Entre aciertos y desaciertos, dentro de un contexto de ajuste brutal y con una denuncia de censura en el acto de cierre, pasó la edición 2018 de uno de los festivales de cine más importantes del mundo.

Por Ignacio Barragan
Fotos prensa del Festival

En agosto de 1983 Mario Bunge publicó una nota de opinión en el diario El País de España llamada “Cuba: sí, pero”. Lo que allí hizo el filósofo de la ciencia fue comentar ciertas bondades de la isla pero a la vez realizar algunas salvedades. Por ejemplo: resaltó el buen funcionamiento que tienen las universidades, aunque dijo que en materia de publicaciones académicas estaban muy atrasados. Es difícil no utilizar el mismo procedimiento utilizado por Bunge para hablar  de la última edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Es evidente que, más allá de la gran cantidad de aciertos que hubo, no todo salió bien.

En principio, la historia ya la conocemos. Dentro de la debacle económica que viene sufriendo este país desde hace por lo menos tres años, sumado al hecho de que el Ministerio de Cultura haya devenido en Secretaría y de que existieron recortes en todas las áreas afectadas, el Festival de Mar del Plata no fue la excepción. De los diez días originales que se habían anunciado, finalmente subsistieron ocho. Si bien esta reducción de grillas en el cronograma afectó toda la dinámica del festival, al haber menos películas y, por lo tanto, menos horarios, se puede hablar de un acierto medianamente compensatorio. Al día siguiente a la finalización del festival todas las películas ganadoras fueron proyectadas gratis en gran parte de los cines de Mar del Plata.

Ahora bien, se ha esbozado por parte de las autoridades que, si bien hubo menos películas, fue mayor la calidad de las mismas. Esto es parcialmente cierto, ya que si bien la programación del festival contó con buenas producciones cinematográficas, que van desde Ana Katz hasta la última de Spike Lee, también dio la sensación de haber caído en cierto facilismo, como presentar año a año una película de Hong Sang-soo o volver nuevamente sobre una retrospectiva de Ingmar Bergman. Lo que aparece bajo la forma de “calidad” es más bien la certeza de que ciertos directores ya tienen un público afianzado y, por ende, una venta de entradas asegurada.

Sin embargo, no se puede hablar de una mala curaduría de la programación. Los filmes presentados en el festival tienen en mayor o menor medida cierto interés para el público cinéfilo. Dejando de lado los estrenos acontecidos en el festival, entre los que claramente resalta la ópera prima de Leonor Teles llamada Terra Franca, se puede afirmar que la selección de películas que se realizó para la competencia de Estados Alterados o de largometrajes argentinos es digna de ser mencionada. Entre los directores argentinos que compitieron se pueden nombrar a Fernando Spiner, Ezequiel Acuña o Gastón Solnicki, claros referentes del cine nacional.

Probablemente existieron dos aciertos contundentes en esta edición. El primero fue la llegada al país del actor Jean-Pierre Léaud, invitado por la embajada de Francia y quien presentó no solo Los 400 golpes (1959), de François Truffaut, sino también La mamá y la puta (1973), de Jean Eustache, dos enormes películas que se encuentran en posiciones políticas completamente antagónicas. El otro gran acierto fue la restauración y proyección de películas argentinas canónicas como El último malón, de Alcides Greca (1918), y Prisioneros de la tierra (1939), de Mario Soficci. La puesta en valor del cine argentino de la primera mitad del siglo XX es fundamental para la conservación de nuestro patrimonio cinematográfico. Este tipo de iniciativas, en el marco del festival, debe festejarse.

Con respecto a los ganadores, se puede afirmar que la película destacada es Entre dos aguas, de Isaki Lacuesta, quien se llevó el galardón a mejor película de la competencia internacional, como también El árbol negro, de Máximo Ciambella y Damian Coluccio, quienes obtuvieron el primer puesto de la competencia argentina. Judy Hill se llevó el premio a mejor actriz gracias a What you gonna do when the world’s on fire?, de Roberto Minervini, que también se llevó el premio a la mejor dirección. Un caso especial es el de Belmonte, de Federico Veiroj, quien fue premiado en la competencia al mejor guión. Si bien el director uruguayo posee una sólida trayectoria gracias a una filmografía que contiene películas como La vida útil (2010) o El apóstata (2015), no se puede decir que su última obra sea una gran película. Se pueden rescatar ciertos usos del color o la relación del padre con la hija, que es el núcleo central del relato, pero, en verdad, lo que menos se destacan son los diálogos, una mezcla entre lugares comunes y una masculinidad a lo Hemingway ya avejentada.

A pesar de todo esto, y en relación con la agenda de género de este año, se puede decir que una vieja deuda ha quedado subsanada. La elección de Cecilia Barrionuevo como directora artística del festival logró romper con una larga tradición de referentes masculinos que ocuparon el cargo. No solo se ha concretado esa victoria, sino que también, por primera vez, se organizó en el marco del festival un Foro de Cine y Perspectiva de Género donde actrices, directoras y realizadoras se reunieron para debatir los distintos avatares por los cuales está transitando la industria cinematográfica en relación a las mujeres.

Por último, la frutilla del postre fue un gran desacierto. Una parte del jurado del festival denunció en estos días la frialdad con la que se abordó la entrega de premios. A diferencia de anteriores ediciones, esta vez los ganadores no pudieron hablar en el acto de entrega de las distinciones. No solo los ganadores no pudieron realizar su acostumbrado discurso de agradecimientos y menciones, sino que el jurado mismo tampoco pudo hacerlo. Esto, como dijo la actriz y directora María Alché, es “negar la comunicación, los lazos en una comunidad” y un grave atropello (entre tantos otros) al ambiente cinematográfico. Estos hechos demuestran fehacientemente hasta qué punto el cine incomoda a ciertas autoridades, lo que implica que, quizás, no todo está perdido. //∆z