La editorial Caballo Negro publicó una selección de artículos sobre arte en los que el escritor cordobés combina su erudición y capacidad de observación.
Texto e ilustraciones por Gabriel Reymann
Los puntos de entrada más frecuentes a la hora de hablar sobre Jorge Baron Biza suelen ser tres: en primera y más que merecida instancia, su única novela publicada, El Desierto y su Semilla; y en segunda y tercera instancia, en sucesión casi indivisible, el inefable derrotero de su familia y su trágico suicidio (curioso es que Salvador Benesdra, el autor de El Traductor, el libro capaz de pelearle el título de mejor novela argentina de los últimos 20 años a El Desierto, sea también un suicida). Lo dicho: a la novela no le faltan méritos de por sí, pero no debe faltar gente que encuentre en ese acto de cierre vital un plus de coherencia o credenciales que digan “mirá, mi sufrimiento era real“. Todd Rundgren nombró a un disco suyo El siempre popular efecto del artista torturado y no le erró; creemos que la biografía y los actos son la obra y no, no es así. La heroína no es lo que hacía escribir así a William Burroughs: hay otra cosa intangible que hace falta, y encontrarlo es parte del viaje de cada uno, artista o no.
Sería bueno que un cuarto punto de entrada se sume al abordaje sobre la vida de Baron Biza: su trabajo como crítico de arte. Su entendimiento —autodidacta, vale la aclaración— sobre el mundo del arte y en particular de las artes plásticas es algo que merece ser (¿re?) descubierto. Hace unos años Caja Negra tuvo el buen tino de editar una recopilación de artículos y reseñas suyas bajo el nombre de Por dentro está todo permitido —cita a Céline—. Afortunadamente, Por dentro y Al rescate de lo bello (Caballo Negro editora, 2018) no comparten contenido alguno.
Donde Por Dentro… alternaba críticas y reseñas sobre estética con semblanzas de celebridades y artículos con variopintas observaciones sobre la sociedad —fundamental el que refiere a las inscripciones de los presos en las cárceles—, Al Rescate… se centra, exceptuando un par de textos ficcionales, en el mundo del arte: es producto de la labor de amor por parte de Fernanda Juárez, periodista, amiga y asistente de Baron Biza que rescató y recopiló estos textos; algunos encargados para catálogos de muestras, otros escritos para La Voz del Interior.
Uno de los puntos nodales del libro —y de la tarea crítica de Biza— es su propia postura frente al conocimiento como sujeto de enunciación. En el esquema de relaciones sociales, la erudición o la demostración de conocimiento habitualmente connotan una asimetría entre sujetos de la comunicación; el portador de saber es alguien que se formó y deviene receptor de respeto porque, en definitiva, solemos entender que la sabiduría es pedigrí e imperio sobre otros. Nada más lejano del acercamiento de Baron Biza que parecía guiarse por una pulsión comunicativa, en el sentido más etimológico posible: “esto que poseo es para poner en común, para compartir con el lector”. Una concepción cuasi-infantil —en un modo no peyorativo—: compartir el descubrimiento, el embelesamiento y la fascinación del placer sensorial.
Mas esa fascinación con el mundo de la estética dista de caer en el lugar común del arte por el arte; el recorrido de los contenidos que abarca el libro es generoso. Encara semblanzas de artistas tan disímiles como Yoko Ono, Antonio Berni o Henry Moore; la tan mentada insularidad federal a la cual se lo asocia se ve reflejada en artículos riquísimos sobre la tradición del desnudo y el modelo vivo en la pintura cordobesa o la relación entre la geografía argentina y los paisajistas —sus condiciones de producción, bah—. Y hablando de aquello que posibilita materialmente el arte, Baron Biza se pasea por tópicos como el lavado de dinero, qué significa una capital artística y el arte en internet; hablamos de comienzos de los 2000, cuando la red virtual no tenía tan asentado su rol de omnipresente divina tv führer.
Quizás el artículo que más llame la atención sea la nota para La Revista sobre la muerte de Alberto Olmedo, que no se centra en las habladurías y morbo de rigor del caso, sino en el agujero negro que genera a su alrededor una figura talentosa y querida cuando abandona el plano físico. Posee un tono melancólico ligeramente desgarrado y, como bien señala Juárez en el prólogo, es tentador no hacer un paralelismo entre ese vacío y el que dejo Baron Biza con su suicidio; como también señala ella, pese a la pérdida y la ausencia hay cosas que sobreviven a la extinción y allí están los libros de Jorge Baron Biza para dar cuenta de ello. //∆z