En tiempos de narraciones efectistas, dos novelas desafían la tendencia a lo fugaz: M, de Eric Schierloh y Ciencias ocultas, de Mike Wilson.

Por Juan Rapacioli

En una de sus tantas conferencias, Ricardo Piglia dijo un poco en broma que leemos a la misma velocidad que en los tiempos de Aristóteles. El escritor se refería a la lectura como desciframiento de signos. La idea central sería: a pesar de tener una circulación más rápida de textos, el modo de leer se mantiene como tal a lo largo de los siglos. “Hay una tensión entre la transformación extraordinaria y la capacidad extraordinaria de la circulación de los textos que hace que todos tengamos la sensación de que no alcanzaremos a leer todo lo que está disponible, y el hecho de que la velocidad de lectura se ha mantenido estable”, sostuvo el  autor de La ciudad ausente (1992). En esa conferencia, Piglia destacó la importancia de la lentitud como una posición ética frente al ejercicio de la lectura (y de la escritura).

Lo cierto es que vivimos tiempos cada vez más veloces y leer nos sitúa en una temporalidad diferente. Se podría pensar en una temporalidad desfasada. En su ensayo Trance (2018), Alan Pauls define a la lectura como una “gran práctica anacrónica”. Según el escritor, leer es anacrónico porque “pone en juego facultades, lógicas y potencias que hoy tienden a ser minoritarias o laterales: continuidad y linealidad, sin duda, pero también concentración, exclusividad, sensibilidad para las transiciones, los matices, los acentos sutiles”. Si pensamos en grandes obras de la literatura argentina, como Glosa (1995), de Juan José Saer o Los Sorias (1998), de Alberto Laiseca, podemos comprender que la relación con el tiempo es clave en el proceso de esos proyectos narrativos. No sólo por el tiempo de la escritura, sino por la materialidad y la densidad de los textos. El propio Saer lo explica: “Mi preocupación, desde una época cercana a Cicatrices, novela que apareció en 1969, es la consolidación sensible de una estructura espacio-temporal que sea diferente en cada narración”.

Sin embargo, en tiempos de serialización de los objetos culturales, las narraciones parecen empujadas hacia la lógica efectista de la explicación, la conclusión, el desenlace. Lecturas fugaces en sintonía con el problema de nuestra época: la falta de tiempo. Claro que hay excepciones. Se puede pensar en las obras de Mario Arteca y Mario Ortiz, universos construidos con reglas propias donde la temporalidad está sujeta al trabajo con el lenguaje. Dos novelas recientes que desafían esta tendencia a lo fugaz son M, de Eric Schierloh (Eterna Cadencia) y Ciencias ocultas, de Mike Wilson (Fiordo Editorial). En ambos casos nos encontramos con procedimientos llevados al extremo. Mientras que Schierloh trabaja con la información fragmentada de Herman Melville para componer una vida pensada en actos detallados (específicamente el de subrayar textos), Wilson hace de la descripción una forma hipnótica de narración que disuelve una trama policial.

No son textos que se puedan comparar temáticamente, pero comparten una disposición de lectura que se relaciona menos con la acción que con la atención. Volviendo a Piglia, al desciframiento de signos que no sólo revelan un significado, sino una densidad, una respiración, un tono. El lenguaje, en estas novelas, no se plantea como una herramienta para comunicar algo, sino que es ese algo donde se disputa el sentido. Esto no quiere decir que sean textos donde la forma invisibiliza a la trama. En todo caso, el argumento encuentra su relieve a través de la forma. La intriga policial, en Wilson, sobrevuela en la descripción; la vida de Melville, en Schierloh, se fragmenta en información. Ambas novelas plantean una relación corporal con la escritura: el gesto de detenerse. Y también un efecto que continúa una vez terminada la lectura: la escritura no se detiene.//∆z