Yo la Tengo pasó por el escenario del Teatro Vorterix con un show para los sentidos y la memoria sensible.

Por Claudio Kobelt

Fotos de Cande Gallo

¿Cómo narrar un clima? ¿Cómo describir una luz en la voz? ¿Cómo evocar el detalle en una sensación? Yo La Tengo volvió al país pero esta vez ante un Teatro Vorterix colmado y expectante, brindando un show único e inolvidable. Pero antes, fue el turno de los Atrás Hay Truenos.

Con sus temas “El Pantano” y  “El Encanto”, Los Truenos comenzaron desplegando un set suave pero abrasador. Luego del manso comienzo, la batería se desató furiosa  y la banda fue un animal cambiando de piel, exhibiendo las múltiples capas de las que está hecho,  como en “Frutas Secas”, donde una ola sónica golpea violenta en una comunión de sonidos latiendo y voces en armonía. La voz de Roby, su cantante líder, posee un color único, partiendo su alma en dos en esa melancolía oscura. Luego de anunciar las últimas tres canciones tocaron un tema inédito, de psicodelia fina y beat delicado, para luego volver a descascararse en  otro krautrock puntiagudo. El final llegó en una intensa zapada que quemó el aire con fuego y acoples, como una gigante turbina noise despegando en nuestra mente. Y en medio del vendaval el telón se cerró, y el grupo quedó sonando detrás de ese muro de tela, retirándose entre aplausos y dejando el clima más que encendido para lo que estaba por venir.

Siguiendo el camino de luz trazado por una linterna, Yo La Tengo volvía a estar entre nosotros, y esta vez para no irse más, transformándose en un recuerdo perpetuo. Porque más allá de hablar de la excelente lista de temas, del recorrido incansable por todos sus discos, de la calidad musical de cada uno de los Y.L.T. donde pueden rotar de posición e instrumentos y ser excelentes en cada lugar, este fue un show de impresiones donde nuestro cuerpo acoplaba al tono, como Ira lo hizo esa noche con su guitarra tantas veces y tan bien; de un canto dulce, un trino imposible de la mejor primavera como la voz única de Georgia; o de una mano acariciando su instrumento con amor, y no es una forma de decir: los dedos de James rozaban lento las cuerdas gruesas, como acariciando un pájaro antes de dejarlo ir.

Este fue un recital donde Yo La Tengo se permitió jugar con esa dualidad que los ubica entre el pop de los sesenta, el noise más agudo, el jangle pop efervescente y una personalidad única. Los espectadores presenciaron perplejos dejando entrar cada momento, atrapándolos en la red de los sentidos, y desatando el pogo para un único tema, “Sugarcube”. Ira se tira al piso y baja del escenario a cantar “Ohm” con la audiencia, generando otro momento difícil de olvidar.

Otorgando múltiples matices, Yo La Tengo va del estallido a la nostalgia más pura, del rocanrol arrollador  a las baladas pequeñas como canciones de cuna, esas que anidan frágiles en el hueco formado por nuestras manos juntas. Es sorprendente la intimidad que se generó, como si a pesar de los miles de presentes estuvieran cantando solo para nosotros, mirándonos a los ojos en el vínculo indisoluble de las canciones de amor. Cuando Yola tocaba no había otro sonido presente, y si alguien se atrevía a cantar, murmurar o hacer cualquier tipo de ruido, un “Shhhh!” general se oía en todo el lugar mandando a callar al bullicioso. Esto sucedía en parte por el bajo volumen con que el grupo estaba siendo amplificado, pero en mayor medida para evitar perder el detalle, el efecto del cambio, esa mínima pincelada sonora de artesano que los Y.L.T. bien supieron ejecutar.

Escuchar a Yo La Tengo es volver a un recuerdo dorado, una melodía del pasado susurrándote al oído una verdad. Y en esa melancolía se dispara una evocación, una película personal entre tu memoria y vos. La imagen es clara, el sonido gira y ahí estas, de niño corriendo por la playa. Estas en cuero y con un short rojo que te queda grande. Vas marchando, jugando, pateando la alfombra de espuma que se extiende a tu paso. Tus pies desnudos dejan una huella perfecta en la arena, un refugio repetido donde la marea se esconde del mar. Te paras frente a la inmensidad del agua con los brazos en jarra, miras al sol con los ojos entrecerrados y la luz se disuelve en rombos brillantes, descomponiéndose en mil colores dentro de tu ser. Volves la mirada a tu sombrilla y tus viejos discuten por algo, aunque como siempre no sabes bien porque. Tu mamá se da cuenta que la miras y te llama, te grita que vayas, que te pongas un buzo, que está por refrescar, pero haces que no la escuchas y volvés a mirar el mar. Tu piel se eriza y una sensación eléctrica te recorre, aunque no entendés si es fruto del viento o de aquella chica que sale de nadar. O quizás solo es el verano que se termina, la infancia que se va, un momento puro destinado a ser archivado por siempre-jamás. Olvidado hasta que un paisaje, un elemento, una canción te lo hagan recordar, porque seamos sinceros: solo somos buenos para olvidar. Y Yo La Tengo es eso, la llave a esos recuerdos perdidos, a esa felicidad simple y real. Estas melodías son la banda de sonido de la nostalgia de la emoción de nuestros días felices, de aquel verano perdido, de ese otoño de tés y risas con bufanda. De nuestro primer beso, de todo lo que nos hizo amar, de la más viva y arrebatadora fuerza e  inocencia natural.