El segundo disco solista del pálido es un exquisito grito desde lo hondo de la tradición pero con los pies adentro del plato contemporáneo. Una espada dispuesta para que el rock salga a pelear terreno en lo alto.

Por Sergio Massarotto

Ganar la calle se volvió el objetivo del loco de Nashville. Para eso arrojó Lazaretto;  re-orden de sus átomos para salir a pelear en la cumbre del mainstream con los niggas del hip hip. Lleva la derrota asegurada, pero también hidalguía en la empresa. Nada nuevo pero todo es nuevo: riffs en la pentatónica, distorsiones, impulsos entre epilépticos y explosivos como una bujía de un motor antiguo y noble que tiene su belleza en la falla, en la mugre. También estira, con elegancia, el olor hiphopero distorsionado que ahora recuerda a Rage Against The Machine y ya emanaba por momentos en The Dead Weather. Y  moviliza su amor por el folclore americano blanco, los arreglos con toques ácidos de violines, el piano, el bluegrass de Bill Monroe y Allison Krauss practicado con anterioridad en White Stripes. Ese arsenal es el que enarbola White para enfrentarse a la supremacía nigger, por un lado con sus propias armas rítmicas y por el otro con los standards farmer blancos. Al unísono abre, en la provocación y el contraste con las mujeres, otro frente de batalla dialéctica que lo obsesiona. Jack ama pelear. La dulce voz femenina, encarnada por Lillie Mae Rische, Olivia Jean y Cory Younts, recorre el disco y armoniza en lo disímil con la electricidad vocal de White, haciendo inolvidable lo que de otra forma sería un rejunte de melodías tontas. Un dueto tiroteándose, eje del disco; muro contra el que se arroja el dueño de Third Man Records para rebotar y hacerse pedazos con clase. Canciones sobre pequeñas guerras, relaciones hombre/mujer tormentosas, la fragilidad escondida, el trabajo y la existencia –siempre- como una lucha. Todas de buen nivel; resalto “Three Woman”, la hermosa “Entitlement”, el hit clásico “Just One Drink” y la enorme canción que titula al disco. Hay que estar atentos, también, a los sintetizadores moog, el tensor electrónico que polariza a la obra.

Disco protestante, muestra la manera en la cual ciertos tipos de hombres se relacionan con el resto sin esquivar el odio, el amor, la penitencia y el sudor. Lazaretto podría entrar en la batea de los discos “originarios”, donde importa discutir qué tipo de sujeto es el hombre de rock. White acerca su propuesta blanca y sentimental en tensión con un cúmulo de otros: lo negro, la mujer, lo latino (“yo trabajo duro, como en madera y yeso”). Explico antes de que caiga el dedo húmedo y censor posmo-feminista: J.W. ama la música negra y las mujeres con el arrojo que el rock como escuela de libertad enseña; ergo, con la música negra, el robo y la admiración; frente al impenetrable poder femenino, la bipolar y sincera seguridad/inseguridad masculina refugiada en la rabia o el rezo.

J.W. otea el horizonte desde un fortín telúrico, aporte que en los ingenuos será símbolo del fascismo tradicional de la quinta enmienda americana; el terror progresista a la verdad que entienden se esconde tras todo tractor o silla meciéndose sola en los porches de Tennessee. Hay otra energía y otras son las verdades que trae el Cristo de Nashville. Estos discos de rock vienen a hablar de sujetos, ya no digo fuertes, pero que ansían lo bien plantado; saber ver y discernir las cosas que no es necesario dejar de lado: un suelo, una tradición y un lugar desde donde hablar. Claro que ya sin la estaticidad de las pretensiones canónicas; el rock rechaza eso. Al contrario, obras que exponen cómo se van entretejiendo, distanciando, volviéndose a reunir, despegándose y chocando, nuevos elementos vitales al interior de la antigua experiencia no solo masculina sino humana. Arrojarse al amor y también al odio, perder, dejar la piel, trabajar, sobre todo ¡ora et labora! Ahí está lo que este rock de cuáqueros rabiosos, contradictorios y sentimentales tiene para ofrecer.

El diccionario dice que el “lazareto” es un hospital donde son puestos en cuarentena marineros enfermos, leprosos e infecciosos. El guitarrista le agrega la doble t romana y gana en sentimentalidad. Con el disco sonando, la metáfora de la morada desde donde hablan los que deben ser apartados salta a la vista, pero también puedo imaginar la búsqueda de Jack White por encontrar un refugio empírico de tal calibre. Una guitarra eléctrica, parlantes y un pedal de distorsión no pueden faltar, pero tampoco el descanso de una Biblia en esa habitación poco ordenada.

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