Dos novelas recientemente publicadas tratan la paternidad desde una mirada femenina y desacralizadora.
Por Paula Puebla
Si los cambios de época llegaron a la literatura para permitir la narración de masculinidades sensibles, entonces también han influido para cambiar el modo en que son percibidas, revisadas y escritas las paternidades. Son los casos de Ocho (Chai Editora, 2019), de Amy Fusselman, y de Mi abandono (Ediciones Godot, 2019), de Peter Rock, ejemplos de este paradigma: dos novelas norteamericanas traducidas este año a un castellano amigable para el lector rioplatense.
Aunque en estilos muy distintos, ambas abordan desde una voz femenina la tarea agotadora de narrar al padre, ese primer hombre al que las hijas llamamos “papá”, y se toman en serio la tarea de explorar el vínculo fundacional sin ahorrarse las gracias o las contradicciones. Lejos de la prosa de reconocimiento que Christopher Hitchens le dedica a su padre en Hitch-22 (2010) o que Martin Amis le concede a su padre escritor Kingsley en Experiencia (2000), Rock y Fusselman apelan a la desacralización. Las figuras paternas se perciben distintas no necesariamente porque ellas lo sean, sino porque son abordados desde un lugar donde los procesos de identificación, de admiración y el legado de virilidad son desplazados en pos de relatos no-masculinos.
En Mi abandono, Caroline no describe a su papá sino a su “Padre”. La voz de la protagonista marca en esa diferencia, pequeña aunque capital, la distancia entre ella y la figura de autoridad de una crianza atípica. “Vivimos de un modo distinto al que ustedes están acostumbrados”, dice la niña y argumenta que, para poder hacerlo, para escapar a las instituciones de la sociedad de control estadounidense, “Padre es estricto. Tiene que ser estricto”. Veterano de guerra pensionado, con un perfil paranoico difícil de ignorar, el padre de Caroline elige para ellos una vida silvestre y borrascosa, donde es él quien pasa a ocupar el lugar de Dios y de Estado, de guía espiritual, de faro moral, de gran y único educador.
La vida al margen de la sociedad para este binomio peculiar ―que a los ojos del resto puede reducirse a la de un hombre adulto con una menor de edad, que se bañan y duermen juntos― está plagada de desafíos e incomodidades, tantos que, por momentos, la cotidianidad se convierte en una versión de la libertad demasiado asfixiante. Caroline es una chica dócil, llena de preguntas, que se aproxima a su pubertad y que, casi como un acto inconsciente, comete la falta más temida por “Padre”. De ese modo, la llegada de la institucionalidad en sus vidas, al verse separados por la fuerza luego de cuatro años, irrumpe con la potencia rasante del trauma. “No puedo ver los contornos de los árboles, apenas puedo leer las señales de la ruta. Las máquinas causan más problemas de los que solucionan y yo hace mucho tiempo que no ando en auto”, escribe Caroline. “Siempre es importante recordar que en todo momento hay personas encerradas en edificios queriendo salir”, sentencia.
Ambos personajes se reencuentran, y luego de un periodo de reinserción social forzado huyen hacia lo que el padre de la chica considera apropiado para camuflarse de los agentes de la ley. Solo que esta vez, no son los bosques sino el salvajismo de la ciudad donde irán a vivir. Ahí, sin la naturaleza de respaldo, el modo de vida de tinte anárquico se mezcla con los dramas diarios de los sin techo, los abandonados por el Estado, los que delinquen. Caroline se ve expuesta y se enfrenta a la hostilidad de las decisiones de Padre, sus delirios persecutorios, sus graves errores y no puede actuar como otra que su hija.
No es sino hasta el final de la novela que el texto revela ante el lector su identidad de diario de vida, de bitácora, cuando Caroline confiesa que, junto a su padre, son “una familia de escritores”. Ya sola, es a través de la lectura de los escritos que dejó su padre donde encuentra el perdón y donde, tal vez por primera vez, aparezca el futuro como una semilla en pleno desierto. “A veces me preguntan si tengo novio o si tendré hijos y tal vez eso sea posible, hijos. Cuando pienso en chicos o en hombres pienso en Padre y no veo a nadie como él alrededor”.
En Ocho la voz de la autora se mueve en la ambigüedad de una primera persona testimonial desde la primera línea. Fusselman se oculta en la ficción y se asoma a la realidad a través de un recurso que maneja con solvencia, en tanto borra la línea entre el diario, la autobiografía y la autoficción. Dividida en dos grandes partes, la novela se articula alrededor de dos de las más densas burocracias de la existencia humana que le toca afrontar a la narradora y protagonista: el duelo ―por la muerte de su padre― y el trauma ―a raíz de un abuso sexual sufrido durante su niñez. En este sentido, Ocho se puede leer como un alegato de parte que busca metabolizar los efectos, constitutivos y perjudiciales, de lo masculino desde una voz que no es otra que la de una mujer adulta capaz de ver, dimensionar y comprender lo que los hombres son capaces de hacerse a sí mismos y hacerle a los demás.
A través de fragmentos del diario de su padre del año 1946, Fusselman construye una semblanza de un hombre que trabajó como médico de barcos. Por eso, “Diario de a bordo” es la evocación de una figura que ya no está, la bisagra que hace dialogar a la muerte con el propósito vital de la autora: “Justo después del funeral de mi padre volví a Nueva York para una semana de visitas al especialista en fertilidad”. La búsqueda de la vida y el duelo entablan una conversación donde el dolor y la incertidumbre señalan “la importancia de las acciones cotidianas”.
Con una impulsividad que solo puede encajar en los tiempos de posteos y actualizaciones del social media, Amy Fusselman no teme a ironizar o a quemarse con su obsesión con sentencias como “El deseo es escribir hasta que mi padre vuelva a existir. Sentarme aquí y hacer un encantamiento” ó “¿Qué hay en el hecho de que mi padre está muerto que hace que no pueda dejar de repetirlo?”. La voz de hija se sobreimprime sobre las demás ―la de mujer, la de esposa, la de madre― y solo logra tomar otro cariz hacia la segunda parte de la novela, cuando se enfrenta al desafío de criar a su hijo King y decide experimentar con una terapia alternativa para elaborar las consecuencias del abuso: “Los pedófilos están locos. Lo sé porque tuve uno. Tuve mi propio pedófilo”. Esta vez, el exorcismo, la revisión de su infancia, no es sino en función de un presente que conmina a Fusselman a explorar heridas para seguir adelante.
Las nuevas masculinidades en la literatura revelan la lucha íntima que sostiene el hombre con el padre que habita en él y propone develar sus secretos. Como niñas que abren su cajón de la mesa de luz por primera vez y descubren lo que esos padres guardan dentro, en Ocho y Mi abandono las voces de las hijas despejan a la paternidad de su mitología y alumbran, hasta encandilar, los rincones donde otros solo narran sombras. //∆z