Un breve análisis de las anacrónicas costumbres culinarias del escritor Marcelo Birmajer.

Por Cristian J. Franco

Publicada hace unas semanas, la sintomática columna del escritor argentino Marcelo BirmajerA mí sí me gusta la SOPA” desencadenó una especie de lapidación digital cuya polvareda a esta altura ya se ha disuelto casi por completo. Sin embargo, y condenándome a ser mero furgón de cola del justo repudio generalizado de que fue objeto su cruzada pro-SOPA, me gustaría hacer un breve (e incompleto) desmantelamiento de las opiniones de Birmajer: su anémica línea argumental, su resplandeciente rejunte de lugares comunes, su enfática ignorancia, su perfección en la acrítica naturalización del status quo, pueden sernos didácticamente muy útiles para reflexionar una vez más acerca de los nutrientes de esa SOPA que a él tanto le deleita el paladar.

Comencemos, pues.

Según Birmajer, por culpa de las “descargas ilegales” y la “disminución instantánea de las regalías por derechos de autor” que estas provocan, los artistas “no podrán dedicar su tiempo completo a sus vocaciones” y esto generará, a largo plazo, “el deterioro en la música y el cine”. La primera y más ingenua pregunta que surge de inmediato es ¿cuántos músicos, cuántos directores de cine, cuántos escritores viven de esas supuestas regalías por derechos de autor que garantizarían la dedicación plena a su arte? ¿Alguien lo sabe? Sin necesidad de recurrir a estadísticas, podemos arriesgar que el porcentaje (absoluto o relativo) no debe ser excesivamente elevado. ¿Será esto culpa del “tráfico gratuito e indiscriminado en Internet de películas y canciones” como parece creer Birmajer? ¿Es a partir del surgimiento de la piratería digital que los artistas han empezado a tener serios problemas para parar la olla? ¿O quizás el problema sea un mercado cultural dominado por empresas multinacionales millonarias a las que poco y nada les importa el bolsillo o el estómago de los artistas? ¿Tendrá algo que ver la ausencia de políticas estatales serias que protejan y alienten el trabajo artístico genuino? Un artista tiene el derecho a poder vivir de su arte, quién puede negarlo. Pero habría que preguntarse si la verdadera amenaza para los artistas y para el arte no proviene de los diversos sectores y representantes de una monstruosa industria cultural dedicada a hacer miles de millones de pesos y dólares y euros mediante la explotación de esos mismos artistas a los que dicen querer proteger cuando en realidad lo único que les preocupa son las ganancias astronómicas que desembocan como por un tubo en las cuentas bancarias de unos pocos empresarios globales.

No somos tontos: sabemos que en el capitalismo la música, la literatura, el cine, el arte, son mercancías que se negocian en un mercado; pero también sabemos (y me atrevo a pensar que Birmajer también lo sabe) que quienes se enriquecen obscenamente con la comercialización de esas mercancías —salvo contadísimas excepciones— no son los artistas que las producen. Pero momento: ¿será que la única alternativa que tiene un artista para legitimar su obra y demostrar su talento es someterla a los inocentes arbitrios del mercado? ¿Será que aquel artista que no se enriquece con el comercio de su obra es porque no tiene talento y que la única garantía de verdadero talento es el triunfo mercantil? ¿Será que el único índice válido de la calidad artística de una obra es su volumen de ventas? ¿Será entonces que las pérdidas monetarias que produce el “actual sistema de tráfico de películas y canciones por Internet” afectan a los únicos talentosos, a los artistas triunfadores en las neutrales arenas del mercado? ¿O será que los más afectados son los empresarios que sienten toqueteada su desmesurada parte de la torta, reducidos sus millonarios dividendos, y por eso intentan el manotazo de ahogado de atragantarnos con su SOPA?

Birmajer parece estar más que nada asustado por el deterioro cultural al que se verán sometidos los “consumidores” culpa de los hackers y su “vandalismo virtual”. Raro es que no le preocupe también el deterioro del patrimonio cultural que esos mismos “consumidores” sufren gracias a —por ejemplo— los miles de discos descatalogados por las grandes discográficas debido a que son “productos que no les reditúan”; discos a los que no podríamos acceder si no fuera por ese “tráfico gratuito e indiscriminado” que tanto horroriza a Marcelito B. Esas bondadosas discográficas que —si no fuera por los hackers y su terrorismo 3.0—garantizarían a los músicos la dedicación plena a su arte mediante la justa retribución por su trabajo, son las mismas que condenan al olvido y la desaparición a incalculable cantidad de obras que ya “no les reditúan”, preocupadas solamente del deterioro de sus ganancias millonarias. Y si de deterioro artístico se trata, también cabría preguntarnos qué es eso de invertir en “mejorar la oferta de productos”: ¿las inversiones garantizan “calidad artística”? Pero ¿a qué se refiere Birmajer cuando habla de “calidad”? Porque quiero suponer que este escritor no usa los mismos parámetros para juzgar la calidad de una película o un poema que para, digamos, evaluar la factura de un lavarropas o un paquete de yerba.

Claro que a Birmajer —un justiciero, después de todo— también le quita el sueño que “unos pocos (¿quiénes? ¿los hackers?) se enriquezcan sin permiso con el trabajo de muchos”; sin embargo, no parece inquietarlo el hecho de que unos pocos se enriquezcan con permiso con el trabajo de muchos. Pero claro: esto último es natural, así funcionaron siempre las cosas y así van a seguir funcionando por el resto de la eternidad, ya que así como —según el esclarecido dictamen de Marcelito— la propiedad privada es algo eterno, ahistórico, natural, indiscutible, inmutable, también debe serlo el hecho de que “la mayoría de los artistas prefieren que otro se encargue de la difusión, promoción y comercialización de sus obras”. Dejando de lado lo risible y patético que resulta que un escritor, un intelectual, base su pálida apología de la propiedad privada en la maldición divina de tener que ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente y la simultánea expulsión del Paraíso, deberíamos detenernos en el único momento de lucidez que tuvo Birmajer en toda su columna: sí, detrás del debate sobre la ley SOPA subyace “un ataque contra la propiedad privada en sí misma como concepto”. Bravo, Marce, bravísimo.

Sí. Por más que a escritores como Marcelo Birmajer les cueste creerlo, hay artistas que consideran que la propiedad privada es un hecho histórico, social, arbitrario, cuestionable y transformable. Porque, aunque a M. B. le resulte increíble y horrendo, la propiedad privada no fue decretada por dios desde el inicio de los tiempos, sino que es un producto socio-histórico concreto nacido a partir de determinadas relaciones materiales de producción y reproducción configuradas por largos y complejos procesos sociales, económicos, políticos y culturales. Y así como un proceso histórico concreto en un tipo de sociedad determinada dio lugar en el ámbito del trabajo artístico e intelectual al surgimiento de los conceptos de “derecho de autor” y de “propiedad intelectual”, estamos asistiendo ahora a un proceso histórico concreto, complejo, dialéctico, materialmente contradictorio, que está cuestionando, resquebrajando, transformando esos conceptos en función de nuevas condiciones socio-históricas.

Y participando activamente de este complicado proceso, somos cada vez más los artistas que ya no creemos que “el tráfico gratuito e indiscriminado en Internet de películas y canciones, es más perjudicial que beneficioso”. Somos cada vez más los que dejamos de preferir “que otro se encargue de la difusión, promoción y comercialización” de nuestro trabajo, y nos hacemos cargo, gracias a las herramientas y posibilidades que ofrece el acceso a las tecnologías digitales, de la administración de nuestra propia obra. Somos cada vez más los que creemos que ya no es posible analizar la problemática de la producción artística y los medios de vida del artista en función de los perspectivas tradicionales acerca de realidades complejas como propiedad, ganancia, mercado, difusión, consumo; que el verdadero problema no es “si hay que pagar o no por las canciones y películas que se consumen en Internet”.  Sí, Marce, sí, no te miento: somos cada vez más los que creemos en que es posible cambiar de rumbo, que la producción y difusión de la cultura puede seguir otro camino, aunque no sea nada fácil.