En un Niceto agradablemente concurrido, el trío más ruidoso y la muchachita mimada del rock local se presentaron el viernes 24 en dos horas y algo que dejaron un par de cosas para pensar mientras nos duelen los oídos.
Por Sebastián Rodríguez Mora
Fotos de Nadia Guzmán
Podría decirse que, si hay una manera de desperdiciar a conciencia ese flujo de poder que la música permite a cada ejecutante, la distorsión en sus múltiples formas es la predilecta, estéticamente hablando. Por desperdiciar no entenderemos error, pérdida: el calor es en términos físicos desperdicio de energía, disipación. Y qué necesaria se hace esa ineficiencia en el otoño de Buenos Aires. Humo Del Cairo apuesta decididamente a la eficiencia de la distorsión, que sacrifica los sagrados lemas del obsesivo-progresivo setentoso, donde todo debe sonar en su lugar, en su tiempo. Juan Manuel Díaz afina su viola por un rato entre tema y tema, buscándole su lugar anterior a la clavija que fue aflojándose a fuerza de la vibración demoledora de su guitarra. Por su parte, el Tano Gustavo Bianchi comanda el bajo con ánimos de quien conduce un tanque de guerra por una calle, aplastando los autos estacionados. Ambos –sumados a la excelente performance de Federico Castrogiovanni, un mostro arriba de la batería, para no buscarle más adjetivos- dan vida a un balrog de sombra y fuego digno de la literatura de Tolkien. Porque el recuerdo que queda de la noche del viernes en Niceto es físico, antes que nada: el aire arrasado por las ondas de choque trabajando las rodillas y los codos, toda la sutileza que un terremoto puede tener. Cabalgando temas como “El alba”, “Tierra de Rey” y demás de su discografía que andan ofreciendo en sus últimos shows, el set de Humo fue un gran modo de abrir la noche.
Justamente es la pared de sonido violentamente psicodélico lo que espantó un poco a esos chicos y chicas bien que empiezan a seguir a Utopians. Bien por ellos y ellas, sigamos robándole público a Arjona con el rock, ése es el objetivo. Y si hay algo que Barbi y el resto de la banda –salvo Larry, el batero, que tiene cara de pibe normal- tienen perfectamente claro es que en este negocio la clave es la actitud arriba del escenario. La puesta en escena, pedir luces que te mantengan constantemente en el marco de atención del público. Toda una energía –otra vez- insoslayable y atractiva, pero que paso a paso, show tras show los acerca a la lógica de mercado de la música. Y quizás sea preciosista, mala onda, pero se dio un hecho bastante icónico durante el set de Utopians: desde el agite más cercano al escenario (definamos agite por veinte chicos y chicas pogueando prolijamente sin agredirse) voló a los pies de Barbi una bandera negra bastante grande, plegada como un mantel de abuela. Cuando la abrieron, el mensaje decía “A donde vayan! Allá vamos! Los Trastornados”. La referencia a la letra de “Allá voy”, la denominación de club de fans, toda la lógica pop radial expresada en esa bandera, que como artista no puede más que enorgullecerte, aunque ahí detrás se deje entrever un poco de la pelusa industrial. No puede objetárseles falta de talento ni acaso de ir a media máquina, porque sus shows, aunque repetitivos, son extremadamente potentes; canciones como “Trastornados”, “Esas cosas” o “Say Hello” poseen la velocidad y desfachatez químicamente perfectas para el rock. Y sin embargo… Sin embargo esa bandera los está ubicando en el más acá del gran contrato discográfico y más allá de la independencia –¡divino tesoro!- de la que tanto se jacta con justicia la escena alternativa de Buenos Aires. La rompieron otra vez, Niceto está quedándoles chico, Barbi y Gus tienen un acting en escena muy seductor para mucha gente. Permitámonos las reservas propias de quien no tiene la bola de cristal que mire el futuro. Y por favor, contentémonos con otra gran noche ensordecedora a cargo de dos bandas, cada una a su manera, teorizando sobre cómo dispensar su energía a nosotros, afortunados prójimos.