El grupo de los hermanos Young cambia de formación pero no de apellidos ni de mañas: el exceso de clichés se devora los 35 minutos de Rock or bust.
Por Santiago Segura
En octubre de 1992 apareció en las bateas del mundo AC/DC Live, disco que registra los mejores momentos del Razor’s Edge World Tour (162 fechas en un año), una gira monstruosa que quedaría en la historia grande del grupo. Ese álbum en vivo, además, significaría un documento ideal para los iniciados en AC/DC desde allí hasta hoy.
En 2009, Angus y los demás vinieron a la Argentina a presentar su disco Black ice. La lista de temas que presentaron aquí y en todos los tramos de su gira mundial se pareció de manera asombrosa a la de aquel vivo de 1992, tanto que hasta despertó el pedido de su Club de Fans (sí, AC/DC tiene Club de Fans) a través de una carta que supera a grandes epístolas de la historia, como las de Van Gogh a su hermano Theo o, mejor, las misivas de Groucho Marx que la editorial española Anagrama convirtió en un hilarante libro:
“Queridos Malcolm, Angus, Cliff, Phil y Brian. En la presente gira Black Ice World Tour, durante la que algunos de nosotros hemos viajado a través de Europa, Estados Unidos e incluso hemos volado para llegar a Australia, hemos escuchado cada noche las mismas grandes canciones. Apreciamos absolutamente cada canción que toca la banda, pero nos preguntamos si no está siendo aburrido para ustedes tocar las mismas canciones noche tras noche. Nos gustaría que consideren un cambio en el set-list de los conciertos. No estamos pidiendo de manera violenta “toquen ésta” o “no toquen aquélla”, simplemente les dejamos elegir. ¡Sorpréndannos!”.
No había mucho de qué asombrarse: AC/DC dejó su mejor legado hace, por lo menos, veinticinco años (aquel The razor’s edge es el último disco de su catálogo que presenta cierto atisbo de novedad; y el último que dejó verdaderos clásicos en su repertorio, como la notable Thunderstruck). Y al igual que sucede con otros grupos-monstruo (Rolling Stones o U2, por citar), la edición de discos con material nuevo parece una excusa para girar por el mundo y tocar los viejos éxitos, intercalando algún que otro tema nuevo que ofrezca al público algo… ¿diferente?
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Meses atrás, la noticia inesperada lo sacudía todo, desde el ánimo de los fanáticos hasta la mismísima conformación de la banda: Malcolm, el otro Young, dejaba la música para siempre por sufrir demencia. Fundador de AC/DC y co-compositor de todas las canciones del grupo, el de Malcolm sería el primer cimbronazo interno. Le seguiría el “problemita” judicial de Phil Rudd, el baterista, imputado por un asesinato (en rigor, se lo acusa de haber contratado a un asesino a sueldo). ¿Cuál fue la respuesta del grupo a estos hechos? “No hay duda de que saldremos a tocar. Estamos comprometidos con esto”, aseveró Angus.
Entonces, para Rock or bust (algo así como Rock o fracaso, lanzado al mundo el 28 de noviembre del año pasado) hubo cambio de figuritas pero no de apellido: Stevie Young, sobrino de Angus y Malcolm, ocupa el lugar de este último. La idea -a la que aplicó Stevie- fue clonar todo lo que hacía Malcolm: tocar las mismas partes, con las mismas guitarras y los mismos equipos.
Es cierto, sería de necios esperar otra cosa. La banda siempre hizo un culto del rock and roll sin vueltas y llegó a tal nivel de perfección en lo suyo (Highway to hell y Back in black) que nunca pareció querer salirse de esa ruta: riffs de guitarras que son las columnas vertebrales de los temas; baterías golpeadas fuerte y sin excesos pirotécnicos, nada más que ese pulso que late como un corazón vital; bajos que por ahí andan, tan tónicos que asustan (y está bien que lo sean pues cumplen a rajatabla una función muy clara, escuchen sino esa nota inamovible de “Sweet candy”); y un cantante con voz de lija y aspecto de camionero amigable que pararía si le hacés dedo (Johnson, claro).
El problema es que Rock or bust no tiene magia. Los tres primeros temas insinúan -más allá de sentir que ya los escuchamos unas cuantas veces- que la llama sigue viva (el tema-título, “Play ball” y, en especial, “Rock the blues away”, con ese olfato pop linkeable a gemas como “Who made who” o “Moneytalks”). A medida que trascurre el tiempo se hace difícil mantener la atención, aunque la respuesta automática de la patita en movimiento continúe. Tan automático como ese gesto es todo lo que se escucha. No hay solos descomunales, de esos que vayamos a recordar. Riffs sobran, pero no funcionan con la eficacia de antaño (bueno… el de “Got some rock & roll thunder” puede andar).
¿Referencias a Malcolm? Cero. Cualquiera podría imaginar algo distinto circunstancias de por medio, pero en Rock or bust la fiesta sigue porque los temas ya estaban hechos desde antes de la mala noticia (de hecho, todos llevan la fima Young/Young). Sabemos que el temario de AC/DC es históricamente acotado: alcoholes varios, autos que van rápido, mujeres que van más rápido que esos autos, y rock, mucho rock: si “baby” es la palabra más repetida por Robert Plant en Led Zeppelin, en AC/DC, con el cantante que sea, la palabra clave es “rock”. Porque “in Rock we trust”.
Pero, ¿necesitamos más discos nuevos de una banda que se repite cada vez que vuelve a escena? ¿No es suficiente ya? Porque Rock or bust no se parece a Fito Páez, pero se parece demasiado a AC/DC. Y en la dualidad del rock or bust, muchas veces, la moneda cae del lado del fracaso.//∆z
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