Treinta años después, George Miller relanza su distópica saga de culto con Mad Max: Fury Road. Su inaudita espectacularidad visual es apenas una de las razones por las que hay que verla en cine.

Por Martín Escribano

George Miller siempre fue partidario del cine físico. Al menos cuando se dedicó a filmar esos dos westerns sobre ruedas que son Mad Max y Mad Max 2: The Road Warrior (la tercera entrega, Mad Max Beyond Thunderdome, sería un paso en falso). Tres décadas después de la última entrega, y luego de dirigir películas como Babe y Happy Feet (sí, en serio) decidió volver a la saga que lo elevó al status de director de culto.

Pocas veces una espera tan prolongada valió tanto la pena. Con un presupuesto 150 veces (!) superior al que manejó en 1979 para iniciar la, hasta ahora, tetralogía, Miller optó por no traicionarse y seguir apostando por esa “elementalidad de lo físico (…) en la que cada auto roto es un auto realmente roto”. Hay en él más de artesano que de diseñador, y lo hace notar.

Ya sin Mel Gibson y con un panorama mundial distinto al de principios de los ochenta, en Mad Max: Fury Road el foco está puesto no tanto en el petróleo y sus derivados sino en el agua que, de tan escasa, parece ser una sustancia capaz de enloquecer. El “nuevo” (mismo personaje, distinta historia) Max Rockatansky (Tom Hardy) se la pasará huyendo toda la película pero su escape no es ni por las tapas el más interesante. Ocurre que se suma, sin quererla ni beberla, al plan de una mujer que decide desviarse del régimen establecido. Furiosa (una brillante y calva Charlize Theron) se harta de la tiranía patriarcal de Immortal Joe (interpretado por Hugh Keays-Byrne, quien también actuó en la primera Mad Max) y enciende el fuego de la rebelión. Líder de un grupo de mujeres fértiles llamadas “paridoras”, pretende dejar de ser un mero engranaje dentro del gran sistema de cuerpos y poder disponer del suyo.

mad max fury road

En el postapocalipsis los cuerpos valen por sus agujeros y sus fluídos. Bocas, vaginas, óvulos, sangre, sudor, leche materna. Como los Fremen del planeta Arrakis en Dune, esa obra maestra de la literatura escrita por Frank Herbert, el patriarca sabe que el capital biológico es escaso y debe ser preservado, controlado, vigilado, administrado. Y si para eso hay que someter por medio del trabajo, la tortura y la religión, pues adelante.

Son varias las cadenas que se cortan a lo largo de las dos horas que dura Mad Max: Fury Road.Es una acción tan sencilla como significativa pero el director de fotografía John Seale se encarga de enmarcarla con precisión dentro de la enormidad del desierto de Namibia. Su capacidad para orquestrar las dantescas persecuciones excede cualquier elogio; los exteriores diurnos y nocturnos donde se desarrolla la revolución son inolvidables.

Ha vuelto Mad Max, ha vuelto el mejor George Miller. Eso supone una buena cantidad de freaks a bordo de autos, motos, camiones cisterna, tractores, big-foots, rodados de cualquier grupo y factor acelerados a fondo con el fin de dar caza y, ya que estamos, romper todo. Claro que el combustible de este cine físico, kitsch y delirante es una idea. “El futuro pertenece a los locos” se lee en los pósters, pero parece que las únicas locas dispuestas a patear el tablero son las chicas. Si el futuro les pertenece o no, está por verse… lo que es seguro es que son ellas quienes lo posibilitan. ¡Vamos las pibas!//z