Presentamos la segunda y última parte de nuestra cobertura del 21° Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente.


Cantares de una revolución, de Ramón Lluís Bande (España, 2018) – Competencia Oficial Vanguardia y Género

Durante octubre de 1934, dos años antes del estallido de la Guerra Civil, en Asturias tuvo lugar una de las revoluciones obreras más importantes del siglo XX. Organizados en la Alianza Obrera, un pacto entre fuerzas comunistas, anarquistas y socialistas, los trabajadores de esa región del norte de España se levantaron contra el gobierno de la Segunda República, que se debilitaba por las luchas internas y por el ingreso en el gabinete de tres ministros de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónoma), lo que era visto, por buena parte del movimiento de izquierda, como una acción contrarrevolucionaria. El escritor y cineasta Ramón Lluís Bande tomó este hecho como punto de partida para contar la historia de su comunidad a través de la música popular. El elegido para acompañarlo fue Nacho Vegas, artista gijonés y referente de la escena independiente de su país que, como Bande, mantuvo a lo largo de su obra un interés por la difusión de la cultura asturiana. Con planos fijos, que por momentos se tornan algo densos, Vegas recorre los lugares emblemáticos de la revuelta, lee fragmentos sobre los hechos —algunos, de prosa incendiaria y poética, como los del sindicalista Belarmino Tomás— e interpreta, solo o acompañado por un coro, el cancionero popular asturiano. Durante el recorrido visual y sonoro por el escenario donde la (así llamada) última revolución obrera del siglo XX encontró su freno, Bande esquiva la tentación del onanismo nostálgico que ofrecen las causas perdidas y se remonta al pasado, al preludio de lo que vino, para homenajear a su gente. Alejo Vivacqua


Meeting Gorbachev, de Werner Herzog y André Singer (Alemania, 2018) – Sección Trayectorias

Con recursos mínimos, alejados de la espectacularidad hollywoodense, lo primero que el espectador recibe es el impacto. Dos pesos pesados del siglo veinte como el documentalista Werner Herzog y el octavo líder de la Unión Soviética, responsable de la “apertura” a occidente por medio de la Perestroika y el Glásnost, Premio Nobel de la Paz, amado por unos y odiado por otros, Mijaíl Gorbachov, sentados frente a frente. 76 años el entrevistador, 86 el entrevistado. Estos dos hombres conversan con una aparente sinceridad. Se sonríen con ternura. Luego, el documentalista contará que las conversaciones se dieron casi de manera espontánea. Que no charlaron detrás de cámara. A lo largo de tres extensas entrevistas, Herzog (quien trabajó junto al británico André Singer) reconstruyó (parte de) las memorias inabarcables de uno de los políticos fundamentales de los últimos tiempos. Con imágenes de archivo, testimonios de funcionarios y políticos que lo conocieron, dimensiona la figura gris de Gorbachov con respeto y cierta melancolía. Filma la tumba de sus padres o su casa natal mientras reflexiona en voz en off, como es habitual en su estilo, acerca de la importancia de su vida y obra. No apuntará a ser objetivo (en un pasaje le dirá que lo ama). Más bien a construir, mediante su personalísima paleta de colores habitual, un retrato de una figura con claroscuros, pero ineludible para comprender las transformaciones de un mundo dividido por una Cortina de Hierro. Logra relacionar su vida con la tragedia, y apunta a descubrir sus aristas más enigmáticas y torturadas, que son, en definitiva, las más humanas. Pablo Díaz Marenghi


La Creciente, de Demián Santander y Juan Franco Gónzalez (Argentina, 2019) – Competencia Argentina

Un joven aterriza, aparentemente luego de un naufragio fortuito, en un paraje desolado en el Delta del Paraná. La geografía ominosa de dichas islas serán el escenario de La Creciente, filme dirigido por la dupla Santander/Gónzalez. De notable factura técnica y solidez argumental todo está filmado con un estilo que remite al gótico sureño norteamericano. Matía, el protagonista, tendrá que arreglárselas como puede. El espectador irá conociéndolo de a poco. De entrada, sabrá que su relación con lo ajeno es bastante cercana y que su ADN está empapado de marginalidad. Con dicha impronta conoce al correntino, una especie de patrón de la zona, quien le dará trabajo a el y a la Gaby, quien fuera su mujer, y por la cual se sentirá atraído. La película profundiza sobre los misterios en torno a estos paisajes y muestra el lado más sórdido de la naturaleza sin perder un estilo consciente de la estética y cierta belleza lograda con determinados encuadres y fotografía, resaltando el trabajo de la luz natural en contacto con las aguas turbias del delta. Mientras Matía intentará sobrevivir a como de lugar, una nueva oportunidad se le presenta. Parecería ser su válvula de escape. Aunque, a la vez, podría terminar siendo su tiro de gracia. Durante las proyecciones, los realizadores leyeron una serie de proclamas donde denunciaban el vaciamiento del INCAA y la falta de políticas públicas en torno a la cultura, en un contexto de ajuste económico feroz. El público los aplaudió. Sus voces se alzaron y no fueron las únicas. Pablo Díaz Marenghi


Hombres de piel dura, de José Celestino Campusano (Argentina, 2019) – Competencia Argentina

La ultima película de Campusano puede leerse como una novela de iniciación. Ariel es un chico de campo que al terminar su relación con un  cura rural empieza a acostarse con otros hombres. En el transcurso de esos nuevos amores empieza a redescubrir su sexualidad y a preguntarse por su condición de homosexual en un pueblo chico. Es como si se tomara los cowboys de Brokeback Mountain (2005) y se los pusiese a laburar en los mas profundo de la provincia de Buenos Aires: serían gauchos y serían deseados por curas.

La obra es una historia de amor, pero también una denuncia. Es clara la intención de Campusano de desnudar los terribles abusos que realiza la Iglesia en materia de pedofilia, pero no quiere que el reclamo se coma a la historia. Esencialmente estamos hablando de un melodrama, una relato de amor entre un pibe del campo y sus distintos pretendientes. Una película que tiene su correlato en la pareja de Vil romance (2008), del mismo director. Ignacio Barragan


Santiago, Italia, de Nanni Moretti (Italia, 2018) – Función de Clausura

Hay una imagen en Santiago, Italia que probablemente quede para el recuerdo: Nanni Moretti enfrentándose a un represor chileno diciéndole “Yo no soy imparcial” cuando el militar le reprocha su entrevista en la cárcel. El director italiano prácticamente no aparece en todo el documental, decide poner el cuerpo solo ahí: su cara frente a la de un asesino.

Salvo una serie de filmaciones sobre las asambleas del Partido Comunista Italiano que se pueden encuadrar bajo la forma de un documental con el nombre de La cosa (1990), Moretti no había filmado nada del género hasta ahora. Santiago, Italia narra la historia de algunos chilenos que lograron escapar de la dictadura de Pinochet a través de la embajada de Italia y pudieron reconstruir su vida. Es un filme que habla más de Roma que de Santiago de Chile y, sin embargo, logra conmover gracias a la empatía y sensibilidad de aquellos viejos militantes de izquierda que sufrieron el exilio. Ignacio Barragan


The house that Jack built, de Lars Von Trier (Dinamarca, 2018) – Sección Trayectorias

¿Genio incomprendido? ¿Provocateur? ¿Pelotudo incogible? ¿Todas las opciones al mismo tiempo, en un movimiento dialéctico improbable? Difícil descifrar qué es exactamente Lars Von Trier, y cuál es el centro tonal de su último filme, The house that Jack built, que lo depositara de vuelta en Cannes. Un diálogo en off entre Jack, interpretado por un genial Matt Dillon y un guía –que no sabemos a dónde lleva– llamado Verge (Bruno Ganz, en su último film) introduce la recapitulación que hace el primero de su espiral descendente (muy descendente), en cinco capítulos –y un epílogo– denominados incidentes; lo que sigue es un vórtice mental de una abyección que se desarrolla a la velocidad de una metástasis. El primer incidente alterna devaneos sobre la función del artista con observaciones autoconscientes sobre los mecanismos típicos de los asesinos seriales en general y los psicópatas en particular. El segundo es el que más se regodea en el humor negro –ay, ese fiambre a la rastra por la ruta–, en especial por el trastorno TOC de Jack. Lo que sigue –sobre todo con los incidentes tres y cuatro– es lo que motiva la huida de los espectadores en la sala: no se trata de la rodilla de un niño volando por un escopetazo o de la mutilación de unas mamas; se trata de la tensión palpable y un sadismo en exceso verosímiles que pueden encontrar su parangón en películas como The Shining (1980). Así como es difícil determinar qué es Lars Von Trier, es igual de complicado determinar qué es la película: ¿una reflexión sobre lo que edificamos en nuestras vidas? ¿Un racconto sobre las edificaciones del propio Von Trier? ¿Un tratado demasiado creíble sobre la psicopatía? ¿Una larga disertación sobre lo estético del asesinato? ¿Provocación por la provocación misma?

Méritos estéticos del film asegurados: la ya mencionada performance de Matt Dillon y la fotografía/montaje: cámara en mano, casi de intrusa voyeur en la escena, llegándose a desenfocar en su (calculada) torpeza. Si uno logra sobreponerse a la megalomanía narcisista (¡Von Trier usa archivo de sus propias películas!), la infaltable misoginia y la mueca de crueldad, puede encontrar valía artística en estas dos horas de –como le hiciera decir Alan Moore al Comedian en Watchmen– una broma que no tiene nada de gracioso. Gabriel Reymann //∆z