Abrimos esta nueva sección dedicada a la narrativa con un adelanto de la novela que publica Editorial Marciana por estos días.
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A las cinco de la mañana suena el despertador y, sin saber exactamente por qué, me pongo a recorrer los cuartos de la casa y a hurgar en todos sus rincones con la sensación de tener un trabajo pendiente. Abro cada puerta que encuentro, examino el sistema eléctrico, la buhardilla, el sótano y lo que podría haber detrás de las paredes. De madrugada, el día por delante luce largo y lleno de promesas.
Como dijo Fassbinder, dormiré cuando esté muerto.
Habito una casa prestada en el Distrito XI de Paris, con la excusa de un proyecto y medio: sobrevivir con mis cómics y aprender definitivamente francés leyendo los últimos seminarios de Jacques Lacan, el 24 y el 25; los que «no se entienden nada». Desde su título, L’insu que sait de l’une-bévue s’aile à mourre, el seminario 24 ya presenta un desafío de traducción. Literalmente podría resolverse como Lo no-sabido que sabe de la una-equivocación adquiere alas para el piedra, papel o tijera. Parece una broma y, pese a que el autor es estudiado con pasión, tal vez lo sea. Por homofonía (más un jueguito translingüistico francés > alemán en une-bévue) se llega al más digerible El fracaso del inconsciente es el amor.
El fracaso del inconsciente es el amor. Al menos hace blablá. ¿Qué puede preocupar en un país que tiene 400 variedades de quesos? Me quisiera ocupar del último periodo de Lacan, en el que llega a decir «Nuestra práctica (el psicoanálisis) es una estafa, fanfarronear, hacer pestañear a la gente… ». Supongo que soltó esa provocación porque su auditorio era belga.
Gastar a los belgas es un deporte en Francia.
En búsqueda de lo inentendible, de tanto abrir cajones y bauleras en la casa prestada, doy con un artefacto antiguo cuando menos sugerente. Construido en hierro y madera, tiene el tamaño de un cajón de frutas y lleva una forma cilíndrica, que recuerda a un gramófono, sobre lo que habría que llamar el cuerpo principal. Pienso que es una cajita musical grande que no logro hacer sonar. Mientras reviso doy con la entrada para un adaptador. Paso a pensar que la máquina era originalmente a cuerda y alguien recientemente la electrificó. Si fuera mía, la habría desarmado pieza por pieza, para después no poder volverla a armar y tan sólo quedarme con un caos controlado, al que habría que silbarle alguna melodía.
***
—¿Charb?
—Mais oui.
Stéphane Charbonnier al teléfono. Pasa en un rato. Me ha ayudado a publicar mis cómics en Francia y, con ello, posiblemente sobrevivir. Siento un gran respeto por Charb, actual editor del semanario satírico Charlie Hebdo. Charb no quiere a la gente. No quiero a los fumadores. No quiero a los jubilados. Marcelo Cerdo, el policía. Estornudar sobre la coliflor… son algunas de sus obras, pero a nadie se le escapa que lo que ha puesto su vida en peligro son las caricaturas de Mahoma. Y pese a que es buen tirador, no le dan permiso para portar un arma.
Sube las escaleras casi corriendo. Le muestro «la máquina».
—Ah sí, es una máquina de rezar. ¿La encendiste? —dice Charb y luego intenta en «español»—Hay que profitar de las cosas.
—¿Cómo se enciende?
—Tiene que estar por aquí, el adaptador… ¡Uh!, no sabes lo que tienes aquí, la máquina de rezar fue la PRIMERA máquina.
Yo creía que la primera máquina había sido la máquina de coser. Charb encuentra el adaptador. No voy a tomar en serio a un humorista.
—Ahora tú enciéndela, sino va a rezar por mí —dice.
Enciendo la máquina. Una especie de murmullo brota como un líquido y se difunde en la pieza como una fragancia misteriosa.
—¿En qué idioma reza?
Charb mueve la cabeza para decir «no sé». No sé amigo, no sé. No se puede saber todo. Baja la escalera, no sin antes asombrarse por mi colección de lápices. ¿Vamos a Saint-Germain? ¿Qué quieres comer? Con otro gesto dice «déjala andando». La máquina produce un coro pseudohumano que reza por lo bajo, sin que pueda distinguirse una sola palabra. Esto podría ser un simulacro de rezo. Un simulacro de sinsentido para el que cuando cree, no cree que cree, y cuando no cree, no cree que no cree.
***
Paris tiene un solo problema: las drogas están a tres horas de distancia en Amsterdam. Mirando la campiña bretona por la ventanilla del tren pienso en la imagen negativa que tengo del paisaje agropecuario argentino. Parcelas recortadas en formas euclidianas, monocultivos, agrotóxicos, palurdos, asado y vino tinto, festivales folclóricos. Agreguémosle semillas de Monsanto al plato y ya tenemos una correcta descripción del infierno.
Mirando por la ventanilla… me pregunto qué estará haciendo la máquina de rezar que dejé encendida sola en la casa del Distrito XI, trabajando para mí. No hay cortes de luz en Paris, la máquina debe estar efectivamente rezando. Desde los molinos, me parece escuchar la voz de Slavoj Žižek exclamar con vehemencia en el cautivante inglés de Frankestein:
«My God! This is INTERPASIVITY at it’s purest and so on».
Esta interpasividad —el lado siniestro de la interactividad, que una máquina o Internet haga cosas por uno— aumentará exponencialmente en el futuro. Si hoy bajar la colección de cualquier autor es una cuestión de minutos, en el futuro una máquina se encargará de leer todas las obras literarias y científicas para, en igual cuestión de minutos, transmitirnos los datos esenciales al cerebro mediante la interfaz de un chip húmedo. Resta preguntarse qué haremos con tanta sabiduría en tanto tiempo libre.
***
Cambio de trenes en Bruselas, la nueva Estambul (vista desde Inglaterra). En el patio de comidas, todos parecen desilusionados. En mi mesa come un neonazi rapado que trabaja de asistente social. Es muy poco lo que puedo creer en formas divinas y hete aquí que dejé la máquina de rezar funcionando, enviando su mantra hacia los racimos de galaxias, mientras que, en algún arcaico punto de la mente, albergo la fantasía de que puede provocar cambios tangibles en mis días. Queda para un examen ulterior saber qué ocurre si uno dispone de más máquinas de rezar, y las pone a trabajar en simultáneo, o si un gobierno reparte máquinas de rezar casa por casa en lugar de frazadas. Mientras el desencanto del mundo se agiganta, tengo la joya que marca la diferencia. ¡Cada cuál a sus pequeñas máquinas!
Bob Chow es Licenciado en Psicología y actualmente vive en Buenos Aires. Publicó El Momento de Debilidad (Editorial Nudista), El Águila ha llegado (Editorial Nudista) y ganó el primer premio del concurso de La Bestia Equilátera con la novela Todos contra todos y cada uno contra sí mismo. Además, editó el disco El verdadero camino hacia el aeropuerto, también a través de la Editorial Nudista.