Tras seis años de silencio, el regreso del proyecto de Albarn/Hewlett construyó la banda sonora para bailar en el apocalipsis: Rap, funk, soul, rock, mucha robótica, matices electrónicos y experimentación. 

Por Pablo Díaz Marenghi

Es evidente la propensión del artista por intentar comprender el pulso de la época. Por utilizar sus métodos expresivos, la música puede ser uno de ellos, para intentar comprender qué es lo que pasa. Qué nos preocupa, de dónde venimos y hacia dónde vamos. La ligazón entre tecnología y decadencia está cada vez más presente en diferentes obras. Si a esto le sumamos el contexto sociopolítico de un capitalismo salvaje cada vez más feroz, en donde las desigualdades sociales se recrudecen, en donde los gobiernos populistas retroceden ante el avance de las neo-derechas neoliberales y donde EE.UU se consolida aún más como potencia transnacional, encontramos un caldo de cultivo que puebla diversas obras. En Humanz, (2017) esto es evidente y se podría señalar un paralelismo con otros álbumes lanzados en este año, como Automaton, de Jamiroquai o Is This the Life We Really Want?, de Roger Waters. Incluso el baile, como rito de exorcismo y catarsis, en el medio de un humanismo que parecería ir camino a transformarnos en zombies hiper conectados, aparece en las obras de Albarn y Jay Kay. Como una especie de paliativo ante la tragedia inminente. En la misma línea que dijo alguna vez la anarquista Emma Goldman, “Si no puedo bailar, tu revolución no me interesa”.

Otro ladrillo en el muro

El regreso siempre es una excusa para llamar la atención del público. Una banda que se vuelve a reunir para una última gira. La secuela de un filme exitoso. La continuidad asegurada de la serie del momento. En este caso, tras un parate desde su último lanzamiento, The Fall (2011), la banda de dibujos animados más célebre pergeñada por el siempre inquieto Damon Albarn y el historietista Jamie Hewlett también agitó el avispero de la opinión pública cuando anunció su nuevo álbum. Humanz (2017) llegó a fines de abril luego de algunos cortes de difusión e historias animadas. Su regreso no es para nada escueto o improvisado. Se anunció con anticipación, incluso de un modo profético, que se inspirarían en un hipotético triunfo de Donald Trump en las elecciones presidenciales de EE.UU. Lo que parecía ser una ucronía, algo que para muchos era impensado, se transformó en una profecía autocumplida formada por un coctel musical explosivo. Con invitados de lujo -algunos experimentados y otros jóvenes promesas-, retoma la esencia de la banda al mezclar rap y pop y le agrega otros matices (como música afro, electro, rythm and blues y mucho dance) y acrecienta una reflexión que parece preocupar en demasía al cantante de Blur, que ya expresó esto en su disco solista (Everyday Robots, 2014): la mutación de la especie humana a partir de la penetración de la tecnología sin límites. Algo que sintetizó en una entrevista al diario El País: “El pasado es aterrador, el futuro es el transhumanismo”.

Albarn lo define como “un disco de diálogos. Son conversaciones entre hombres y mujeres, pero situados en una noche muy extraña, una noche en la que nadie está muy seguro de lo que va a suceder al día siguiente”. Arranca con un tema bien gangsta, “Ascension”, en donde Vince Staples rapea sobre la muerte de dios mientras el cielo se está cayendo. Gorillaz nos muestra “policía en todos lados como si un negro matara a un blanco”. Aparece el racismo, el conflicto social de entrada. Uno se imagina a chicas del Bronx haciendo twerking con 40 grados a la sombra mientras sonidos computarizados, bases, coritos de fondo se entretejen en una canción bien black panther. A mitad de camino irrumpe Albarn de fondo, cuasi fantasmal: “Ataque en Irak/ todo en línea, tipeando rápido y borrándose de mi mente”. La construcción del terrorismo árabe como el enemigo, el paradigma de occidente cuello blanco bienpensante, la destrucción que ocasionaría un racista furibundo al mando de la primera potencia, son algunas de las claves retóricas de esta obra.

Las canciones se ven interrumpidas por varios interludios de pocos segundos con frases, sampleos y breves compases electrónicos que complotan con la hilazón del disco. No aportan demasiado y vuelven a la escucha algo atolondrada. La cuestión de los cuerpos y de la danza a pesar de que el mundo se caiga a pedazos aparece en casi todas las canciones con diferentes matices. En “Strobelite” todo es más disco y funky. Esto ya se nota en la voz de Peven Everett y en el riff electrónico del comienzo. Aparece un tono mucho más R&B en el ritmo y el tempo. La canción se pregunta: “¿Estamos demasiado lejos para ser como uno de nuevo? ¿Cómo termina esto?” La incertidumbre aparece tamizada por el romance que aborda la letra. Otro crisol de sonido se detona en “Saturn Barz”, uno de los mejores temas del disco. Aquí se vuelve todo más ragga-style, por el aporte del Dj jamaiquino Popcaan, con un groove bien reagge-roots que deviene en un rap deformado, mutante y afro. Su voz se vuelve cyborg, se desparrama por la estructura sonora del grupo, con bajos muy pesados y al frente. Vuelve a aparecer Albarn en un segundo plano mientras se cuenta la historia de un pibe que sueña con tener una casa, auto y moto. Aparece la superficialidad de esta tierra prometida por Trump, el culto al materialismo pero también el sacrificio, el vicio, la derrota perpetua del héroe de la clase trabajadora.

gorillaz humanz

El manifiesto cyborg

“Momentz” continúa en la misma línea: todos los instrumentos en su máxima potencia, volumen al taco y a subirse al parlante como si el mundo se terminara mañana. Todo comienza con un tecladito que parece salido del Super Mario Bros. Una alusión a la retromanía, la nostalgia de toda una generación que hoy lucha por no ser millenial. Aquí se retoma un pathos bien gangsta y la colaboración de De la Soul, emblema del hip hop de Long Island no sigue el ritmo y su enorme talento interpretativo se desperdicia. Podría haber sido una enorme canción del tipo “pelea de gallos” pero más bien funciona como un tema de transición. “Non conformist oath” (Juramento no conformista) es quizás el interludio más representativo del espíritu del álbum. Cuando una voz, desde las sombras, anuncia “Prometo que seré único” en un tono de campaña presidencial, es una referencia casi explícita a Trump.

Luego el álbum sube aún más la intensidad, con “Submission”, en donde Kelela desordena todo junto con Danny Brown, una especie de Outkast. Es el tema más erótico del disco; su voz seduce a través de una base bien tecno con toques de soul pintando un paisaje de desamor. El sonido remite al mar, lo costeño, y es ineludible que uno no lo sitúe en África por los orígenes etíopes de la cantante. Le sigue “Charger”: uno de los mejores temas del disco y el más disruptivo. Es el track que mejor combina el rock con lo robótico, a través de un riff de guitarra procesado que se repite en loop. Luego una risa de fondo bien macabra, aceleraciones y la voz de  Albarn se funde con la mítica Grace Jones. La jamaiquina, amiga de Andy Warhol y ex pareja de Dolph “Ivan Drago” Lundgren, aporta pinceladas ominosas en la oscuridad de su vibrato.

“Andromeda, For Ethel” es de las canciones más bolicheras y otra de las más logradas. Aquí Albarn canta mucho más, hay progresiones sonoras bien electro, mucho space rock y grandes arreglos vocales en los coros. Aparece el rapero D.R.A.M y en la letra se cuela el abogado Bobby Grace y la post-verdad, este concepto que ayudó a reflexionar acerca de cómo la emotividad y lo emocional parecerían importar mucho más que lo fáctico en estos tiempos. La gente siente y, a veces, no piensa. Esto, para muchos, es la explicación del triunfo de Trump que aparece de manera lateral en este track. “Habla con la multitud, la mierda comienza esta noche, lo hiciste para los mejores tiempos”, cantan y parece como si la invitación al baile anularía cualquier accidente social.

“Busted and blue” es otro punto muy alto del disco, que parecería un Lado B de Everyday Robots, por abordar de manera directa las obsesiones por la tecnología de Albarn. Es la pausa necesaria del álbum. Una invitación serena a la reflexión. ¿Acaso hay algo en los genes británicos que acelera la paranoia sobre las nuevas tecnologías? ¿Es casual que hayan surgido de las islas Jay Kay, Waters, Albarn y Black Mirror? Albarn canta que es un satélite, mientras se refugia en leitmotivs del hip hop más sutil y también aparece algo del Blur de The magic whip (2015).

“Carnival” vuelve a sugerir el volumen al tope. Mucho hip-hop, soul y una impronta bien funky con una letra que reza “Jugamos para ganar, solo para encontrar la oscuridad”. En “Let me out” se materializa un dueto rarísimo: el gangsta del bronx Pusha-T se fusiona con Mavis Staples, una duquesa de la música negra, el R&B y el gospel. Albarn es una especie de árbitro, una ligazón entre estos dos contrastes de lo viejo y lo nuevo. Un rol que recuerda a esa costumbre que tiene de jugar al ping pong con sus invitados en los baches de la grabación. Aquí estas dos voces van a lo profundo y lo más desgarrador. La letra abandona cualquier metáfora: “Obama se ha ido/ ¿Quién queda para salvarnos?/ todos juntos lloramos/ rezo por mis vecinos, dicen que es obra del Diablo y Trump está haciendo favores/ Dices que soy peligroso, yo hablo por los sin nombre”. Aquí hay un canto por los desamparados que la pasarán mal en el mandato del malévolo ex conductor de reality shows. Aunque de aquí se desprende una advertencia respecto a la banalidad del mal: ¿Era acaso Obama un salvador? ¿No estarán cayendo Albarn y compañía en un progresismo blando, twittero, de ciertos sectores del Partido Demócrata que se escandalizan por el triunfo de Trump pero hacen silencio ante las atrocidades cometidas por sus correligionarios? Ese es quizás el punto más flojo del enunciado de este disco.

En “Sex murder party” hay una frase clave: “Estoy atrapado en este baile de máscaras”. De nuevo la superficialidad, lo banal, la post verdad. El ritmo es un acompasado hip hop, mixturado por la voz de Albarn que recita “Yo conduje a los niños, En lágrimas de tu prioridad”. Otra vez un dueto que rankea alto entre el emblemático músico de house Jamie Principle y el hiphopero queer Zebra Katz. “She is my collar” es una canción de amor obsesivo con una pincelada de la versátil voz de Kali Uchis (colombiana y estadounidense) con un Albarn bien cyborg. Otra muestra de cómo experimenta el cantante con los diferentes matices de su voz. Es fácil imaginárselo toqueteando botones, subiendo y bajando perillas, intentando discernir entre infinitos efectos de computadora y riéndose, con su diente de oro brillando, ante el resultado final.

Armas para el pueblo

Las dos últimas canciones, “Hallelujah money” y “We got the power”, le dan al álbum un cierre sólido (aunque en una edición de lujo se agregan seis canciones más, entre ellas “The Apprentice”, en honor al reality de Trump). La primera es la mejor canción Anti-Trump escrita por la banda de las caricaturas 2-D, Murdoc, Russel y Noodle. Aquí hay muros, dinero, espantapájaros y la oscura voz de Benjamin Clementine (uno de los invitados que más cautiva e invita a explorar su obra), una especie de crooner en clave Nina Simone, poeta y artista multifacético categoría 1988. La última canción del álbum llama la atención por muchas razones. En primer lugar, porque cierra la grieta del britpop entre Blur y Oasis (más inflada por la prensa que otra cosa), teniendo a Noel Gallagher como invitado en guitarra y coros. También vuelve D.R.A.M en voces, el talento de la electrónica francesa Jean Michel Jarre en sintetizadores y una de las perlas es la inclusión de Jenny Beth, vocalista de Savages. Aunque esta última pierde peso entre tanta mezcla. El final es obvio y la letra un cliché ya desde el título. Una especie de “Power to the people” de Lennon pasada por el tamiz de la electrónica y el hiphop que pueblan a este disco. Sirve como para evidenciar el mensaje, aunque de manera bastante burda, que la banda desea transmitir en estos tiempos. “Tengo mi corazón lleno de esperanza / Voy a cambiar todo/ Sin problema de qué dije/ O cuán imposible se vea/ Tenemos el poder/ Lo hicimos antes/ Y lo haremos de nuevo/ Somos indestructibles”. Es una lástima que se termine por confiar tan poco en el escucha, más teniendo en cuenta que el disco maneja buenos niveles de sutileza aunque de manera irregular. Este último track sirve para cumplir con lo justo. Es un gol sobre la hora. Se consiguen los tres puntos, incluso con la perla de la inclusión de Noel, pero no deslumbra ni un poco.

El regreso de Gorillaz es irregular. No podía ser de otra manera ya que, en estos tiempos de atención flotante, pantallas ubicuas y significantes vacíos, es una tarea ardua la elaboración de un álbum de casi 50 minutos de duración y 20 tracks que cautive y conforme al escucha de pe a pa. Los fanáticos de Gorillaz estarán más que satisfechos, ya que en líneas generales el balance es positivo. Al trabajar con un tema tan de actualidad, es posible caerle por varios costados a sus letras. Por otra parte, al haberlo realizado antes del triunfo de Trump, también esto le brinda una frescura digna de destacarse y un valor agregado de tintes proféticos. El crítico musical Diego Fischerman escribió una vez, hablando sobre Pink Floyd: “La música es, a la vez, montones de cosas. Un conjunto de ritos. Una manera de incluirse (y de excluirse) y de incluir y excluir a otros. Una forma de construir identidad social. Lo que muchas veces se olvida es que, además, es música”. Dimensionando la forma y el contenido, las letras y los sonidos, Humanz nos habla a todos nosotros, los seres humanos del 2017, y dispara preguntas acordes a lo que nos está pasando y, por qué no, a lo que nos podría llegar a pasar. Incluye a los que tengan ganas de cambiar el mundo bailando y excluye a los que intenten fortalecer las desigualdades sociales. La propensión de Albarn a la mutación permanente y a intentar ser una especie de intérprete de la realidad 2.0 construyen su juramento no-conformista.//∆z