Luego de 26 años la banda británica volvió y ofreció un show histórico ante un Monumental en estado de gracia.

Por Matías Roveta

The Cure es una banda única. Con la salvedad del show de The Police en Obras en diciembre de 1980 (o, tomando un ejemplo más cercano, el ansiado debut local de Foo Fighters el año pasado en River), luego no existe otro antecedente de una banda internacional que visitó Argentina en el mejor momento de su carrera: sus dos recordados y traumáticos shows de 1987 en el Estadio de Ferro, en tiempos de The Head on the Door, se dieron en el marco del apogeo internacional de esta nave insignia del dark rock. Al mismo tiempo, no hay otros casos históricos posibles a la hora de analizar si existe alguna otra banda que, luego de su primera visita, se tomó un cuarto de siglo para concretar la segunda. Pero lo que, sin dudas, es único en el caso de The Cure es la vigencia de su sonido: ese rock oscuro que tomó las enseñanzas de Joy Division y las llevó a un público masivo, y que encontró belleza y luminosidad pop en la tristeza y la depresión, traspasa generaciones y es uno de los más personales en la historia del rock. Quizás eso sirva para explicar cómo, 26 años después, pueden llenar el Estadio de River y ofrecer un show de casi cuatro horas.

La expectativa que había desatado esta histórica visita de The Cure era grande y el show estuvo a la altura: cuarenta canciones que propiciaron un amplio recorrido autobiográfico de cuatro horas de duración por la vasta obra de la banda. Desde Three Imaginary Boys (1979) hasta 4:13 Dream (2008), todos los discos -salvo Bloodflowers (2000)- tuvieron presencia en el set: The Cure no venía a presentar ninguna novedad discográfica, solo a autocelebrar el peso de su propia leyenda: el tiempo de los grandes álbumes quedó lejos y por eso, desde hace varios años, apelan al amplio repertorio de clásicos en giras mundiales con shows maratónicos. Ver a The Cure en esta gira es ver una suerte de show definitivo del grupo: el ansia de todo fan, un grandes éxitos en vivo.

Claro que 3 horas y 40 minutos es demasiado. Incluso para The Cure. En ese sentido, el show tuvo altibajos y transitó con un andar irregular. La matriz del concierto fue esta: golpes emotivos con cataratas de hits, seguidos de momentos un tanto laguneros (si se permite la metáfora futbolera) con canciones un poco más desconocidas para el público masivo. El arranque fue impreciso, tibio: mal sonido y la banda como probando en vivo la ecualización ideal. Una lástima que canciones enormes como “Plainsong”, “Pictures of You” y “Lullaby” –en un inicio a puro Disintegration (1989)- no hayan sonado con potencia. Recién con “High”, el cuarto de la lista, se recuperaron y a partir de ahí la banda empezó a crecer en intensidad: como anunciando que la noche era larga, The Cure ofreció un show de menor a mayor. El primer golpe llegó con la tetralogía mortal de “Lovesong”, “Push”, “In Between Days” y “Just Like Heaven”, que calentó al público en la fría noche del Monumental.

Luego, hubo para todos los gustos y la lista de canciones evidenció cierta coherencia: todos los distintos momentos que atravesó el sonido de The Cure a lo largo de su discografía -sin nunca perder su esencia- estuvieron representados. Así, las canciones tocadas sirvieron también para testimoniar cronológicamente la evolución de ese sonido: la formación punk de los inicios a fines de los ‘70, en una rabiosa versión de “Killing an Arab”; la veta post punk de comienzos de los ’80 en sintonía con Joy Division y Echo and The Bunnymen, en gemas como “Primary” y “Play for Today”; el gusto por la oscuridad, la depresión y el rock envolvente y denso del período 1980-1982, en las versiones de temazos como “A Forest” (la línea de bajo de Simon Gallup, de lo mejor de toda la noche) o “One Hundred Years”; la apertura hacia una estética más new wave con Japanese Whispers (1983), en las festejadas versiones de “The Walk”, “Let’s Go to the Bed” y “The Lovecats”; el pop agridulce de The Head on The Door (1985), en “Close to Me”; la vuelta a la oscuridad y el pico creativo del Robert Smith de Disintegration (1989), con las mencionadas “Lullaby”, “Pictures of You” y “Plainsong”, más “Disintegration” y “Fascination Street”; el especial hincapié en Kiss Me, Kiss Me, Kiss Me (1987) y Wish (1992), los dos últimos grandes discos de estudio de The Cure, con la ternura de “Friday I’m in Love”, el funk de “Hot, Hot, Hot!!!” y clima opresivo de “If Only Tonight We Could Sleep”.

Buena parte de ese sonido se asienta en la voz de Robert Smith: dramática, aniñada y expresiva, conservada a lo largo del tiempo y capaz de bancarse la maratón de canciones. El signo de que él es el principal motor que mueve a The Cure -algo tan evidente e importante al mismo tiempo- puede rastrearse en los constantes cambios de formaciones que tuvo el grupo: solo Smith ha sobrevivido siempre. Con su bajo de seis cuerdas Fender (hoy remplazado por los distintos modelos de guitarra que la empresa Schecter le diseñó a medida) construyó la base de los arreglos principales de las canciones más emblemáticas de The Cure. Sobre el escenario, sin demagogia y con nulo diálogo con el público, se limitó a cumplir su rol con creces, sin acuso del paso del tiempo y en excelente estado físico. La otra pata fundamental, claro, es el bajista Simon Gallup, con su look callejero y punk, quien logra una profundidad notable con su instrumento. Juntos logran algo que perdura a lo largo de las décadas, una música conmovedora que tiene su marca registrada. El show en River sirvió para cerrar un ciclo y unir generaciones: la que vio a The Cure en Ferro, y la que se crió escuchando esos grandes discos con la ilusión de algún día verlos. Para ambas, la espera valió la pena.

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