¿Por qué vender como novela algo que claramente no es una novela? La lectura del último libro de Havilio, editado por Literatura Random House, dispara una aproximación, una posible respuesta a un fenómeno que viene fagocitando el mercado actual.
Por Cristian Javier Franco
Intentar una definición del género “novela” a estas alturas ya es más que una tarea ingenua o suicida: es simplemente una pérdida de tiempo. Si nos atreviéramos a arriesgar que una novela es aquel texto que tiene las características A, B, C y D, no tardaríamos demasiado en encontrar una novela sin las características B o C; o con solamente A y B; o que tuviera A, B y C pero H en lugar de D; y así ad infinitum. El problema es, como se ve, irresoluble. ¿Eso significa que cualquier cosa puede ser una novela? ¿Cómo hacemos para saber si un libro es o no una novela? Quizás la solución que tenemos más a mano es regirnos por las omnipresentes definiciones del mercado: novela es eso que nos venden como novela. Lo que en las librerías esté en la estantería de NOVELAS, es una novela. O mejor (para evitar el problema de la discrecionalidad de los libreros): los libros que en su solapa o contratapa o faja estén anunciados como novelas, son novelas. Punto. Aunque esta solución de compromiso peque quizás de excesivamente pragmática o perezosa, al menos nos da un criterio relativamente objetivo de clasificación. Pero existe un problema importante. Si aceptamos sin más la voz del mercado y sus dictámenes, existe la posibilidad de que nos obliguen a leer como novelas cosas que —si abandonamos por un segundo ese criterio pragmático-editorial-mercantil y asumimos alguno medianamente más estético-literario— bajo ningún punto de vista son novelas. Y eso no sería nada si no fuera que a veces son empaquetados y vendidos como novela textos que claramente pueden ser adjudicados a otro género conocido y mejor definido. Es el caso de Pequeña Flor. ¿Por qué vender como novela algo que claramente no es una novela? Se podrá decir que es una cuestión irrelevante, que más allá de la etiqueta que se le ponga el texto es el mismo y en todo caso hay que definir si es bueno o malo, si funciona o no funciona. De acuerdo. Pero existe (o existió) algo que se llama pacto de lectura. Y si a un hipotético lector le dicen Este libro que vas a leer es una novela, tal vez se sienta un poco perplejo o defraudado si cuando termina de leer el libro en cuestión (e incluso mucho antes de terminarlo) se da cuenta de que le dieron para leer algo que es más bien un cuento largo. Ya desde su propuesta formal (un relato en primera persona desplegado en un solo párrafo) Pequeña Flor se ciñe a las exigencias del género breve: una historia bastante lineal donde importa qué es lo que pasa y no tanto a quién le pasa.
Un resumen de Pequeña Flor tendría que decir que es la historia de un tipo (José) que nos cuenta que un día se queda inesperadamente sin trabajo y tiene que empezar a lidiar con las vacuas responsabilidades domésticas de un desocupado. Su pareja vuelve a trabajar y él tiene que encargarse de la casa y de una nena que acaba de cumplir un año. La anécdota del cuento comienza cuando este tipo común y corriente con una vida común y corriente levemente alterada por su reciente traspié laboral va hasta la casa de un vecino a pedirle prestada una pala para trabajar en su jardín y termina asesinando al vecino con esa misma pala. Luego de un par de páginas (después de describirnos las comprensibles precauciones y preocupaciones de un inesperado asesino amateur) el narrador nos descubre cómo unos días después descubre que ese vecino al que le había cercenado el cuello con sus propias manos sigue en realidad vivito y coleando como si nada y sin el más mínimo rastro de decapitación. A partir de este punto el relato empezará a desarrollar las consecuencias levemente sombrías de ese descubrimiento. Hechos cotidianos que oscilan entre lo trivial y lo incierto nos conducirán hasta un clímax final donde la trama cierra de una forma bastante clásica (aunque deja abierta la obligada —tal vez innecesaria— rendija de ambigüedad que exige cualquier relato contemporáneo). Aunque construido con una voz que peca de algunas rarezas retóricas (el protagonista se acerca a un “árbol de proporciones”; encuentra recursos para “combatir los artilugios de la mente”; sus pensamientos “se atolondraron cerca del delirio”; tiene con su mujer una “acrobática sesión de sexo”; etcétera, etcétera) el narrador consigue por momentos hacernos partícipes del agrio derrumbe de su pareja, de sus embelesamientos paternales, de esas nimiedades rutinarias que se transforman en rituales incontrolables.
Haciendo equilibrio entre la fiebre y la somnolencia, permitiéndose digresiones que no aniquilan del todo el interés, Pequeña Flor es un cuento que respeta las pautas clásicas del género breve: unidad temática, linealidad, exiguo psicologismo, desenlace efectista. Por eso (y por fortuna) el narrador no chapotea demasiado en sus jugos reflexivos o existenciales sino que se limita a relatar lo que el cuento exige para funcionar: pequeñas peripecias doméstico-parentales que se acumulan para componer un realismo entre paranoico y alucinado. Está claro que con este relato Havilio quiso (como decía Cortázar que pasa con los buenos cuentos) ganar por knock-out más que por puntos. Con la extensión justa como para leerlo en un viaje de colectivo relativamente largo (recordemos a Poe y su exigencia de que un cuento se tiene que poder leer de una sentada), Pequeña Flor es otro relato efectivo sin más pretensiones que jugar otra vez con los límites difusos que separan maravilla de alucinación. Habrá tal vez quien insista en que es una novela. Otros, más precavidos, la llamarán nouvelle. Cuento largo me parece lo más apropiado; pero también podríamos temer que estemos ante el oscuro desafío de identificar y conceptualizar un género nuevo: la novelita.//∆z