Por Lucas Oliveira
Foto de Carolina Salvini
Nunca usé remeras rockeras. Eso es una verdad. Otra verdad es que durante mi adolescencia me calcé muchas veces varias remeras con mucho poder simbólico pero ninguna relacionada ni con la música, ni la literatura o el arte. Durante muchos años entrené sin parar y con sacrificio y entusiasmo en casi la misma medida. Y mis remeras, como creo que resulta previsible en un adolescente, reflejaban exactamente mi personalidad. Ninguna salía de la combinación entre pastel, caqui, beige o blanco. Esa paleta de colores se reflejaba en mi personalidad; no resultaba buena compañía para nadie porque no sabía elegir buenos temas de conversación, no gozaba del carisma que los atrajera ni tenía experiencias límite más allá de alguna paja reveladora o un récord personal en un entrenamiento. En el Club aborrecían a los que canchereaban sus récords y los pocos pibes que se juntaban conmigo fuera del Club apenas entendían lo que hacía así que uno más uno.
Me hubiera venido bárbaro sentirme identificado con las letras de esas bandas grunge que sonaban en los ‘90 pero no sabía inglés y durante los 5 años de mi secundario estudié francés con una profesora medio frígida que jamás nos hizo escuchar rock francés. Hoy podría ser hipster si ella se hubiera animado a pasarnos semejante info.[1]
Me daban envidia esos pibes que usaban remeras rockeras. Todavía hoy me parezco a ese adolescente mezquino y temeroso que veía un señor de 45 años con una remera rockera o un tatuaje en sus brazos y escupía un “pst” sobrador y malcojido.
Eso de ser sobrador me sale muy bien. O no tan bien pero muy seguido, sí. Se fue construyendo, claro. Como lo todo de todos en tantos lados. El resentimiento fue también mi motorcito como el que tienen los comerciantes a los que se les corta la luz; cuando todas las reservas de energía se agotaban aparecía el resentimiento en forma de Grupo Electrógeno que hacía funcionar todo con la falsa ilusión de la normalidad. Parece que hay ganas de seguir pero las ganas son de otra cosa, mucho más perversa y malvada; meterles un sapo por la boca y verlo salir por el orto a todos los que no confían en uno. Con el correr de los años utilizando el mismo método construís una hermosa coraza endurecida por la envidia y los fracasos de todo tipo. En una época solía llamarme “El Odiador”. Y si aparecía un pibe con una remera rockera y con la pantomima que me hacía de que pertenecía a una cofradía mi odio crecía más rápido y tapaba alguna grieta de bondad que tuviera.
Encontré un camino sinuoso y tuve la habilidad mantecosa de transitarlo sin banquinear: aprendía mucho sobre el origen, vida y muerte del objeto de mi odio. Siempre fui una esponja cuando estuve motivado. Odié con conocimiento de causa, me especialicé en la envidia, los escupitajos de “pst” fueron cada vez más concisos, certeros, hasta silenciosos al punto de volverse invisibles. Pero ser un experto odiador, con grandes niveles de soberbia, no resulta gratuito. Es muy curioso que, energéticamente, todos mis interlocutores se aburren conmigo. A tal punto que si dispongo de 30 segundos de monólogo ininterrumpido consigo que, SEA QUIÉN SEA, quien me escucha emite un bostezo que me desgarra el alma pero prueba mi teoría.
Ser cínico no me enorgullece sino que me da una identidad, algo que resulta muchísimo más poderoso. Ser cínico y escritor creo que debe ser la combinación más fructífera de todas las que conozco pero ser cínico, escritor y tener una editorial (por pequeña que sea) debería ser considerado delito. Uno moral, aunque sea.[2]
He visto demasiados pibes con remeras rockeras que de ADULTOS pasan a la camisa y la corbata. A la preocupación porque en la cuadra, en la que viven al menos, haya una garita con un subvalorado empleado de una empresa de seguridad privada poniendo la cara de gil frente a delincuentes que lo doblan en valentía, recursos, agilidad y arrebato. Muchos pibes del palo que se llenan la boca de códigos callejeros inventados en tertulias de botellas marrones y que luego ni gesticulan al traicionar al amigo. Conozco de cuernos y después-te-los-pago; amagues y diretes, aritos y alcahuetes. Soy amante de memorizar esos giros de la vida y quizás allí radique la razón de por qué no me pongo una remera rockera o de por qué ahora que soy padre estoy más temeroso y valiente al mismo tiempo. Soy del tipo “te voy a contar la posta” y “tenés que hacer lo que tenés que hacer”. Vamo’ y vamo’ pero uno más uno, también.
Soy un cínico a tiempo completo así que esta es mi época. Porque con Internet y las redes el acto de escritura es imprescindible para comunicarse. Leer y escribir, hoy en día, es la columna vertebral de la experiencia en virtualidades diversas. Hay registro controlado de todo lo que ponés por lo que mejor que sepas y entiendas bien qué ponés y dónde lo ponés.
Si me viste con una remera rockera es porque estaba tras de un objetivo concreto. Y si no estoy con remeras rockeras también tengo un objetivo concreto. Siempre lo tengo. Y concreto no significa AHORA. Es un Plan Sistemático que quizás viene de años atrás y también puede llegar a durar unos años más hacia adelante. Todo responde a un Plan. Por eso estudio y aprendo constantemente. Para ver si logro acelerar o mejorar mis procesos. Porque todo es un Plan.
Por eso no puedo escribir sobre remeras rockeras. Pero claro, qué me vas a creer; ahora ya sabés la tercera verdad: que todo es parte de un Plan Sistemático.//∆z
[1] Importante: si vas a ser profe de idiomas no te voy a pedir que le muestres rock a tu alumnaje pero sí que cojas. Mucho.
[2] Escribir también será ilegal dentro de muy poco porque los policías de la moral van a descubrir que el acto de lectura nos deja entrar en el lugar más escondido que puede tener una persona. El lugar de los tesoros en el que, los que escribimos y somos cínicos, cometemos todo tipo de actos aberrantes y cochinos. Entrar en tu cabeza para hacerla bosta pronto será considerado un delito que deberá controlarse. Por eso tampoco creo en la escritura como ese arte inocente de iluminación. O sí, pero se pueden hacer muchas otras maldades. Los publicistas o redactores publicitarios pueden hablarte mucho de esto. Y por esta gran posibilidad que otorga la escritura tampoco considero que cualquiera pueda escribir, o ser llamado a la posteridad como escritor. Porque hay que animarse a una forma de ilegalidad para ser escritor, una versión del delito que en algunos años nomás te va a llevar a la cárcel. Para escribir hay que rockearla y así como hay muy pocos rockeros también hay muy pocos escritores. Pero cuántos saben esto. Cuántas mentes inocentes nos dejan entrar con soplete y hacha en su cuarto oscuro sin ningún tipo de registro ni control y sin pagar las consecuencias.
Lucas Oliveira (1978), editor de Funesiana, diseña libros electrónicos y en papel para distintos autores y proyectos editoriales. Publicó un libro de cuentos (Papel, Funesiana, 2006) y dos de poesía (Poesía para Gerentes, Funesiana, 2008 + Pura sangre busca establo, Funesiana, 2012), el ensayo “Conectados” (Editorial Kier, 2010) y participó de las antologías Buenos Aires. Escala 1:1 (Juan Terranova –comp.–, Entropía, 2007) 5 (El Quinteto de la Muerte, La Propia Cartonera, 2010, Uruguay) y La fiesta de la narrativa (El Quinteto de la Muerte, Una ventana ediciones, 2010). Es encuadernador artesanal, actor y guitarrista-futbolista frustrado. No quiere perder el rock.