Un relato cargado de nostalgia y misticismo. La crónica de una noche candente, la presentación en sociedad de Cabalgata hacia la luz, el nuevo disco de Ararat.
Por Sebastián Rodríguez Mora
Fotos de Florencia Videgain
Un hombre sube a un barco para no volver jamás. Su país arrasado le pesa como un ancla que arrastra por el camino reseco. Llega al puerto, busca en las banderas de los buques algo que le sea familiar y a su vez muy distante. El puerto puede ser cualquiera en la frontera entre Occidente y Oriente, la época debe ser precisa: el hombre es uno más de los miles que suben a los barcos para no volver jamás. Un gran carguero le hace lugar en sus húmedas cubiertas internas a cambio de casi todo lo poco que lleva en los bolsillos. El hombre mira el paisaje del puerto desde el barco, el arca que lo salvará del diluvio de sangre de principios de siglo. A partir de este plano, debe sonar “Atalayah” in crescendo. Es un plano continuo de panorama elevado sobre el puerto; la perspectiva se amplía hasta incluirlo a él de espaldas con una mano sobre la baranda del casco; la iluminación es entre naranja y roja, levemente desértica. El hombre es Ararat Chotsourian, el hombre con nombre de montaña que se sube a un barco en el Mar Negro con destino a Sudamérica. En ese momento no lo sabe, pero su nieto enarbolará su herencia en forma de música enorme.
Sobre esta banda en vivo lo ha dicho prácticamente todo Pablo Lakatos en esta crónica, quizás la mejor de los últimos años en la escena independiente. Esto es apenas un tributo defasado y empobrecido a ella.
El telón se abrió a la noche del viernes sobre el escenario del Roxy. Para esta escena los planos deben ser cortos, cámara inquieta en su mayoría; “El camino del mono” debe sonar en toda la potencia de sus bajos. En las cuchetas donde Ararat y algunos amigos viajan no se puede dormir. Las pulgas y el olor del vómito en las cubetas marineras torna todo insoportable. El Hombre Montaña resiste. No hay ojos de buey en esta cubierta que bordea el nivel del agua. Sale tambaleante a buscar la escalera hacia la superficie. Todo está a oscuras, negro profundo. Tantea los escalones y sube hacia el débil haz de luz que emite la escotilla superior. Para esos planos debe escucharse el estribillo: “sólo quiero seguir cambiando el color”. Sergio Ch. tiene a un costado de su posición un anvil con los bajos y guitarras SG. Lo inédito es el azul profundo de una de estas últimas. Hay color en el escenario, la batería de Alfredo Felitte comunica a través de su ejecución sanguinaria una estética refinada, que tiene mucho más que ver con la alquimia de pistas y samplers de Tito Fargo, el cowboy de los Halcones Galácticos.
Noche, lluvia fina, movimiento en los planos; suena “Nicotina y Destrucción”. Ararat se sostiene en el temporal. La nave va a los tumbos en medio de la estepa marítima. Afirmado con un pie en uno de los marcos de la escotilla y la espalda en el otro, respira el aire con sal mientras enciende con cuidado un cigarro. Van cuatro días y noches de insomnio, los ojos como reflectores. Los escombros del jardín de lo que fue su casa tras último bombardeo están presentes todo el tiempo en su mente. Quisiera ahogarse en las palabras de su hermano Hanuman, las últimas escuchadas antes de partir al puerto: “sé lo que hiciste y fue lo mejor, Ararat”. Si sobrevive a este viaje, si esta cáscara de nuez no lo ahoga, hará todo para ser lo mejor. La familia que viene, que criará y formará en América será la redención. El futuro y el pasado se mezclan: la familia y las guerras de su región; “las piedras en el camino me hacen acordar a vos”, anota en su cabeza Ararat mientras ve la debacle de la tempestad desde el vano de la escotilla. “Las Piedras” debe sonar en ese momento de evocación; el contraste de planos entre el entorno mojado de tormenta en el mar y recuerdos felices al sol con su familia completa. Ararat logra la comunión, el tres que forma el uno: Felitte parado frente a las chanchas y los crash que lastiman sus baquetas; Sergio con su SG ¡de color! y Fargo sliding como un melenudo Silver Surfer –probablemente en este momento posea el mejor peinado de todo el rock occidental.
El show del viernes se desarrolló como el viaje del primer Chotsourian hacia estas tierras, en la narcolepsia del volumen, la libertad de las ondas vibratorias. Ararat es una montaña que flota sobre un mar de olas de distorsión. Es algo reciente que suena primigenio y atávico. Lejos ha quedado la odisea, pero hoy la herencia prevalece. El espíritu de Ararat es ese escape de la oscuridad sin matices, el negro sobre negro, la nada indecible. La cabalgata hacia la luz es evidente; el eco de la voz armenia rebota en las paredes del Roxy hasta mucho después de que fue barrida la última lata de cerveza del piso.//∆z