El rastro, novela de Margo Glantz, construye un relato como un “cúmulo de notas” para tematizar sobre el amor, la vida y la muerte.

Por Agustina del Vigo

“¿Cómo podemos saber si el amor que
otros nos manifiestan es sincero?
La música no miente, lo sabemos perfectamente
-lo sentimos, no hay vuelta de hoja-,
sentimos cuando un instrumentista
interpreta bien una pieza musical (…).”
El rastro, M. Glantz

 

¿A dónde van a parar los movimientos del corazón? (…) ¿qué sentirán los asistentes a este entierro? ¿Qué siento yo? ¿Qué pudo sentir Juan antes de que el corazón le estallara en mil pedazos?” dice Nora García, la protagonista de El rastro (Almadía, 2019). La novela fue escrita por la mexicana Margo Glantz entre Coyoacán, Princeton y Harvard, entre 1999 y 2002, y traída a Argentina este año por la distribuidora Big Sur. Fue ganadora del premio Sor Juana Inés de la Cruz y finalista del Premio Herralde.

El rastro nos lleva a explorar los sentimientos de Nora el día del entierro de Juan, su marido y gran amor.  Juan era pianista, Nora es chelista. A través del relato nunca lineal y siempre acumulativo de recuerdos, emociones y anécdotas del mundo de la música, Glantz construye una radiografía del corazón.

Nora García llega al pueblo donde ya no vive y mientras se para junto al ataúd del hombre que ya no es el hombre que recuerda, reflexiona sobre “esa herida absurda que es la vida”, como alguna vez dijo Roberto Goyeneche. 

La novela nos mete de lleno en el mundo interior de Nora, un mundo que se construye en capas, como el texto, y que refleja esa imagen que popularizó la cultura del entretenimiento: cuando llega el fin, toda la vida nos pasa delante en un segundo. Y aunque este no es su fin, Nora entra en el espiral del recuerdo, siempre en desorden, siempre aleatorio. La novela avanza con retazos de lo que fue su vida y la de Juan. 

Nora está en el entierro, eso dice en la segunda línea de la novela. Pero también está escribiendo en su máquina, o ayudando a Juan a transcribir sus partituras, o yendo al Teatro Colón para ver al pianista Daniel Bareinbong: “Mis recuerdos siguen sin tener pies ni cabeza, lo único claro es que siempre estoy sentada (…) queriendo relatar una historia de amor (…)”. 

El corazón tiene sus motivos que la razón desconoce, cita Glantz a Pascal, como justificativo de esta investigación literaria sobre el corazón como órgano y como símbolo donde históricamente se nos dijo que guardamos los sentimientos.

Me interesa el corazón en sí mismo como el órgano principal de nuestro cuerpo, que puede también enfermarse, dañarnos (…) y a la vez utilizarlo en su acepción más trillada, como un símbolo del sentimiento, es decir, todavía creemos que es en el corazón donde se generan los sentimientos (…)”, escribe Glantz en un epílogo que acompaña la edición de Almadía. 

Es una novela interesante desde su construcción porque no pretende dar las cosas resueltas sino facilitar las piezas del todo para que lo que tenga que llegar decante por sí solo. La autora habla de la novela como un “cúmulo de notas” que le va dando vida al texto, que lo sostienen, como sostiene al cuerpo el corazón, el hígado y todos los órganos, aunque no los veamos. Como después de la muerte o el amor nos sostienen y atan los recuerdos, ese manojo de notas musicales o escritas. Lo que el corazón nos dicte. //∆z