La banda escocesa regresó a la Argentina tras seis años y demostró toda la vigencia de sus grandes clásicos.
Por Matías Roveta
Fotos por Candela Gallo
Los tipos casi no se mueven, parecen atornillados al piso. El cantante Jim Reid suelta sus melodias suaves desde un micrófono de pie y su radio de acción es de dos metros; su hermano mayor William, guitarrista de la banda, dispara con su clásica Gibson ES-330 sunburst esos punteos electrizantes como mares de feedback completamente de espaldas al público y mirando de frente a su pared de amplificadores vintage marca Orange. Acá no hay poses, ni gestos escénicos, tampoco grandilocuencia ni demagogia, porque lo único que verdaderamente importa en un show de The Jesus and Mary Chain es la música. La backing band acompaña correctamente, pero el sonido descansa en estos dos hermanos escoceses que no se soportan a nivel humano, pero se entienden bien en términos artísticos.
Es que toda una serie de opuestos, que funcionan perfectamente entre sí, define la historia de The Jesus and Mary Chain: desde las canciones “I Hate Rock and Roll” y “I Love Rock and Roll” hasta el nombre del sello discográfico que editó el grueso de su obra: Blanco y Negro. Pero el par de elementos antagónicos y complementarios más importante de todos es el que atraviesa cada una de las canciones de la obra maestra de este grupo, Psychocandy (1985): una fusión exquisita de noise y pop, de guitarras sucias y voces casi susurradas que redefinió el sonido del post punk británico a mediados de los ochenta y tuvo una influencia decisiva en la música de una larga lista de bandas como Sonic Youth, My Bloody Valentine, Pixies o Nirvana, sólo por nombrar algunos ejemplos.
“Snakedriver” fue la encargada de abrir la noche con su arsenal de distorsión y wah-wah a cargo del enorme William Reid: hay que observarlo en vivo a este artesano del ruido capaz de pasearse sin problemas por terrenos de puro noise y acople (“Sidewalking”, “Reverence”) para luego regalar esos reconocibles breaks melódicos de guitarra tan palpables en clásicos como “Head On” o “Halfway to Crazy”: en esos riffs de Reid se linkea su trabajo, hacia atrás, con el de Bernard Sumner y, hacia adelante, con el de Porl Thompson. Su música es, al mismo tiempo, deudora de la de Joy Division y acreedora de la de The Cure. En “Blues from a Gun”, sobre un riff digno de Zeppelin, su hermano Jim Reid esbozó ese estribillo de dientes apretados que le calzaría perfecto a Liam Gallagher y, en “Happy When It Rains”, descargó todo el cinismo de una letra triste montada en una melodía optimista que se anticipa varios años al estilo de Jarvis Cocker del Pulp noventoso: la prueba de que el brit pop, también, buceó en las aguas de Jesus and Mary Chain para buscar inspiración. Así de enorme es el legado de esta banda.
El show recorrió todas las etapas de la banda y ofreció distintos matices, aquellos que ayudan a definir su sonido: el mayor despliegue de contrapuntos de guitarra limpias sin tanto fuzz que caracterizó el periodo post-candy de Darklands (1987) y Automatic (1989) con “Between Planets”; el aura dark propio de la etapa Honey’s Dead (1992) con “Teenage Lust”, el rock urgente y de manual antes del colapso con “Cracking Up” de Munki (1998) y la canción que simbolizó la reunión en 2007 luego de la separación a fines de los noventa: “All Things Must Pass”, un sencillo editado para el soundtrack de la serie Heroes. También, hubo lugar para la dinámica de arpegios suaves y riffs metálicos de “Far Gone Out” y su aura de hard rock clásico y para la balada “Some Candy Talking”. Si lo mejor suele llegar al final, The Jesus and Mary Chain hizo honor a esa regla: “Just Like Honey”, primero, y la síntesis de todo: ruido y melodia. “Taste of Cindy” y “The Hardest Walk” fueron la confirmación: el impacto de Psychocandy es perpetuo, siempre sonará moderno y novedoso. Se vuelve a ese disco una y otra vez.//∆z