A tres décadas de su aparición, analizamos el contexto que posibilitó el debut de la banda de Kurt Cobain, Krist Novoselic y (posteriormente) Dave Grohl y motorizó la irrupción de una generación de jóvenes que hasta entonces había permanecido en los márgenes.

Por Rodrigo López

Lanzado oficialmente el 15 de junio de 1989 bajo el hoy icónico –y en  ese momento exponente del circuito underground del Noroeste Pacífico de los Estados Unidos– sello Sub Pop, Bleach es sin lugar a dudas una de las piedras preciosas de ese inolvidable movimiento cultural llamado grunge y uno de los discos que definió a la turbulenta década de los ‘90. También es uno de los mejores  –sino el mejor– trabajo discográfico de Nirvana, pues, a pesar de ser solamente el crudo y refrescante embrión de la caótica revolución que llevarían adelante los oriundos de Seattle hasta el suicidio de Kurt Cobain, representa a la perfección a toda una generación de adolescentes cuya furia estaba motorizada por la frustración y la tristeza. Una generación consumida en su cotidianeidad por un sistema político, cultural y económico que era opresor, injusto y discriminador en partes iguales.

Pero para entender la influencia y el legado de Bleach, uno que se extiende hasta nuestros días, hay que comenzar desde la génesis de esta poderosa subcultura. Luego de haber tenido casi dos décadas de dominancia absoluta en la escena del rock and roll, el Glam Metal peyorativamente denominado “Hair Metal”comenzó a ver cómo su popularidad decrecía a finales de la década de 1980. Las razones son variadas y las opiniones al respecto muy diversas, pero el combo entre los incorregibles y ridículos excesos de sus principales figuras, las tortuosas peleas internas entre los miembros de las grandes bandas de la escena (Mötley Crüe, Poison, Deff Leppard y Guns N’ Roses, por solo nombrar a cuatro de ellas) y el agotamiento total de la fórmula que unía al hard rock de guitarras con la famosa power ballad hicieron que las masas comenzaran a buscar un sonido mucho más pesado, oscuro y contundente.

Como se puede apreciar, no fue corto el reinado de esta corriente sonora. No es nada fácil sostener la posición más alta en la pirámide del rock mainstream por veinte años, pero un poco antes de ese declive absoluto e irreversible –perfectamente retratado en el muy buen documental de Penelope Spheeris, The Decline Of Westen Civilization Part II: The Metal Years– en el Noroeste Pacífico de Washigton, más precisamente en Seattle, algo muy interesante se estaba cocinando a fuego rápido. Una vez llegada la oportunidad, el llamado grunge (“sucio”, en el diccionario urbano) no tardaría en mostrar los dientes y plantar su bandera: de a poco se consolidaba entre el público más joven y mayoritario del país un movimiento estética, sonora y culturalmente contrario a una escena musical decadente, superficial y vacua. Una escena que en su momento de mayor éxito supo aglutinar corrientes sonoras muy disparejas entre sí como el hard rock, la “new wave” del heavy metal británico, el speed metal y el rock (casi pop, digamos) suave y que terminó derrapando sin más.

Seattle, 1991. Foto: Chien-Chi Chang (Magnum)

¿Cuáles fueron las armas o los anticuerpos con los que el rock combatió hasta destruir por completo al propio gigante en decadencia? No hay dudas de que una de las razones más importantes a la hora de entender la caída del Glam Metal es el imparable ascenso que experimentaron tanto el llamado “Sonido de Seattle” como el rock alternativo en los suburbios de California. Dos movimientos que tranquilamente podrían resumirse como uno solo por todas las conexiones que poseen: continuando con la parábola de la power ballad, el público empezó a necesitar un poco más de crudeza, pesadez, compromiso y oscuridad, tres elementos que eran (y son) característica central de este sub-género del rock. La brutal respuesta a la frivolidad y al clima soleado de Sunset Boulevard llegaba de la mano de bandas tan desafiantes como temerarias: Mudhoney, U-Men, Screaming Trees, Alice In Chains, Soundgarden, Pearl Jam, Melvins, Skin Yard, Green River y Nirvana. Todas ellas conformadas por muy talentosos artistas nacidos y criados en las grises y desoladoras zonas suburbanas de Washington. Todos con mucha mierda que escupir, con muchísimo para decir, viviendo desde pequeños como marginados y al borde del estallido social.

Su música era una absoluta declaración de principios, pero no por ello hay que descuidar el aspecto técnico: fue también una de las evoluciones más significativas y consistentes que haya tenido el rock contemporáneo en toda su historia. Estamos hablando de la fusión entre la crudeza lo-fi, la rabia elemental y la potencia disonante del hardcore punk norteamericano, las texturas más densas, lentas y oscuras del heavy metal originario (una cruza cuyo primer paso fue dado por Black Flag a mediados de los ochenta) y el trance pesado, cercano a la psicodelia moderna, del freeform presente en el rock alternativo embrionario.

A esta distorsión, a este desorden absoluto de todo lo establecido, hay que sumarle una lírica introspectiva y claustrofóbica, repleta de cuestiones sociales y personales por completo urgentes. Si uno explora el catálogo de los grandes temas del grunge se encontrará con que sus temáticas centrales giran alrededor de la alienación, la falta de confianza en uno mismo, los abusos de todo tipo, la traición, el uso de drogas pesadas, el aislamiento social y los traumas psicológicos. Pero por encima de todo, lo que caracteriza a esta sub-cultura –lo que la hace revolucionaria– es el hecho de que en cada una de sus canciones y de sus melodías está muy presente la angustiante y dolorosa necesidad de libertad. Una necesidad que solamente era experimentada a través de la música, sin importar de qué lado del escenario se encontrase cada persona.

En este revoltoso contexto, y más aún si se consideran las presiones de la discográfica para que el sonido se adaptase por completo al estilo que se vendía como “Grunge”, Bleach es una de esas gemas imposibles de imitar o siquiera clonar. Ya exhibiendo un botón de prueba de ese contraste de dinámicas (versos bajos y coros/estribillo altos) que terminaría siendo su marca registrada y una complejidad género-estilística audaz e inaudita para el género, Nirvana irrumpió en la escena emergente norteamericana con un golpe directo al hígado.  Porque si bien la crudeza y el caos estaban colocados bien al frente, detrás de esa espesa cortina de distorsión, yacían diversos elementos que –en el largo plazo, algo inexplicable– terminarían siendo reconocidos como verdaderamente innovadores.

Ya desde el primer segundo, las fintas gravísimas de Krist Novoselic anuncian el apocalipsis. La voz rasgada de Kurt Cobain completa el panorama, haciendo que “Blew” tenga un clima asfixiante, bien claustrofóbico, y que represente el estallido de toda una generación oprimida. La angustia también está presente, haciéndose carne en cada grito de Cobain y en el riff cercano al metal clásico que sale despedido con ira desde su guitarra. Si esta canción por momentos parece un demo grabado algunas horas antes de ser publicado, “Floyd The Barber” da un paso más allá: Chad Channing golpea desde la batería las puertas del infierno, desatando la locura a pura potencia y precisión; alejados del sonido más pulido (pero igual de caótico) que se escucharía en el futuro inmediato, los integrantes de Nirvana muestran una esencia entre metalera y rockera que les sienta muy bien.

Mucho de ese porvenir sonoro se puede escuchar en ambas letras, siendo ellas un introspectivo viaje hacia la oscuridad, un páramo por completo desolador. Uno que, montado sobre una mezcla de velocidad y pesadez estructural, una voz imposible de olvidar y unas ganas de destruir todo lo que se pusiese por delante, terminarían moldeando la primera mitad de la siguiente década. El riff de una canción legendaria como “About A Girl” es otro de los elementos inolvidables de este disco: una de las piezas más finas de Cobain en cuanto a lo sonoro y a lo lírico y una excelente jugada por su ambigua –siempre debatiéndose entre la vida y la muerte– cercanía con el pop y el rock más melódicos.

La píldora de punk rock puro llega de la mano de “School”, mientras que el afamado cover de “Love Buzz” (de la banda psicodélica alemana Shocking Blue) es un anticipo de todo lo que le sucederá al sonido de Nirvana en los siguientes años. El delirio cósmico de la canción original está más bien ligado a la atmósfera, pero con un impulso anárquico muy diferente al que proponía aquella rama del rock. El primer gran paso hacia lo masivo de Nirvana es pura psicodelia, punk y rock alternativo, con influencias orientales en la melodía y un frontman que alterna entre el crooner prolijo y el cantante hardcore.

Foto: Kevin Mazur (Getty)

“Paper Cuts” es un ejemplo de distorsión y suciedad puras, un viaje terrorífico al corazón del sufrimiento, de todos los demonios que siempre acecharon a Kurt Cobain hasta el día de su muerte. El sonido amplificado de ese lamento (entre punk y metal) de “Negative Creep” sirve para entender como estos géneros podían –algo impensado en ese entonces– alcanzar la masividad. Ya apostando por el hard rock elemental, el atormentado cantante alcanza los agudos con muchísima precisión durante “Scoff”, para luego honrar a puro alarido al thrash metal con la brutalidad suavizada de “Swap Meet”.

La versión más psicótica y adrenalínica de Nirvana emerge gracias a “Mr. Moustache”, quedando para el cierre una sorpresa impensada: “Sifting” lanza un cable bastante macizo hacia el black metal nórdico, un sub-género del heavy metal que estaba también comenzando a rascar la superficie invocando la oscuridad más profunda y dolorosa que el ser humano pueda conocer y experimentar. Porque de eso se trató en gran parte el movimiento grunge, de representar activa y fielmente la compleja esencia del Noroeste Pacífico norteamericano. Una región condenada al ostracismo donde el dolor más puro, el agobio cotidiano, la persistente sensación de sofocación, los conflictos internos (y sus soluciones poco rentables) y el clima por completo deprimente, hacían cuasi nulas las posibilidades de escapar de un destino tan gris como las nubes que cubrían su cielo. Puede que no haya sido su disco más aclamado ni su puerta de entrada a esa fama que su creador tanto aborrecía, pero lo cierto es que Bleach es la expresión más pura de Nirvana: un disco imprescindible que plantó las semillas del sonido que dominaría el mundo durante los próximos años y que puso sobre la mesa todas las preocupaciones de una generación que, hasta ese momento, vivía en los márgenes de una sociedad que nunca antes había siquiera considerado su existencia. //∆z