Más pena que gloria para la adaptación cinematográfica de La chica del tren, el best-seller de Paula Hawkins.

Por Martín Escribano

No alcanza una actriz para salvar una película, menos aun cuando se la dirige desde el estereotipo. Una Emily Blunt excesivamente maquillada y visiblemente afeada, hace lo que puede en la intrascendente La chica del tren. Dirigida por Tate Taylor (The Help: Historias Cruzadas), el argumento nos presenta a Rachel (Emily Blunt), una alcohólica atribulada con la que se hace difícil empatizar, que toma el tren desde los suburbios hasta Manhattan diariamente y que aporta una pista clave en un caso de desaparición.

Su trayecto incluye pasar por delante de la casa donde antes vivía y que ahora habitan su ex, Tom (Justin Theroux, insólitamente desaprovechado) junto a Anna (Rebecca Ferguson), su nueva mujer, y su hija bebé. A algunos metros viven Megan (Haley Bennett) y Scott (Luke Evans), quienes a ojos de la protagonista, representan la pareja perfecta. Un día Rachel ve a Megan en el balcón con otro hombre, poco antes de desaparecer. ¿Fuga de amantes? ¿Secuestro? ¿Asesinato? De un momento a otro Rachel se transforma en testigo y también en sospechosa. Sus lagunas mnémicas producto del alcohol le impiden saber cuál fue su papel en la desaparición. Solo recuerda que estuvo en las inmediaciones del lugar donde Rachel fue vista por última vez.  Habrá que buscar la respuesta en sus recuerdos.

la chica

Por la senda de Memento (2000) y Perdida (2014) transita La chica del tren, mezcla de thriller psicológico y melodrama suburbano que se desinfla a medida que pasan los minutos. Las historias de Rachel, Megan y Anna, tres mujeres unidas por el mismo elemento: un bebé (una no puede tenerlo, una lo tuvo y lo perdió, una lo tiene) se entrecruzan bien en el libro, amalgamadas por un suspenso que mantiene atento al lector pero que brilla por su ausencia en la película. Desaparecido el suspenso y por puro descarte, el whodunnit cae cuando todavía queda mucha película por delante.

El problema más importante que tiene La chica del tren es que al espectador le ocurre algo similar a Rachel. Así cómo ella no puede dejar de mirar la vida privada de la pobre Megan y el ultramacho Scott, el espectador no puede sustraerse de la violencia gratuita que entrega el guion de Erin Cressida Wilson. Ninguno de los personajes queda muy bien parado: Anna se remite a ser madre, Megan a duras penas parece un ser vivo, Rachel solo ofrece depresión. Tom y Scott tienen mucho de ornamento, y el tercer hombre, el psicólogo Kamal Abdic (Edgar Ramírez) se destaca por su falta de ética profesional.

Mujeres víctimas y hombres victimarios. Nada bueno puede salir de ahí, ni en la realidad ni en la ficción.//∆z

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