A 30 años de su muerte, recordamos a uno de los artistas fundamentales para la reanimación de una escena cultural golpeada por la dictadura militar. Virus, los ’80, la diversión en tiempos solemnes y una estética al servicio de una obra.

Producción periodística por Alejo Vivacqua

Foto de portada gentileza de Alejandra Palacios

“Hay mucha gente que cree que atender el cuerpo es una cosa estúpida, que bailar es perder el tiempo. Yo creo que atender el cuerpo es igual que atender la mente: es tan elevado lo uno como lo otro”.

F.M.

21 de diciembre. En una fecha que hoy aparece sensible para cualquier argentino con dignidad, hace tres décadas, en un país que no terminaba de salir del horror y se preparaba para entrar en otro, Federico José Moura Oliva moría a los treinta y siete años en un departamento antiguo sobre la calle Piedras.

A pocas cuadras de allí, trescientos sesenta y cuatro días antes, un italiano pendenciero y enérgico que había llegado escapándose de la heroína fallecía por culpa de un hígado castigado. En marzo del ’88, Miguel Ángel Peralta, apenas unos años mayor que el resto, terminaba en una clínica de Munro una vida intensa y nómade. Los tres, inquietos y magnéticos por naturaleza, referentes de una escena nacional que se había visto revitalizada a hierro y fuego post guerra de Malvinas, terminaban de trazar en el lapso de un año el mapa necrológico de una generación que había visto, soportado y omitido demasiada muerte.

Que de Luca Prodan se ha escrito bastante —aunque quizás nunca sea suficiente—, es cierto. También es seguro que Miguel Abuelo merece más espacio y mejores lecturas. Pero el calendario periodístico, al que cada tanto vale la pena seguir, a veces lleva a ejercitar la memoria: en una fecha redonda, con la imposición grata y poco frecuente que algunos deadlines otorgan, la propuesta era hablar sobre Federico Moura. Y, claro, sobre Virus, la banda platense que también tuvo (y tiene) como protagonistas, entre idas y venidas, a Julio y Marcelo Moura, Daniel Sbarra, Enrique Mugetti y los hermanos Ricardo y Mario Serra.

Escritores/as, fotógrafas, músicos/as, ilustradores/as y periodistas fueron invitados/as para la ocasión, en un acto colectivo que, siguiendo la dispersión que arrastra la memoria, intenta proyectar una imagen vívida de un personaje, una banda y una época que son vitales para entender parte de lo que percibimos (y padecemos) política y culturalmente en estos días.

Cuerpo, goce, democracia, enfermedad, ironía, sexo, calle, vanguardia. En un rápido escaneo por los textos, las palabras que resaltan por su peso —y sin ánimo de anticipar nada— son al mismo tiempo significativas e inevitables. Suficiente, entonces, con la introducción. Empecemos.

 


Sin disfraz – Por Barb Pistoia (@barbmatata)

“Esto es político”, le dijo Marcelo Moura a su madre cuando tenía diecisiete años. En una entrevista con Infobae lo explica así: “Ya habían desaparecido a Jorge, y a mí no me daba ir a tirarle piedras a Videla, pero teníamos otra forma de hacerlo”. Esa forma era hacer canciones. Ergo, con inteligencia lúdica, con frescura emocional, con vanguardismo político y cultural, Virus irrumpía en escena y ya nada sería igual.

Cuando un directivo de la discográfica le sugirió a Federico Moura que disimulara su homosexualidad, no sólo por un tema de imagen, sino porque las chicas morían de amor por él y sería una desilusión para ellas, su manera de canalizar la furia fue, entonces, hacer una canción. Así nace Sin disfraz, incluida en Locura (1985), el disco de la libertad y espiritualidad sexual por excelencia de Virus, el Purple Rain de nuestro idioma. Si bien en cuanto a discos prefiero al siguiente, Superficies de placer (1987), es muy difícil no entregarse a una de las mejores líneas de todos los tiempos: “en taxi voy, Hotel Savoy y bailamos”.

“Hay que llegar al fondo de las cosas para entender”, ironizaba cuando se cuestionaba a Virus como una banda banal, lo cual era un cuestionamiento frágil y cómodo teniendo en cuenta temas como “El banquete”, “Densa realidad”, “Ellos nos han separado”, por nombrar algunos. El punto que molestaba (incomodaba) era otro, y era que la banda significaba un fuck you total y absoluto a lo establecido, al qué dirán, eran una cachetada a un país tosco, a veces muy cerca y otras demasiado lejos de la soberanía en todas sus representaciones posibles, desde la propia carnal hasta la política colectiva. Por suerte, hicieron escuela.

Foto: José Luis Perotta

La voz y las letras de Federico Moura fueron siempre in crescendo, y nunca dejan de percibirse atmosféricas, climáticas, anatómicas. Su cuerpo en movimiento es un justo anexo al ritmo de su poesía. Como un enviado de Eros, aportó una sensualidad viva y encendió el fuego de la libertad del goce en una escena prejuiciosa, chata, monótona, y se coló, así, con una desfachatez exquisita, entre los tabúes de una sociedad que venía de dormir bajo las botas de los militares y su dictadura más feroz, una sociedad que apenas asomaba a la primavera alfonsinista y no imaginaba su derivación en la primavera del Pacto de Olivos.

En mi mente, su voz funciona como una ruta, como un viento fresco de pulsión; escucharlo es, sino el único, uno de los momentos en los que siento alcanzar una idea de paz, y no hay ni una vez que no recuerde a Fernando Peña definiéndolo como un guiño de libertad, como una esperanza. Pero como todos sabemos el lado B de la esperanza, es bueno tener a mano una de sus últimas entrevistas, realizada por Tom Lupo, en la que Federico nos recuerda con sabiduría que “es mentira que las cosas pueden mejorar, solamente se transforman”.


Lo que el sida se llevó – Por Alejandro Modarelli

Como en aquella célebre performance del dúo chileno Las Yeguas del Apocalipsis, en el deván de mi memoria ochentera se une la canción Encuentro en el Río, que suena a los galopes aéreos de la vida iluminada por la muerte en el glamour de la tragedia. El color azul recorre los sonidos de una época, la ceguera sidótica de Derek Jarman, que filma su última y ya única manera de ver el mundo; aquel sendero a la mexicana de los elegidos para llevar cantando al altar de los cementerios la rosa negra. Un camino de ripio que se bifurcaba entre el misticismo sobreviniente ante la convocatoria de la muerte y los coágulos de neumonías en evasión al violeta. El azul: color del amor universal con el que Federico Moura diseñaba su mortaja hecha de hilos de placer en el fatídico 1987, cuando en Río de Janeiro recibe la noticia de que llevaba en la sangre el pharmakos que teñía de sabiduría el río de aguas fatales, como unos años más tarde el poeta Néstor Perlongher. Moura decía en broma que el virus le pasaría de largo porque que era famoso.

Escribo estas líneas desde la supervivencia. No son lo mismo las elegías que celebran al héroe victorioso que las metáforas del trauma siempre jamás olvidado del superviviente, que eso soy y me siento. En la galería transmundana del sida se amontonan los retratos de artistas tan admirados. Escenarios donde el genio queda afantasmado y las voces y la música son el llamado a la cita ocasional. Virus buscaba en el inicio de una nueva época (lo que se experimentaba como renacimiento argentino) la clausura vivificante y amanerada de la dictadura militar mediante su transfusión de goces y estilo, pero pareciera que junto con el desencanto de la democracia, quizá profético anuncio de lo que devino, su rock sidado prefirió elevarse por sobre el plan Austral a un plano astral.

Pienso cómo atravesé esos años tan felices con la certeza de la muerte inmediata a mi alrededor. Se convivía con la muerte como con la fiesta, y ahora, que pasé ya la mitad, y más, de mi vida, vuelvo a esas intensidades veinteañeras comprendiendo por completo, por fin, lo que en mi juventud me resultó tan poco transparente. Yukio Mishima escribió que la muerte es el lugar de la belleza última, siempre y cuando se muera joven. El bello cadáver del barroco alemán. No obstante, el sida -pienso ahora- desmiente a Mishima, que escribía eso en los años setenta. Los cadáveres ochenteros estaban avergonzados por el estigma con que los despedía la sociedad aterrada con los efectos deformantes del placer, como si la cercanía excesiva de los cuerpos transformase la blandura de un culo en un zoológico de animales en descomposición (pienso en la tapa del disco de Virus con la imagen de un culo sin género que levantó tanta maledicencia: “esa marica de Moura ya se pasa”).

Si el lugar de la belleza última de la que hablaba Mishima es la tragedia que de pronto te abraza en plena juventud, comparto. Pero si es el cuerpo, creo que lo será en la medida en que es arrastrado por el río aéreo, por el azul ciego que cura  las marcas visibles del sida. Son cuerpos heridos que no dejamos de encontrar cuando el ángel de la historia me visita, se me sube como un pájaro en el hombro, guiándome hacia atrás en medio de la tormenta. El día que me muera, morirán conmigo los fantasmas queridos y lastimados. Imagino los sonidos hermosos que vestirán la escena de la partida, el color azul que es mi preferido, los recuerdos eróticos de mi primera juventud cuando todavía creía en los dones de la democracia liberal, a contrapelo del desencanto de Virus, que presagiaba el virus del presente que ya no se envuelve con el arte de las grandes tragedias rockeras sino con el abandono en las calles de esos que son los nadies de la ciudad democrática de hoy.


Tomo lo que encuentro – Por Sergio “Cucho” Costantino

Invierno del ’85. Viajaba en el 12 desde Palermo a La Boca. Me iba a encontrar, como hacía todos los fines de semana, con una novia, que entonces era una incipiente actriz. Y yo era un incipiente estudiante de cine. En el colectivo sonaba “Tomo lo que encuentro”,  que era un hit en esa época y a mí se me había pegado. Cuando llego a su casa, mientras nos apurábamos para hacer el amor, porque lo hacíamos siempre de manera urgente, le canto al oído No me imaginaba que eras tan Lelouch… Ella me pregunta si me gusta Lelouch, y yo, en mi ignorancia, le digo que sí, sin saber muy bien a qué se refiere. “¿Qué viste de Lelouch?”. No sé, le digo, ¿qué es Lelouch?

– ¿No sabés quién es Claude Lelouch?

– No

¿Pero vos no estudiás cine?

– Sí

– ¿Y no conocés a Lelouch?

Y  a partir de ese momento empecé a alquilar películas en VHS. Me enamoré de casi toda su obra, especialmente de Un hombre y una mujer (1966). Pero dentro de su obra encontré un cortometraje que se llama C’était un rendez-vous (1976), que quiere decir algo así como ‘el encuentro’, y casi treinta años después tuve la dicha de hacer la película Imágenes Paganas (2013), donde emulo ese corto de Lelouch. En una parte de la película hago ese corto exactamente igual. Es un plano secuencia, con una cámara montada arriba de un auto, que recorre París al amanecer a 200 kilómetros por hora, y llega a un punto final luego de ocho minutos sin cortar y un hombre se baja de un auto y se encuentra con una mujer. Una cosa impresionante. En Imágenes Paganas hago algo parecido en la ciudad de La Plata, la ciudad de Federico, con ese plano secuencia y musicalizado, obviamente, por “Tomo lo que encuentro”. Cuando se estrenó la película llamé a esa incipiente actriz, que hoy es una gran actriz y se llama Inés Estévez, y le conté esta historia. Recordaba muy bien que yo me había hecho fanático de Lelouch por esta canción, así que le agradezco a Federico y a la vida haberme encontrado con su arte y con su música. Como dice Lalo Mir al final de la película: “Los ídolos nunca mueren, viva Federico Moura, viva Federico Moura”. Esa frase la grita en un recital en La Casona de Lanús, en el año ’88, en la primera vez que toca Virus sin Federico. Todos los años tocaban ellos y Soda Stereo en ese bar para cerrar el año, y así, como termina la película, también lo hago yo: ¡viva Federico Moura, los ídolos nunca mueren!


Luz biohazard – Por Flora Vronsky (@lavronsky)

Se iban a llamar Virus y los Antibióticos. El nombre como la traducción de una necesidad: que la enfermedad viniera acompañada de la cura. Porque lo que enferma y contagia no se podía lanzar sin un resguardo, sin cuidado. Sabían muy bien de la diseminación germinal que destruye desde adentro. Pero velozmente y en un pase de magia microscópico eligieron otra cura, otro antibiótico quizás más eficaz y perdurable. Eligieron hablar. Elegiste hablar, Federico. A tres años de irte construiste Locura, un disco tan envenenado como antidótico; un manifiesto de justicia para la erótica del deseo, de la fragilidad poderosa de haber sobrevivido. Elegiste la psicodelia del movimiento como una toma de territorio; la reapropiación del gozo como un obús contra el miedo al tiempo, a la muerte (ya no sé si es hoy, ayer, mañana). Tenías 25 años cuando empezó el horror y encontraste la manera de llevar en la androginia del cuerpo la marca indeleble de la peor ausencia, la ausencia fantasmática del que no vuelve nunca más porque no puede. (Perfecto, hermoso, veloz, luminoso) dijiste que Locura era tu disco preferido ante la mirada pendenciera de los despreciadores de lo popular. Esos mismos que te preguntaron qué le harías a tu peor enemigo y se tragaron los dientes sin entender nada cuando dijiste ‘ignorarlo’. Sin entender que la mordida virósica de estar creando sentido traspasa la piel de quien no desprecia (la distancia va perdiendo su espesor). Esos mismos que te ordenaron no decir que eras puto para no perder (el universo abismal) y en ese acto te soplaron al oído Sin disfraz y (mentiroso y nudista) rompiste la idea de progreso con una patada de sintetizadores y el redoblante de la batería electrónica más poderosa del mundo -a veces los despreciadores cumplen una función en ese plan cósmico y nostálgico de futuro-. Y te vestiste demodé y normal, no te preocupó parecer vulgar porque sabías que la acusación de banalidad/superficialidad la enuncian los que bailan sólo con el cuerpo, los que escinden el pensamiento de la dicha (crímenes en la intimidad) porque no saben cómo volver a ser uno consigo mismos, un solo decir, una sola voz que resiste y combate.

Velódromo de Buenos Aires, 1988. Foto: Eduardo Costa

Ya con Dulcemembriyo entendiste que la resistencia es estética porque tiene el arrojo de escupir la evidencia en colores y cosas, en juntar gente como vos, como el Indio, como Cerati que van a agrandarse la boca con los años para seguir escupiendo la cultura de lo que arde ahí abajo y quema los cadáveres de los despreciadores para que no se propague la peor enfermedad de todas, la que nunca sana (cuerpo cuerpo fuego nuestro). Hoy dicen que de veinte demos que circulan, catorce tienen covers de Locura. Hoy, eones de años después de vos, de tus ojos plutonianos (salto en la música) estallados con la energía regeneradora de ser al mismo tiempo el ave y el fuego fénix que le quema las plumas. Tu linaje, Federico, es memoria, verdad y justicia porque baila en lásers que atraviesan eso que es pasado y futuro en un mismo acto, eso que se adueña de la eroticidad de la existencia (chocolate jabón de lavar) para darle forma a la mueca más bestial ante la muerte, al antídoto final: ese amor que nos salvará de todo.


Por Alejandra Palacios (fotógrafa)

Tuve la experiencia de trabajar con Federico en estas tomas en abril de 1987, en New York. Nos divertimos sacando fotos y paseando. Estábamos los dos parando en la casa de una amiga en común. Se sentía súper cómodo frente a la cámara, sabía muy bien que era carismático. Fuimos a la terraza del edificio donde parábamos y a caminar por la ciudad. Siempre listo y simpático, cocinamos juntos puré de papas y compartimos unos días muy lindos. Lo recuerdo con mucho cariño.


Hay que salir del agujero interior – Por Gabriel Reymann

La reconversión, la morfología. De la new wave hiperkinética alla Devo de sus primeros discos a la transfiguración rocker, producción de Michel Peyronel mediante. Los teclados siguen diciendo presente en el estribillo, pero la dramaturgia está dada por el call and response: Moura enunciando los versos solamente acompañado por la base rítmica (la entrada y salida de la guitarra para resaltar su efectiva presencia, típico recurso post-Zeppelin) seguido de un guitarrazo seco de riff cuasi-metalero.

La continuidad, la semántica; reclamar las políticas del goce. Si algún día lo estadual decide asimilar y programatizar el deseo habrá que preocuparse, pero más hay que preocuparse cuando se dedica sistemáticamente a anularlo. Pródigo fue el Proceso de Reorganización Nacional en arrasamientos de toda índole: a los que todos conocemos (vidas, estructuras productivas de la economía, actividad cultural) no hay que dejar de sumarle (ni olvidar) la interdicción sobre el lenguaje –y en consecuencia, la materialidad que produce el lenguaje, los cuerpos-. Ya con “Wadu Wadu” aún en la dictadura pre-Malvinas (una letra a priori pasatista, reminiscente de la época del twist) los platenses iban a contramano de la estética del canon del rock argentino: hay que salir a bailar, mover los cuerpos y romper el encierro, tanto el externo como el autoimpuesto (¿alguien recuerda al público de Charly a fines de los ‘70 pidiéndole que no sea payaso y no baile?). Moura y Roberto Jacoby son más explícitos en esta letra: sacate la glándula del terror que te implantaron los Ellos. Convertir la falta en pulsión erótica; identificar al real enemigo; invocar la creación, la afirmación vitalista y el acto de amar como otra manera de subversión, de no permitir un último secuestro, no.

(El pedido de “jugar con la imaginación/sin tener que pedir perdón” toca otra tangente: ya no solo la libertad sexual hétero, sino también la posibilidad de ejercer la libertad sexual; no solo recordemos a Federico, sino también a Miguel Abuelo como batallador de esas épocas cuando las batallas no solo eran culturales).El entrismo, la síntesis. ¿Hasta qué punto demoler el sistema desde adentro no culmina en una prédica en el desierto, solo para iniciados? ¿En qué medida los planteos no encajados en totalizaciones bien claras y definidas pueden devenir en efectos concretos? ¿El receptor –pasivo, no tanto- posee las competencias para identificar a la quintacolumna disfrazada en un envoltorio en apariencia complaciente? ¿Es el entrismo un gasto, una sangría que reporta cambios entre intangibles y poco mensurables?

Vaya uno a saber. Por lo pronto ahí está “La Pregunta”, de Babasónicos. Y también está “Hay que salir del agujero interior”, que alumbró muchas ideas, más que las que están en este texto, en quien esto escribe.



Por Fernando Noy

Federico. F de fuerza sublime, E de estrella imperecedera, D de deidad absoluta, E de estremecedor artista, R de realmente un enviado de la luz, I de inmenso infinito interminable, C  de corazón cada vez más luminoso en sus canciones y O de Ohhh adoración perpetua de todes nosotres. Amén.

(…) Pienso en el último tomo, en la última fiesta, en las últimas páginas de En busca del tiempo perdido, donde todos los personajes de Proust parecen los fantasmas de una fiesta. Me imagino a todos los fantasmas de los 80 reunidos en Cemento, en una gran fiesta. Por ahí estaríamos todos disfrazados de estos colores, aunque seguramente nuestros cabellos estarían blancos, no de viejos, sino de haber vuelto de la tumba, y nuestros rostros serían tan cadavéricos como los rostros de los personajes de Proust, porque ocurrió aparte algo muy, muy particular. Se murieron Batato y Kuropatwa. Y sin embargo no nacimos para morir, porque los 80 no nacieron para morir, no nacieron para terminar en un velorio. Me acuerdo de que en el medio de los 80 vi a Roberto Jacoby sacar el corcho de una botella de champagne para festejar la primera vez que tocaba Virus después de la muerte de Federico Moura. Eso eran los 80, era como descorchar una botella de champagne. No se me ocurre otra manera más elegante ni apropiada para pensar en Batato y en Kuropatwa. Era una generación y una época totalmente arriba, aunque a veces nos vistiéramos de negro, totalmente en color. Nos olvidamos del mal, nos olvidamos de la muerte y del punk. Ya pasó, queremos divertirnos, queremos estar bien (…).

* Extracto de Historias del under (Reservoir Books, 2015)


El 146 – Por Rayen Nazareno Castro (@inercial_)

Un libro sobre la clase media platense de las últimas décadas del siglo XX. Un libro que contenga, a título enunciativo, capítulos con las siguientes rúbricas: rugby, Montoneros, CNU, Colegio Nacional, UNLP, rock, vanguardia, Jockey Club, Gimnasia, Estudiantes, organizaciones de Derechos Humanos, administración pública, centros culturales. Un libro que fracasa por su vocación esquemática, compartimentada, que no detecta cómo y cuánto de esos mundos, en una sociedad que, sin ser pequeña, resulta mensurable y de actores reconocibles, se toca. Virus podría ser el agente diseminante que obre enhebrando algunos de esos ejes que se apilan en una enumeración borgeana. Una canción de Virus. Los bailes en el Salón de los Espejos del Jockey Club tuvieron alguna vez como animadores a Dulcemembriyo, la banda en la que tocaron Federico Moura y Daniel Sbarra a principios de los ‘70 junto a Luis María Canosa (aquel amigo de Solari que años después cayera preso por unos ácidos y resultare víctima de la Masacre del Pabellón Séptimo; homenajeado en la canción homónima pero antes y mejor en “Toxi Taxi”, donde el Indio cita una canción de los Dulce). Estela de Carlotto recordará en 2017 durante una charla en ese mismo Salón -ubicado en el edificio donde hoy funciona la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la UNLP- cuando ella misma asistía a esas fiestas de la pequeñoburguesía local, mucho antes de que su vida tuviera el giro que tuvo. Giro que también tendrá la vida de los Moura cuando en 1977 las fuerzas armadas secuestren y desaparezcan a Jorge, el hermano mayor, sargento del ERP y jugador de La Plata Rugby Club. Marcelo Moura dirá que Jorge fue su primer y mejor entrenador de rugby. Roberto Jacoby recordará las aptitudes deportivas de los Moura al evocar la presentación de Recrudece, cuando tras innumerables cambios de vestuario la banda jugaba un partido de fútbol en escena.

Una canción de Virus, entonces, que hilvane esas zonas. Quizá no la haya. Porque sí, están, y sobre todo en esos primeros años, las canciones contestatarias, donde la pluma de Jacoby ridiculizaba por igual al gobierno militar como a las bandas que participaban de sus iniciativas-de-unión-nacional por Malvinas. Ahí están: “Ay qué mambo”, “El banquete”, “Bandas chantas…”. Pero eso, el Virus “politizado” es apenas una parada en un recorrido mucho más rico y sutil. Tal vez, irónica y algo arbitrariamente, lo que exprese mejor esa síntesis improbable del principio esté en una canción plebeya y porteña, aquella que describe un viaje en bondi a principios de los ‘80, en un 146 fileteado que atraviesa el barrio de Once. El flaneur, la cana, el deseo contenido de un joven que observa cómo “esos dos frutitos revientan la remera” pisando el fin de la dictadura.


“Nosotros teníamos mucha información. Escuchábamos a Lou Reed, Bowie, Zappa, mucho Ney Matogrosso, un espectro muy diverso. Con mamá también cantábamos zamba y tango. Entonces no nos podían decir: ‘Ah, suenan como tal banda’. Porque las influencias eran tan disímiles que no nos parecíamos a nadie. Fue un sonido original” (Marcelo Moura, Revista Gente, 2018). 


Imágenes paganas – Por Tino Tinto 

Lo conocí a Federico como lector de la revista Pelo. Recuerdo un recital en el Teatro Olimpia, en el que participó Jean François Casanovas, con el que después tuve el honor de trabajar en su compañía, Caviar. La primera vez que vi a Virus en vivo fue en Mar del Plata, en Rock in Bali, donde fueron abucheados por las bandas machistas de rock, que siempre existieron.

En plena ebullición de la primavera democrática, en los dorados ‘80, formé parte de Los Peinados Yoli, banda mítica de teatro rock. Recuerdo que en un cumpleaños de Lalo Mir, en su departamento de la calle Santa Fe, conocí personalmente a Federico, si bien él ya nos conocía. Los Yoli fuimos contratados esa noche y Federico se rio mucho y vino a felicitarnos. “Imágenes Paganas” tiene, para mí, una melodía y una poética única. Antes del estreno oficial del video, fue proyectado en Palladium, donde también hacíamos shows. Estabámos en la barra y tengo muy presente la imagen de espaldas de Federico y Lalo Mir (otra vez Lalo). Se hizo un silencio único, algo difícil de conseguir en el ámbito de una disco. Todos mirábamos la pantalla, todos flayeamos con ese tema y sus imágenes de ruta, viajes, de partida, de infinito. De volver a empezar en otro lado. Viajes de besos y ausencias, y de bocas que pronuncian el silencio.

Esa fue la última vez que vi a Federico.


“La identidad te trasciende, no se puede hacer fuerza por la identidad. Es como decir, ‘bueno, voy a hacer algo argentino’, y agarrar un charango y un bombo, que es lo que hace mucha gente que se supone ‘respetuosa’ para la música del país. Eso para mí es recurrir a lo más bajo. Lo mejor que te puede pasar es que dejes fluir y seas vos con todas tus confusiones” (Federico Moura, Revista Pelo, 1986).

Ilustración: Omar Sisterna

El rock es mi forma de ser / Hay que salir del agujero interior – Por Andrea Álvarez 

Virus no fue de mis bandas favoritas en su momento. Me parecían buenos pero estaba convencida de que eran muy pop.

La elegancia extrema de Federico Moura, sumado a su gran belleza y carisma, obvio que me atraían, pero me di cuenta del peso rockero de la banda tiempo después. Una alumna fan de Virus me pidió tocar los temas y entonces volví a escucharlos.

Ante mi sorpresa, registré que, si le sacabas el audio recontra ochentero que definía a la banda, los temas eran unos rocanroles tremendos.

Redescubrí las melodías y las letras no hace mucho, y esto me alegró. ¡Cero pop!

Foto: Marcelo Zappoli

En la época de Rouge (principios de los ’80) fuimos a la Costa a tocar y recuerdo muy bien una noche en la que se nos aparecieron el “Gonzo” Palacios y Federico al terminar un show.

Esos ojos claros y enormes, esa voz suave, los gestos dulces que Federico tenía. Nunca me olvidé de esa pequeña charla.

Tampoco olvido un gran show que dieron en el Festival Rock & Pop en Vélez, en donde tenían como coristas a Celsa Mel Gowland y a Isabel de Sebastián. Dos capas.

La imagen, el nivel, la vanguardia. Hay dos canciones de Virus. Las hago una sola: “El rock es mi forma de ser” y “Hay que salir del agujero interior.” Creo que definen lo que para mí es el rock y el amor que le tengo al movimiento.

Solo quiero sacudirte para que adoptes tu decisión

Hay que salir del agujero interior
Largar la piña en otra dirección

Sin tener que pedir perdón

Solo quiero sacudirte para que dejes la vacilación 

Las mezclo y quedan bien.

Es que resumen perfecto el espíritu de la banda y el significado real del concepto rock. Sacudir, salir, jugársela, ser unx sin importar las consecuencias. O, mejor dicho, asumiéndolas. “Sé vos”. Creo que era el mensaje de Virus y de Federico, y más rockero que eso no hay.



Por Sergio Pángaro

Se ve que en el ’81, como ahora, había que levantar la cabeza. Los colores negros, grises y azules dominaban las postales urbanas. Como en una guerra eléctrica, se enfrentaban la memoria de la picana contra este electroshock llamado wadu-wadu. Cada canción es un llamado a salir a la calle, a jugar con las palabras, a ponerse los guantes delante del presidente, a burlarse de la televisión, a analizar el amor y, en definitiva, a ser moderno. Federico… se ve que se fue antes de tiempo, porque, como estamos, para ser modernos tendríamos que volver como cuarenta años atrás.


Bandas chantas arañan la nada – Por Santiago Segura

La primera canción que escuché de Virus, al menos con la consciencia mínima de que eso era en efecto Virus. El tema estaba incluido en los famosos compilados de la revista Noticias, pero para mi sorpresa -acabo de descubrirlo- no era la versión original del disco Recrudece, sino una regrabada en 1997, ya sin Federico y con el grupo clonando aquel delirio de 1982 (pasó demasiado tiempo entre esa primera escucha y las del álbum, tanto como una década o más).

Tengo la certeza de que el legado de FM aún no ha sido descubierto del todo, más allá de la brevedad de su obra (que no tiene efectos póstumos más que la propia recreación de sus compañeros de lo hecho mientras él vivía): como autor, como intérprete, como influencer, seis años discográficos fueron suficientes. Para la historia oficial, es Luca Prodan quien trajo “todo lo de afuera”, aunque Virus fue la banda con reloj digital en épocas de rock nacional con reloj de arena (cuando ellos sacaron Wadu wadu, Serú Giran editaba Peperina y Spinetta Jade, Los niños que escriben en el cielo; prueben escuchar un disco atrás del otro). El pulso que marcaban en el ocaso del gobierno de facto ya era el de los años posdictadura, por eso fueron la primera banda argentina de los ‘80.

En Recrudece están tan adelante que se burlan no solo de sus pares, sino también del ser nacional. Visto en perspectiva fue el gesto más rebelde que hubo en plena guerra de Malvinas por parte de la elite del rock criollo: el resto le hizo la venia a los milicos -con una ingenuidad que hoy sería imperdonable- al participar del Festival de la Solidaridad Latinoamericana. Virus, por el contrario, no dejó nada sin sacudir: desde las costumbres argentinas hasta la crítica de rock. “Bandas chantas…” arremete contra sus colegas, pero su encanto no está solo en esa letra llena de aes (¿la habrán regrabado en el ‘97 en respuesta a “Ojo con los Orozco”, de Gieco, como diciendo “nosotros lo hicimos primero”?), sino en el desfasaje rítmico, en el desconcierto que genera. En eso también estaban un paso adelante: cuesta encontrar en el mainstream actual una banda así de nerviosa. En cambio, varios de los grupos que hoy llenan estadios podrían ser claros destinatarios de los dardos que lanza la letra.

Puede practicarse la ucronía: ¿qué habría pasado con el rock and pop argentino si Federico Moura no hubiera muerto? Quizá la suerte de Soda Stereo -o de Babasónicos, o de tantos otros- habría sido otra; tal vez el propio Federico se encargaba de arruinarlo todo (aunque no cuesta imaginárselo enfundado en un pañuelo verde). Pero su presencia fue la de un puto en un universo mataputos, un deseante en medio de la desgracia de la dictadura más espantosa -primero-, y cuando la democracia era tan frágil como una promesa a punto de deshilacharse, después. Un sarcástico profesional en plena transición: de la quietud al movimiento. Su figura y la de Miguel Abuelo le cambiaron el rictus a un rock nacional estático, serio, en épocas de público sentado (de esto también se burlan en Recrudece). Desde entonces su influencia, directa o indirecta, está por todos lados. En lo musical se puede citar a decenas de artistas que lo evocan,  en una lista que podría incluir desde Paula Trama hasta Viva Elástico. Cualquiera que desee sin género, como hacía él hace más de treinta años, le estará haciendo un merecido homenaje aun sin saberlo, para así desvanecer el qué habría pasado… del comienzo de este párrafo. Porque su música, sus palabras y su imagen cuentan décadas, pero hablan de hoy.


A la vida hay que hacerle el amor, sin drama, con locura y pasión – Por Andy Cherniavksy

Su arte nos atraviesa tanto como su muerte, pero sus dichos, su música y la elección de sus letras no mueren y están vigentes.

Federico Moura tenía todo para triunfar, y así fue: inteligente, educado, provocador, un showman con una fuerza y un estilo únicos pero fundamentalmente con muchas cosas para decir. Las letras y los ritmos bailables de sus canciones son consideradas clásicos del rock argentino.

Me tocó cubrir muchos shows de Virus y también hacerles fotos en mi estudio, al grupo y a él solo. Federico era tímido e introvertido, pero sobre el escenario contagiaba una fuerza increíble y bailar era parte de la fiesta en los shows.

En el año 1981 el productor Daniel Grinbank me encargaba mi primer trabajo fotográfico para su productora, tenía que hacer fotos de prensa en mi estudio a un nuevo grupo: Virus. Para mí fue un gran desafío, y todo salió perfecto. En el año de su muerte hice sus últimos retratos, también para la revista Rock and Pop de DG, percibiendo que el final de Federico estaba muy cerca. Su muerte quedó unida a estas últimas imágenes que hicimos juntos. Se lo extraña. ¡Gracias, Federico!


“Cada actuación debe ser un todo. Fantasía, diversión, realidad. Cada canción es una cosa distinta. Me parece muy importante la fantasía, porque a los argentinos es algo que les falta”. 


Ellos nos han separado – Por Claudio Gómez (periodista, autor de Maten al rugbier. La historia detrás de los 20 desaparecidos de La Plata Rugby Club)

De las miles de veces que escuché Agujero interior, la canción “Ellos nos han separado” fue la que me menos me marcó. El disco tiene éxitos como “El probador”, “Carolina”, “En mi garaje”, “¿Qué hago en Manila?”, y “Hay que salir del agujero interior”, que llevaron a la banda a ser de las más masivas del país y consagraron a Federico Moura en Latinoamérica. A partir de ese disco (el tercero del grupo), Virus empezó a sonar en los boliches, un ámbito hasta entonces inaccesible para bandas de rock nacional. Rodeado de canciones que supimos todos, “Ellos nos han separado” pasa inadvertida. Y si bien el tema no forma parte de la memoria colectiva, es el más personal e íntimo de todos los que escribió Federico en colaboración con Roberto Jacoby. Me pregunto qué será de aquel casete de Agujero interior que gasté a principios de los ochenta. Ahora tengo el CD: desde hace meses “Ellos nos han separado” es la única canción que escucho.

Hermano, quiero apretarte la mano, 
sabemos que ellos nos han separado.
Parece ser un mal general,
que va a haber que solucionar.
Tenés que estar en algún lugar
que pronto vamos a encontrar. 

Me atrevo a arriesgar una hipótesis incomprobable: cuando salió Agujero interior, no había un solo fan de Virus que supiera que “Ellos nos han separado” estaba dedicada a Jorge. Porque los músicos en realidad nunca hablaron en público de su hermano desaparecido. Siempre prefirieron mantener su dolor lejos de los medios. Meses antes de morir, el propio Federico le comentó a la periodista Gabriela Borgna: “En esa época Jorge y yo pensábamos distinto en casi todo. Nos peleábamos mucho, pero nos respetábamos y nos queríamos mucho más. Por eso Virus no hace referencias públicas, porque jamás se nos ocurriría ser tan guachos como para construir la fama del grupo sobre su muerte. Su muerte es de nuestra familia, de lo que le pasó a esta sociedad, pero no será nunca una estrategia de mercado”.

Lo quiero, esto es lo que yo quiero, 
mañana, para que exista mañana.
Porque la noche tiene final,
la vida vuelve siempre a cantar.
es su pedazo de libertad,
amigos míos, una vez más.

Mi memoria no registra haber visto a Virus tocando “Ellos nos han separado” en vivo, ni en teatros ni en clubes ni en La Casona de Lanús, donde actuaba cada fin de año. Ahora que sé que esa canción está dedicada a Jorge, hay algo que me intriga: necesito ver a los hermanos Moura sobre un escenario en el momento en que arrancan con “Hermano, quiero apretarte la mano…”, interpretar sus gestos, descubrir alguna mirada cómplice. Quiero comprobar si esa canción ahora me revela alguna señal. Intento una búsqueda en Internet. De los ciento de videos de Virus que circulan por YouTube aparece una sola versión de “Ellos nos han separado”. Se trata de un show del 3 de marzo de 1984 en el Marabú, aquel subsuelo de la calle Maipú a metros de Corrientes donde a principios de los ochenta también tocaban bandas como Soda Stereo, Los Twist y Los Abuelos de la Nada. Es un documento histórico. La imagen es casi sepia, muy VHS, y el sonido también es pobre, pero ahí están los seis, sobre un escenario que les queda chico. Al frente –como de costumbre– Federico: pantalón ajustado, musculosa suelta y ese flequillo exagerado que le cae sobre la frente. Julio en segundo plano toca la guitarra y Marcelo asoma detrás de los teclados. No hay dedicatoria, mención ni guiño que identifique al destinatario de estos versos. La canción es en definitiva un homenaje en tiempo de rock, un mensaje cifrado, una catarsis al estilo Virus. Por eso ninguno de los trescientos pibes que esa noche fueron a verlos intuye que el tema está dedicado a uno de los treinta mil desaparecidos que dejó la dictadura. Solo se entregan a la propuesta de la banda: se divierten, cantan y bailan.

Para poder cantar, bailar, 
para poder amar, gozar,
para poder reír, llorar,
tengo que estar con vos de nuevo,
porque eso es lo que yo quiero.
mañana, para que exista mañana. 

Capricho del almanaque: Agujero interior, el disco que incluye a “Ellos nos han separado”, salió a la venta el 10 de diciembre de 1983, el día en que Raúl Alfonsín asumió como presidente y la dictadura se despidió para siempre.

Porque la noche tiene final, 
la vida vuelve siempre a cantar
es su pedazo de libertad
amigos míos, una vez más. 

* Extracto de Maten al rugbier… (Sudamericana, 2015)


Dicha feliz – Por Juan Irio (El Estrellero)

Elegir un tema entre tantos se hace difícil. A mí, que no soy muy devoto de Virus aunque cada tanto los visito, intrigado por la figura de Federico y las letras de Jacoby. Pero cuando uno revisa la obra completa descubre también el poderío de Julio Moura como autor de un montón de canciones necesarias, y ahí la cosa cierra todavía más: Virus fue una hermosa banda en comunión familiar, proyectada por un mito elegante, poético y sexual. Ineludible, viviendo en La Plata.

Elijo “Dicha feliz” porque es de Federico, y porque en ella encuentro a Federico en pleno. Hay una teatralidad en el devenir de la canción que envidio. Hay un cambio de tono que nos ubica en la dicha de quien canta, de un plumazo, nos obliga a sentir eso que Federico está sintiendo. En Locura, un disco que suda sexo, “Dicha Feliz” no es excepción. Oda también a la seducción publicitaria, la estrofa del chocolate y el jabón muestra a un Jacoby puro. Cuando me cruzo con algunas fotografías privadas de Federico adolescente, ahora que el mito salió fuera del ser finito, aprecio belleza y admiración.


“¿Qué es el gay rock? ¿Bowie? ¿Presley? ¿Jagger? Me parecen muy valiosos los movimientos de lucha con gente que se decide a defender los derechos de sectores aislados por necesidad. Pero Virus no hace una cosa lineal. No hay cotos porque a mí me interesa en la vida la integración. Jamás entraría en los campos del aislamiento, porque pretendo que nadie tenga que decir: ‘este es mi lado bueno, este es mi lado malo’”. (Clarin, 1985).

Ilustración: Gabriel Reymann

Nuevas formas de encarar esta densa realidad – Por Martín Zariello 

En Sadaic aparece atribuida a Marcelo, Federico y Julio Moura. Atraviesa el repertorio de todas las etapas de la banda (inclusive la post 21 de diciembre de 1988). En retrospectiva parece responder a la cultura noventosa del aguante, con la del agite.  Se trata de “Densa realidad”, un pequeño manifiesto sobre qué hacer cuando las calles de tu ciudad son dominadas por los colores opacos (“negros, grises y azules”).

La primera versión pertenece a las temporadas 79/80, etapa prehistórica de Virus, cuando Federico Moura vivía en Río de Janeiro y sus hermanos formaban parte de Duro, grupo que nació de la célebre fusión de Las Violetas y Marabunta. Duro llegó a grabar demos y contaba con una mujer como cantante principal: Laura Gallegos. En el demo de “Mi ciudad (Densa realidad)” hay leves cambios en la letra, una constante en las siguientes versiones del tema: el rock, que en Wadu Wadu (1981) estimulaba “ondas más nuevas”, aquí “aniquila los esquemas”.

En el primer disco de la banda, “Densa realidad”, un pop veloz, con Federico Moura afectando la voz de un modo similar a Sandro en “Atmósfera pesada”, cerraba el disco como una gloriosa patada en el culo al clima de represión social y pacatería de la dictadura militar. Términos como “modernos”, “frívolos” o “plásticos” sirvieron para señalar el corte de Virus con respecto al hippismo tardío y el predominio del jazz rock de fines de los setenta y principios de los ochenta.  Tal vez por eso, el contenido eminentemente político de las letras de los primeros discos de la banda (“A mil”, “El banquete”, “Ellos nos han separado”) es todavía un elemento a descubrir.

La versión definitiva y superior de “Densa realidad” recién aparece en el disco doble Vivo, editado en 1986. El tema sufre una curiosa modificación que, al tiempo que lo embellece, realza su innata efervescencia. Se trata de una introducción aletargada, con esas dosis de melancolía de neón que la banda supo expresar en alguna de sus piezas más hermosas (“Dicha feliz”, “Imágenes paganas”): “La vieja está en su lugar/tirando ondas controladores/ Nadie puede escapar/ A su mente manejadora/ La vieja está en su lugar/ No se banca el abandono/ Acabada está, pero tiene el patrimonio/ De esta casta sociedad/ Que comparte con papá/ Y organiza mi ciudad”. Este agregado quizá sea una de las performances vocales más preciosistas e injustamente olvidadas de Federico Moura. El estruendo de una explosión da comienzo a la versión original del tema, que Moura interpreta combinando el recitado y el canto.

¿Serán “la vieja” y “papá” el statu quo, la “normalidad”, lo dado, lo familiar que se vuelve ominoso, uno de los tantos nombres de “esa abuela (la conciencia que regula el mundo)”?  No lo sabemos pero lo podemos intuir. Lo cierto es que desde el año 2018 ver a Federico Moura moverse con sigilo y sonriente desde la pequeña pantalla de Youtube genera una emoción digna de ser experimentada. //∆z