta negra sobre la tupida cortina de humo. Es Margaret Chardiet, la humana tras la bestia Pharmakon, que conecta sus artefactos, prueba y setea la tormenta que está por desatar.
El humo artificial es profuso y todo lo cubre, como una densa bruma que esconde algo terrible y desconocido en su centro. De pronto, esa rubia pequeña se ubica estratégicamente detrás de sus máquinas e inicia disparando un latido mecánico, y luego una descarga sonora. Y luego otra, y otra. Los sonidos colisionan, crepitan, se funden formando una sustancia viscosa y corrosiva. En medio de esa avalancha sónica y devoradora, Chardiet toma el micrófono y comienza a ¿cantar? ¿aullar? ¿conjurar? Su voz es demoníaca, sin punto de comparación, y cada uno de sus gritos es un golpe directo y brutal. Su trabajo vocal funciona como un elemento sonoro natural e irrepetible, haciendo del sonido Pharmakon una especie de taladro agudo y disonante. Noise, ruidismo, industrial, doom, todo se mezcla y hace ebullición en los parlantes. No hay un patrón reconocible, una forma o estructura similar a una canción, un beat bailable, una melodía amena en nada de lo que suena. No hay nada de eso, lo que hay es justamente la destrucción de todo lo mencionado, y los presentes lo saben, y lo disfrutan. Como poner el ritmo, la armonía y la melodía en una fundición y beber gustoso y sediento de esa lava metálica y destructiva.
En plena avalancha cacofónica, Chardiet se baja del escenario y camina entre el público. Nadie la detiene, todos le abren camino, la dejan avanzar, la rodean como a una líder oscura guiando a sus fieles. Se tira al piso y canta arrodillada, se para y recorre frenéticamente todo el espacio, ida y vuelta, una y otra vez, todo sin dejar de vociferar en ese lenguaje incomprensible y furibundo. Finalmente vuelve al escenario y los espectadores no hacen más que seguirla con la mirada, mientras se hamacan suave y arrítmicamente en el lugar, como extraviados en ese viaje profundo. Es que más que a un recital convencional, esto se asemeja a una experiencia a mitad de camino entre el hipnotismo y la brujería, con una hechicera dorada e incontrolable dirigiendo el experimento. El sonido moviliza, choca, perfora, genera un trance maniático y perverso. Es una navaja cortando la mente, una araña envenenando la percepción.
No hay división entre temas, pues aquí no existen como tal, así que en los momentos más calmados la audiencia aprovecha a gritar y ovacionar, pero Pharmakon nunca se detiene. Por momentos (muy pocos) canta suave pero sombrío, como un canto infantil escuchado en el fondo de una pesadilla, y en otros, sus bramidos son atronadores, peleando enardecidamente contra ese sonido industrial y enfermizo. De un instante a otro, el ritmo se vuelve repetitivo, marcado, lento, como una marcha pesada, y entonces esa sacerdotisa platinada vuelve a bajar del escenario y a caminar entre los asistentes. Toma a alguien del público, lo envuelve con el cable del micrófono, lo zamarrea y lo lleva de paseo por todo el espacio sacudiéndolo. Lo suelta (el espectador sacudido, feliz de su participación) y va por más. Se para frente y muy cerca de las personas que la observan, les grita en la cara, en el oído, en el pecho. Chardiet es como un pequeño volcán de odio, estallando de violencia, haciendo catarsis de toda la energía maligna y sucia del universo.
Así como todo empezó, todo termina. De pronto vuelve al escenario, detiene sus máquinas, saluda y se retira tímida hacia un costado. El público se queda estático, maravillado, clavado al piso, esperando más y más, no queriendo despertar de esa experiencia, pero no hay suerte, es realmente el fin. Afuera, en el cielo negro, una luna redonda y llena – nada es casualidad- brilla más fuerte y cercana que nunca, como enterada que dentro del lado b de Niceto, esa noche, tuvo lugar un ritual salvaje, demoledor, perfecto, uno que ni nosotros ni ella hemos visto ni volveremos a ver jamás.//∆z