Drogas, crímenes y hippies en Inherent Vice, la última película de Paul Thomas Anderson, basada en una novela de Thomas Pynchon.

Por Martín Escribano

Sería inútil intentar definir de qué va Inherent Vice. Sus coordenadas son difusas, sus personajes numerosos y complejos. Podemos arriesgar al menos una oración: Larry Sportello, un investigador privado, emprende la búsqueda de Mickey Wolfmann, multimillonario dedicado al negocio inmobiliario que desapareció sin dejar rastro. El pedido proviene de Shasta Fay, actual novia del empresario y exnovia de Larry.

Esa será la excusa para zarpar de tierra firme e internarse en las aguas profundas de los Estados Unidos de principios de los setenta. Y si  Paul Thomas Anderson decide arrancar su película filmando el mar (sí, otra vez el mar, como en The Master) por algo será. Su propuesta es decididamente oceánica, ambiciosa y turbia. La multiplicación de personajes secundarios y la aparición de numerosas subtramas generan la sensación de que este es un viaje a ninguna parte. Pero el director no es un improvisado y enseguida salta una idea a la conciencia, un faro que marca el norte: lo que importa en Inherent Vice no es lo que ocurre sino lo que no deja de ocurrir.

“Eran tiempos astrológicamente peligrosos para los drogadictos” dice Sortilège, una de las criaturas de ese fenómeno contracultural antibélico que fue el hippismo y que nos introduce en la historia a modo de flashback. Inherent Vice es recuerdo, sueño, huella, testimonio de un trastornado movimiento new age que vino a proponer una aproximación relativista a la verdad. No una verdad sino verdades; no la luz de una única razón, sino el desconcierto ante muchas razones.

Así, el Larry Sportello drogado y jipón de Joaquin Phoenix (en un papel que recuerda un poco a Jeff Bridges en El gran Lebowski) se topa, en su búsqueda, con personajes que no son lo que dicen ser: la policía protege pero persigue, los hippies luchan por la paz pero aceptan ser contratados por el Estado a modo de espías, el hospital cura pero encierra, la justicia es parcial. “Hecha la ley hecha la trampa”, se dirá. La fachada del edificio no se condice con lo que hay en el interior. Lo que no cesa es la apariencia: proliferan el maquillaje, los peinados, el disfraz, un Owen Wilson vestido ridículamente con un jardinero y camisa rosa hablando crípticamente en la niebla. Aparecer, parecer, desaparecer.

Mientras los latinos, los chinos y otras minorías estafadas por los poderosos conviven con hermandades arias y sectas que abogan por la primacía del  espíritu, en la tele desfilan Nixon y la guerra de Vietnam.

Sortilège habla del rey de los Mares: Poseidón o Neptuno para los romanos. Sus conocimientos de astrología indican que es un planeta espiritual, que da acceso a la sensibilidad y a los sueños, a la inspiración pero también a la droga, a las experiencias de fusión y a las adicciones.

Quizás funcione como símbolo del ocaso del orden. El ser se desdibuja. Síntoma de su época, la película de Paul Thomas Anderson reflexiona desde ese después que es nuestro tiempo. El fracaso de los movimientos instituyentes han dado a luz el paradigma de la complejidad. Desde allí habla su director y su película no puede ser más que un híbrido, un policial de enredos alucinado, contaminado por el lado B de las instituciones y por la inquietante música del siempre brillante Johnny Greenwood.

Por suerte, entre tanta confusión, marihuana y cocaína, entre tanto niño sirviéndole whisky a su padre policía, entre tanta juventud nixoniana, el deseo viene al encuentro de Larry. El deseo, ese faro. No todo está perdido.