El último libro del autor de Postpunk. Romper todo y empezar de nuevo analiza el individualismo, el estrellato y la fantasía en el mundo del glam rock. El 12 de septiembre dará una conferencia en el Centro Cultural San Martín.

Por Matías Roveta

Observar fotografias de David Bowie durante el triunfal periplo de dieciocho meses que abarcó, entre 1972 y 1973, su entrega total al glam rock de la mano de dos obras maestras–The Rise and Fall of Ziggy Stardust and The Spiders from Mars y Aladdin Sane– es un deleite visual y estético. En un show histórico –el del 3 de julio de 1973 en el Hammersmith Odeon de Londres- Bowie anunció la muerte Ziggy -su alter ego más famoso- ataviado con una túnica dorada, botas rojas con plataforma y pelo corto teñido de naranja eléctrico, para luego dar paso a una arrasadora versión de “Rock and Roll Suicide”: la canción que cerraba Ziggy Stardust, suerte de disco conceptual sobre un alienígena que había llegado del espacio para convertirse en estrella de rock y traer mensajes optimistas de esperanza ante el supuesto inminente final de la Tierra retratado en la canción “Five Years”. Más allá de las inquietudes ambientalistas de la época, la metáfora que podía leerse era -en parte- cómo el rock y el estrellato suponían en los tempranos ’70 una salida ante el fracaso de la utopía hippie de los sesenta. Pero, ¿qué más había en el glam rock además de vestimentas impactantes, teatralizaciones escénicas y mucho make up? El crítico inglés Simon Reynolds (Postpunk. Romper todo y empezar de nuevo y Retromania, entre otras obras fundamentales) dedica un maravilloso volumen de casi 700 páginas con la misión de establecer, con su característica agudeza conceptual, cómo el glam fue mucho más que poses, coqueteos con la elegancia y la frivolidad. Casi sin proponérselo (y sin mencionarlo), Como un golpe de rayo (Caja Negra) sirve para refutar esa célebre frase acuñada por John Lennon sobre que el glam rock era simplemente “rock and roll con lápiz de labio”.

Porque el glam supuso, es cierto, “una restauración sonora”, en palabras del autor: la simplicidad del rock and roll de los ’50 como respuesta al rock de “ejecución brillante y vestuario discreto” que lo había precedido (la destreza de extensas jams bluseras de bandas como The Allman Brothers con sus músicos ataviados con jeans y remeras; la perfección de Abbey Road o la portada de Let it Be, que muestra a unos Beatles adultos y con barba; o el viaje progresivo/sinfónico de discos como Atom Heart Mother, de Pink Floyd, junto al sugestivo vuelo climático del rock psicodélico y sus hippies de pelo largo). En buena medida los artistas glam fundacionales (el propio Bowie, Marc Bolan) coincidieron en reivindicar a viejos héroes como Chuck Berry, Jerry Lee Lewis o Little Richard. Pero había, más allá de lo estrictamente musical, mucho concepto detrás: “El glam trastocó, además, los principios políticos  y filosóficos subyacentes al rock hippie de fines de los sesenta. Abandonado el fallido ethos comunitario de la cultura alternativa, los artistas glam no se mostraban interesados en unirse para cambiar el mundo, sino en encontrar un escape individual de la realidad hacia una eterna fantasía de fama y excentricidad”, señala Reynolds en el prólogo del libro que actúa como una suerte de inspirado ensayo introductorio. Un hito fundamental en ese punto fue la banda The Hype, que Bowie armó junto al guitarrista Mick Ronson y el productor Tony Visconti en 1970: como  señaló el biógrafo David Buckley en su libro Una extraña fascinación, en la idea de usar vestuarios extravagantes e incurrir en posturas escénicas cargadas de exageración e ironía estaba presente la idea de denunciar la base comercial que subacía a todo el rock y que era negada como herencia de la contracultura. Bowie, que en 1969 ya había tomado distancia de la cultura del flower power de la mano de “Space Oddity” (la deriva espacial como sinónimo de los peligros de caer en el escapismo de las adicciones), fue célebre a lo largo de su carrera como una suerte de camaleón dispuesto a cambiar de piel (de personalidad y de alter ego) con cada nuevo personaje que interpretó en sus discos. “David nunca fue un admirador o un exponente del rock and roll (…) Cuando incursionó en el rock, lo hizo con un sentido teatral. Como un actor”, explica el primer representante de Bowie, Kenneth Pitt, en su libro de memorias que es citado por Reynolds. Así, cada nuevo álbum suponía un desafío y la idea de no repetirse, de marcar tendencia. Esta serie de interminables cambios estilísticos y estéticos (que algunos críticos usaron para leer a “Changes” de Hunky Dory, de 1971, como una supuesta declaración de principios) puede establecer según el autor, además, nociones en términos políticos: “La carrera de Bowie representa un giro propio del contexto de principios de los setenta, en el cual el culto a la movilidad individual comienza a cobrar mayor preponderancia que la idea de los movimientos colectivos”.

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La figura de David Bowie se perfila como columna vertebral del libro de Reynolds, y allí se repasan en distintos capítulos sus desparejos inicios en los ’60 como artista con intenciones multiperformáticas a imagen y semenjanza de Anthony Newley (un extraño cúmulo de influencias que abarcaba al rock, claro, pero también los musicales, la actuación, el music hall y el teatro del mimo), hasta llegar a sus días como héroe glam a comienzos de los ‘70, su conversión en estrella en Estados Unidos de la mano de Young Americans (1975) con su plastic soul (soul plástico), la reivindicación de las vanguardias europeas vinculadas al krautrock con Station to Station (1976) y la trilogía de Berlín, y además páginas dedicadas a The Next Day (2013) y Blackstar (2016). Pero hay muchos más artistas: uno de los triunfos de Reynolds es cómo dedica capítulos enteros a las principales figuras del glam (desde Alice Cooper y su descarga de shock rock, Roxy Music, Slade, Gary Glitter o los New York Dolls, entre otros) y lo hace con un nivel de detalle total, convirtiendo cada uno de esos subtextos en breves pero sustanciosas biografias atravesadas por su pluma inspirada y su capacidad de leer entre líneas más allá de los datos biográficos. El libro, que establece una noción elástica del término glam, no se centra solo en el periódo de oro 1971-1974, sino que atraviesa a toda la historia del rock y llega a incluir figuras como Lady Gaga, Marilyn Manson, Ke$ha, Beyonce, Kanye West o Katy Perry: todo atisbo que hubo en el tiempo en torno a la búsqueda deliberada de estrellato, coqueteo con el glamour, escenificación teatral y una marcada performance visual es considerado también aquí glam y analizado en profundidad.

Esto convierte a Como un golpe de rayo en una suerte de guía definitiva y enciclopedia exhaustiva sobre el glam, que tiene en el momento del libro dedicado a Marc Bolan uno de sus momentos más sobresalientes. Bolan, que había atravesado etapas como duende folk psicodélico y esteta mod en los ’60 (es interesante cómo Reynolds rastrea en los ingredientes de la cultura inmortalizada por los Who elementos reivindicatorios de la figura del dandi aristocrático con su particular búsqueda de elegancia, vanidad y estilo estético), fue catalizador de varios de los elementos constitutivos del glam como género. El disco clave de T. Rex –Electric Warrior (1971)- incluía boggies bluseros y riffs de guitarra inmortales, pero sus canciones abrían toda una nueva dimensión que rompían con la heteronormatividad típica del rock clásico de los ’70 con base en el blues, al que “T. Rex le quitó su pesadez y su virilidad, volviéndolo ágil y delicado”, según el autor. Bolan dio rienda suelta a la ambigüedad sexual y adoptó una imagen femenizada (purpurina, plumas o tapados de piel formaban parte de su vestuario). “Hot Love”, editada como simple, era “blusera pero no masculina”, en palabras de Reynolds, y ciertas líneas (“No quisiera sonar atrevido, pero, ¿puedo tomar tu mano?”) marcan una distancia considerable con la violenta cosificación de la mujer en, por ejemplo, “Whole Lotta Love” de Led Zeppelin. El concepto de androginia ya existía desde hacía tiempo en el rock: Reynolds, de hecho, considera a The Rolling Stones como pioneros en eso de vestir ropas de mujer. Pero, no obstante, en la foto de la canción “Have You Seen Your Mother, Baby, Standing in the Shadow?”, que los Stones editaron en 1966, los miembros de la banda desarrollaron una estética burlona y satírica del estereotipo de belleza femenina británica en tiempos de posguerra. “Muestra hasta qué punto, en el caso de esta banda, la ambigüedad de género convivía con una anquilosada misoginia”, argumenta Reynolds y completa: “No suponía necesariamente una señal de respeto por la mujer”. En las canciones de Bolan, en cambio, “los polos activo y pasivo se invierten y conjugan: en sus letras, Marc se presenta como un predador, pero también como la presa”, señala Reynolds.

La idea de ambigüedad sexual fue mucho más lejos de la mano de Bowie. Deseoso por apuntalar su carrera tras el lanzamiento de Hunky Dory (1971) –otro disco enorme pero que lamentablemente fue recibido en su momento con frialdad por parte de la crítica-, el músico le dio una entrevista a la revista de rock Melody Maker en enero de 1972 en la que se proclamó abiertamente gay. Había en esto, de todos modos, mucho de campaña publicitaria: Bowie era más bien una persona heterosexual abierta a la posibilidad de experiencias bisexuales. Reynolds establece acá la noción de camp, entendida como la búsqueda de adopción de “una postura osada o pose provocadora”. En realidad, como señala el propio autor, el interés de Bowie por la escena gay parece haber sido “más cultural que sexual”. “Se sentía atraído hacia la cultura gay porque adoraba su extravagancia” y porque podía “animarse a provocar a la ortodoxia del rock”. Es cierto que Bowie logró cumplir con su objetivo de llamar la atención, pero también es real que -a lo igual que Bolan- contribuyó a derrumbar tabués: “Mientras que algunos gays lo consideraban un turista accidental, otros lo veían como un transgresor de la cultura pop que permitía que otros salieran del clóset con mayor facilidad”, establece Reynolds.

El libro también permite entrever cómo el glam no fue un movimiento lineal ni homogéneo. Hubo, de hecho, artistas ocacionales que coqueteron brevemente con la estética glamorosa y así y todo dejaron su huella. En 1972 Bowie se encargó de “resucitar las carreras estancadas de sus héroes”: Iggy Pop y Lou Reed. “Salpicando sobre ellos polvo de estrellas, Bowie consiguió incluso que modificaran su apariencia y adoptaran su imagen”, explica Reynolds. En el genial apartado dedicado a Lou Reed, Reynolds se permite dudar y discutir sobre si realmente puede considerarse a The Velvet Underground como banda precursora del glam. Lejos de caer en miradas deterministas o polémicas, el autor al menos busca introducir otros canales de debate. Es innegable la influencia que esa banda despertó en Bowie, sobre todo en cómo Reed también desarrolló un carácter indeterminado sobre su sexualidad: “Él prefería definirse como un cerdo chauvinista bisexual”, dice el autor. Además, tanto Velvet Underground como el glam coincidían en otro punto: la desilusión: “La del glam se originaba en la muerte del sueño de los años sesenta. Los miembros de Velvet, por su parte, nunca se habían hecho ilusiones (…) Es esta postura cínica la que, a la distancia, hace que Velvet Underground parezca una premonición de los setenta, profecía del punk”. Pero más allá de esto, según Reynolds, la banda de Lou Reed tenía un aspecto poco glamoroso (actitud y ropa callejera, estricto negro), no había elementos teatrales en sus puestas en escena, y musicalmente se repartían entre baladas frágiles y el trance sónico de baja fidelidad alejado del marcado pulso rítmico característico del glam. Bowie homenajeó el sonido de The Velvet Underground” en “Queen Bitch” (de Hunky Dory) y admiraba a Reed por su capacidad como poeta de los bajos fondos de Nueva York, una suerte de cronista capaz de retratar los aspectos menos virtuosos de la ciudad y describir situaciones hasta ese momento inéditas en la prosa del rock: fetichismo sexual, historias de dealers, sadomasoquismo, libertinaje y decadencia. Pero, en realidad, para Reynolds fue mucho más decisiva la influencia que el propio Bowie ejerció sobre Reed. En 1972 el músico inglés produjo la obra maestra Transformer, un disco que al día de hoy se mantiene como uno de los hitos artísticos de Reed. “Transformer suena mucho más parecido a un disco de David Bowie que a culaquiera de los cuatro de The Velvet Underground”, argumenta Reynolds. Canciones de Lou Reed, pero pasadas por el sonido “prístino y orquestado de Hunky Dory/Ziggy Stardust”, completa. Se trató de una suerte de disco conceptual con temática travesti y, de nuevo, sobre la idea de género como algo sujeto a la libre elección e, incluso, dinámico. En la portada del álbum se observa a Lou Reed a tono con la época: sombra en los párpados y abundante maquillaje que, según el autor, se mantuvo durante las presentaciones en vivo.

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El caso de Iggy Pop fue muy distinto. En palabras de Reynolds, “un proyecto de salvataje que no funcionó tan bien”. Bowie admiraba la figura de Iggy como una bestia rockera y visceral con un “carácter desaforadamente real”. Esto, a la postre, terminaría siendo un arma de doble filo: justamente lo que impidió que Bowie pudiera domesticar el espíritu salvaje del líder de los Stooges. Tras el tumultuoso final de la banda de Detroit luego de Fun House (1970), Iggy estaba en un punto bajo de su carrera: “Estaba en la calle, sin planes ni comida”, según el cantante. Bowie acudió a él, le propuso firmar contrato con su empresa MainMan y fijó como objetivo la grabación de un disco solista de la Iguana. Pero Iggy tenía otros planes: convocó a sus ex compañeros de banda y todo decantó en la grabación del tercer disco de los Stooges, el fenomenal Raw Power (1973). El disco generó controversias antes de su publicación y los directivos de MainMan instaron a Iggy a que cediera ante una mezcla más pulida y comercial, tarea que recayó en manos del propio Bowie. El álbum se editó finalmente bajo la versión de Bowie: según Reynolds, para quienes nunca había escuchado a los Stooges, el disco se trató de un ritual de iniciación; para los que conocían la obra de Iggy anterior a su relación con Bowie, se trató de una obra despareja. Como sea, hoy en día el legado de Raw Power es inngebale y sigue siendo considerado una obra protopunk decisiva a partir de la feroz crudeza de sus canciones urgentes y agresivas. Y allí está Iggy en la portada marcado con un sello glam (al menos a su modo): su torso desnudo y su mirada desafiante, pero también un pantalón plateado, los labios pintados de negro y delineador en sus ojos.

El rechazo del propio Iggy a convertirse en estrella glam parece dialogar con la hipótesis de Reynolds que establece cómo el género musical que sacudió al rock a comienzos de los ’70 antepuso lo individual por sobre lo colectivo: más allá de que en ese arte de tapa aparece solo Iggy y de que MainMan lanzó el álbum como “Iggy Pop and the Stooges”, justamente el sentido de hermandad y compañerismo entre los miembros de la banda de Detroit fue más fuerte que las intenciones de Bowie de lanzar a Iggy Pop hacia un camino solista de estrellato. El glam nació como respuesta a todo lo que lo precedía: lo estrafalario como rechazo a lo sobrio y al sentido de autenticidad de los músicos del hippismo, el escape personal por sobre la búsqueda de cambiar el mundo a través de mensajes globales. Al mismo tiempo, generó reacciones: años más tarde el postpunk se esgrimiría, según Reynolds, como “una expresión adulta, responsable, atenta y llena de sensibilidad social”. “Como un golpe de rayo trata acerca del poder de la ficción”, dice Reynolds en el prólogo. La creación de un mundo de fantasía que generó cambios radicales y transformó de raíz a la cultura rock de su momento: bastante más que solo pintalabios y mucho más de a lo que puede aspirar cualquier artista.//∆z

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