El vigésimo sexto álbum de Bowie vira fuertemente entre el jazz y la electrónica. Convulsivo y racionalmente caótico, Blackstar es la obra maestra de un artista que en la conciencia de su pronta fatalidad hizo también del arte, su más sublime despedida.

Por Walter Sosa

El día que David Bowie cumplió 69 años fue publicado su disco número 26, Blackstar, que se plegaría a una discografía hermosa integrada por clásicos como The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars (1972). Cuarenta y ocho horas después, desayunábamos la noticia de su fallecimiento. El bardo tenía sabor a cachetada. Pero lo cierto es que desde los últimos meses de 2014, El Duque Blanco ya había iniciado un tratamiento de quimioterapia contra un cáncer de hígado.

Blackstar fue anunciado por aquellas semanas, a fines de octubre. Durante la última década una suerte de ausencia voluntaria había enarbolado a Bowie. Sin embargo, pese al silencio de bateas y pantallas, nunca dejó de trabajar. Desde su cuasi-retiro, posterior al ataque de corazón sufrido en 2004, el Hombre de la Estrella había elegido la oscuridad para la creación de sus nuevas canciones. Por eso, The Next Day (2013) fue más que una sorpresa. Y el medio elegido para el lanzamiento de su sucesor sería nuevamente la red de redes.

Producido por Tony Visconti, Blackstar es un revuelo de excentricidad y elocuencia, prolíficamente denso y rodeado de musas audaces cuyos horizontes se bifurcan entre el jazz clásico de la Gran Manzana y una electrónica hibrida del krautrock y el avant-garde Brian Eno Style.

El flamante álbum abre con el tema homónimo, condensa un caos sónico de diez minutos estructurado de manera sublime. Es el inicio y el capítulo mejor elaborado de los siete que integran el tracklist. Continua “Tis a Pity She Was a Whore”, lacerada entre espasmos de baterías, saxos y sintetizadores. Luego avanza lentamente “Lazarus” y el saxofón de Donny McCaslin sigue con su protagónico especial/espacial.

En “Sue (Or in a Season of Crime)”, la voz barítona de Ziggy se envuelve entre espumas jazzeras  que nos desconciertan de la calma macerada anteriormente. La sutileza que reinaba se disipa y el efecto es la bisagra de dobla en dos al álbum de la estrella negra. “Girl Loves Me” nos evoca a Alan Parsons o a Peter Gabriel. “Dollar Days” se relame sobre la postrimería como una balada blusera donde la voz del Duque nuevamente emerge como brújula de bellezas. Cierra el disco “I Can´t Give Everything Away”, melódica y audaz, y la sensación es propicia para esperar el invierno, cerrar las puertas, las ventanas y escuchar a través del vidrio, al hombre, a la estrella.//∆z