Con el capricho que conlleva cualquier lista, elegimos algunos álbumes que forman parte de nuestra educación cultural y que este año celebran medio siglo de vida. 

Por Juan Alberto Crasci y Matías Roveta

“Grandes discos que cumplen 50 años”. Una consigna que puede sonar grandilocuente y simplista, pero que en realidad no lo es: analizar 1969 y su prolífica cosecha de álbumes genera dificultades, sobre todo por la abundancia de grandes obras, y, como en cualquier lista arbitraria, por las reacciones que generan la ausencia y la presencia de muchas de ellas. Esta lista es apenas un disparador para un recorrido que puede presentarse como interminable y que puede completarse a gusto.

Pasaron muchas cosas ese año, no solo en la música. Quizá sería mejor plantearlo de este modo: el rock sirvió como termómetro de una época. David Bowie (el primer gran ausente de este recorte) y su primera gema musical con “Space Oddity”, lanzada en plena fiebre lunar cuando la Guerra Fría se traducía en carrera tecnológica y espacial entre Estados Unidos y la URSS. Lo de Bowie fue apenas una temprana muestra de genialidad, porque el disco que incluyó esa canción se presentaba como irregular. Distinto es el caso de los Beatles, claro, que venían de editar el monumental Álbum Blanco (1968) —el que incluye “Helter Skelter”, una frase que en la mente siniestra de Charles Manson se potenció mientras asesinaba junto a su séquito, durante ese 1969— e iban camino a la retirada triunfal con Abbey Road: un auto homenaje al legado mágico de la banda más grande la historia.

Los Beatles se consumían lentamente, pero los Stones estaban en el arco opuesto: la curva ascendente e imparable de creatividad que cosecharía uno de sus mejores discos, Let It Bleed. La utopía hippie de los ’60 se caía a pedazos y nadie captó mejor la oscuridad en el horizonte que los ’70 permitían avizorar —desde el nihilismo, también el debut de los Stooges, editado ese mismo año— como lo hicieron sus majestades satánicas con “Gimme Shelter”: el fatídico festival gratuito de Altamont de fines de 1969 terminaría confirmando el carácter profético que puede asumir a veces una canción de rock. Y mientras la Guerra de Vietnam seguía su curso de horror, hubo otro festival anterior: Woodstock, la última estocada del sueño idealista del hippismo de los ’60, con la participación de, entre otros y otras, Janis Joplin, Santana, The Who, The Band, Grateful Dead y Joan Baez (algunos de los presentes en esta lista que tocaron en esas jornadas históricas de agosto de 1969).

A contramano del mundo y recluido en su casa de campo en las afueras de Nueva York, Bob Dylan ignoraba a la contracultura y abrazaba el country; Joni Mitchell empezaba a dar muestras de su genialidad, Neil Young lanzaba su carrera junto a los Crazy Horse y Robert Fripp hacía la primera escala de su viaje inspirado con King Crimson; también en Inglaterra, Ray Davies escribía sus mejores letras y le daba a los Kinks un estatus de leyenda. Pero también pasaban cosas acá: Litto Nebbia y Los Gatos editaron discos ese año, pero 1969 es sobre todo el momento de Almendra y “Muchacha (ojos de papel)”, el primer diamante de la inigualable carrera de Luis Alberto Spinetta.


Arthur (Or the decline and fall of the British Empire) – The Kinks

A principios del ‘69 Ray Davies recibió un ofrecimiento de la televisión británica para trabajar en una película y en su respectivo soundtrack, pero el proyecto fue cancelado. El cantante y compositor de los Kinks había pensado en una obra conceptual y las ideas para ese plan trunco se materializaron en Arthur (Or the decline and fall of the British Empire): la trama del álbum se centra en Arthur (personaje inspirado en parte en el cuñado de los hermanos Davies), una persona de origen proletario que asciende a la clase media y que mira hacia el pasado entre nostálgico y perplejo, solo para darse cuenta de que cayó en la trampa de creer en un ideal de nación en franca decadencia y que todo lo que consiguió –un auto, su propia casa— fue a costa de un esfuerzo inhumano y de dejar sus sueños olvidados en un rincón. Davies es irónico y afila su pluma como pocas veces para hablar de la podredumbre del obsoleto imperio británico: ataca a los dirigentes políticos (“Mr. Churchill Says”), a las fuerzas armadas (“Yes Sir, No Sir”) y al conservadurismo en tiempos de la época victoriana (“Victoria” y el riff musculoso de Dave Davies como marco sonoro para una letra que lanza puñales llenos de sátira sobre un tiempo en el que “la vida era limpia y el sexo era malo y obsceno”).

Pero Ray Davies no pierde su origen de clase y se mete en su propio barro para criticar con agudeza cómo el pueblo se deja oprimir y vive dormido a merced de los poderosos: “Los aristócratas y burócratas son ratas sucias / Para ellos solamente sos una mancha de suciedad / Pero no querés levantarte del piso / Señor, te lavaron el cerebro”, dispara en “Brainwashed”, y el mismo tono se mantiene en “Drivin”, que cuenta la historia de quienes manejan alegres sus autos por la campiña inglesa y hacen picnics con cerveza mientras el mundo se cae a pedazos. Mientras el cantante enfoca su mira de francotirador, los Kinks desarrollan una paleta de sonidos amplia y rica, que va del music hall (“Drivin”) al folk acústico (“Yes Sir, No Sir”), pasando por el pop barroco (“Some Mother’s Son” y “Young and Innocent Days”) y el rock poderoso propulsado por arreglos de vientos (“Brainwashed”) o solos de guitarra memorables (Dave Davies y su largo punteo lisérgico alla Jerry García en “Australia”). Una de las facetas más inteligentes de los Kinks para despedir una década en la que no tenían nada que envidiarle a sus contemporáneos (Beatles, Stones y The Who). Matías Roveta


In The Court of the Crimson King – King Crimson

Aquí nace todo. Mientras The Beatles se encaminaba a su ocaso y parecía que ninguna otra banda podía revolucionar la música, llegan Robert Fripp —el cerebro de la bestia—, Greg Lake, Mike Giles, Ian McDonald y el letrista e iluminador Pete Seinfeld para reorganizar el caos y sentar las bases de la música progresiva a través de una furiosa mezcla de jazz, rock, psicodelia y un virtuosismo excepcional, capaz de transgredir y subvertir las reglas de formatos lo suficientemente estancos como el blues (escuchar la estructura del solo de “21st Century Schizoid Man”). Cinco tracks muy distintos entre sí prefiguran la situación opresiva, oscura y melancólica del hombre del siglo XXI a través del vértigo, los cambios de tiempo, la distinción instrumental y el desembarco —para siempre— del mellotron. Abre el disco “21st Century Schizoid Man” a puro apocalipsis y distorsión, con Greg Lake cantando a través de una pared de efectos, mientras que Giles —un verdadero psicótico tras los parches— y McDonald se lucen en sus respectivos instrumentos. En resumen, una orquesta desequilibrada que se lanza sin reparos hacia el fin del mundo. Luego, “I Talk to the wind” y “Epitaph” generan cierta —mentirosa— distensión en la escucha, en tanto que “Moonchild” explora en novísimos horizontes —fundamento de trabajos posteriores como Starless and Bible Black— y “The Court of the Crimson King” cierra el disco con su carácter hímnico y solemne. Juan Alberto Crasci


I Got Dem Ol’ Kozmic Blues Again Mama! – Janis Joplin

En 1969 Janis Joplin se había alejado de su banda de blues psicodélico Big Brother and The Holding Company, con la que editó el esencial Cheap Thrills (1968), y el cambio se tradujo en el nuevo sonido que desarrolló de la mano de I Got Dem Ol’ Kozmic Blues Again Mama!: un álbum pasional atravesado por una potente sección de vientos y más orientado al soul y al R&B. Pero lo que persistía en este disco era el poder sobrehumano de esa voz visceral de Joplin, mezcla de virtuosismo salvaje, dolor y energía desenfrenada. Pocos y pocas podían cantar como Janis a fines de los ’60 y, a pesar del sonido musculoso y estilizado de I Got Dem Ol’…, su gola es el núcleo de la obra: un arco amplio de registro con el que Joplin podía ir desde los gritos imposibles de “Try (Just a Little Bit Harder)” al caudal profundo y vulnerable de “Maybe”. Joplin deja sus entrañas en cada verso, mientras la banda se mueve con soltura por el funk propulsado por vientos y guiños a James Brown en “Try (Just a Little Bit Harder)”, las baladas souleras (“To Love Somebody” y “Maybe”, con la guitarra eléctrica de Mike Bloomfield, el arma secreta de Bob Dylan en Highway 61. Revisited de 1965) y el blues eléctrico (“One Good Man”, con la guitarra slide de Bloomfield).

Entre la grabación y la edición del disco, Joplin tocó en el festival de Woodstock y presentó varias de las canciones de este álbum (“Kozmic Blues”, “As Good As You’ve Been To This World” o “Work Me, Lord”, entre otras), pero el show aparentemente fue errático: “En Monterrey había estado fabulosa, pero aquella noche no estaba en su mejor forma, debido probablemente al prolongado retraso y al alcohol y heroína consumidos durante la espera”, recuerda Pete Townshend en su libro de memorias Who I Am (Malpaso), quien tocó en ese encuentro histórico con The Who. “Pero, incluso en una noche floja, Janis era increíble”, completa. Janis murió de sobredosis en 1970 a los veintisiete años y antes de poder terminar de grabar Pearl (1971), otro disco clave que dejó como registro de su voz inigualable. Matías Roveta


Litto Nebbia (Vol 1.) – Litto Nebbia

El debut en solitario de Litto Nebbia trae nuevos aires con respecto a lo que había producido su banda, Los Gatos, hasta ese momento. En Litto Nebbia —conocido como Vol 1. desde su reedición junto a Vol. 2— se pueden ver las preocupaciones que atravesarán toda la obra del rosarino: la mixtura con distintos géneros musicales alejados del sonido beat, como el jazz, el tango y ciertas rítmicas latinoamericanas y en especial rioplatenses, junto a la capacidad para rodearse de músicos de esos ámbitos (en este disco participan Oscar Alem, Jorge López Ruiz como arreglador y Horacio Malvicino, quien tocaba con Piazzolla). Si bien su edición coincidió con la realización del film El extraño de pelo largo, en la que Nebbia fue el protagonista y varias de las canciones aparecieron en la película, otras como “Tierra soy yo” o “Reflexiones de un hombre singular” contienen el germen de temáticas sociales recurrentes en las obras posteriores. Algunos temas destacados son “Rosemary”, “Días de juventud” y “Deja que conozca el mundo de hoy”, entre otros. Quizá los elementos que lo catapultaron como uno de los músicos más eclécticos del país —indispensable el trabajo realizado desde su sello Melopea para la recuperación de una gran parte del catálogo de la música popular argentina (folklore, tango, jazz)— sean los mismos que lo mantuvieron oculto para los puristas del rock. Juan Alberto Crasci


The Velvet Underground – The Velvet Underground

Después del viaje de heroína y las descargas bestiales de ruido eléctrico, llegó la calma. El tercer y homónimo disco de Velvet Underground cambia radicalmente de rumbo artístico en relación a los dos anteriores —The Velvet Underground and Nico, de 1967, y White Light/White Heat, de 1968— al dejar de lado las afinaciones raras y el tratamiento de shock distorsionado de las guitarras eléctricas, y en su lugar se centra en el clima entrañable que propone el interplay suave de las violas limpias de Lou Reed y Sterling Morrison, acompañadas por la batería y las percusiones de Maureen Tucker y el bajo, órgano y —eventualmente— voz de Doug Yule (quien ingresó a la banda para remplazar a John Cale).

Incluso en el rock and roll de cepa garagera (una cita al pasado de la mano de “What Goes On” y “Beginning To See The Light”) o el blues (“Some Kinda Love”), todo suena más sutil y melodioso, con algunas de las mejores interpretaciones vocales de Lou Reed: “Entre el pensamiento y la expresión yace toda una vida”, regala como frase para anotar en la citada “Some Kinda Love”, que anticipa en parte el estilo de su futuro como solista. Hay algún revival del costado experimental y vanguardista de la banda (el órgano lisérgico, las voces superpuestas con pasajes de spoken word y el ritmo irregular y cambiante de “The Murder Mystery”), pero el núcleo del disco se perfila a partir de un puñado de canciones delicadas: la folkie “Candy Says” y sus coros finales de doo-wop que son miel para los oídos, la fragilidad de “Pale Blue Eyes” (fiel a su estilo, Reed se muestra vulnerable hasta cuando canta el verso “a veces me siento muy feliz” como posible antecedente de la engañosa alegría de “Perfect Day”) y “Jesus”, en donde Reed dice que se siente débil, que está cayendo en desgracia y que le está costando encontrar su propio lugar. En un disco que versa, en parte, sobre el amor y los vínculos, Lou Reed canta en “I’m Set Free” que ha sido liberado “para encontrar una nueva ilusión”: una relación que se termina para dar comienzo a algo nuevo, o, ante la caída del sueño de los ’60, quizá un dardo irónico de quien nunca creyó en el hippismo. Matías Roveta


Trout Mask Replica – Captain Beefheart & His Magic Band 

28 tracks de libertad total. Entrar en Trout Mask Replica requiere de un esfuerzo muy grande de desautomatización de la percepción. Free jazz alla Ornette Coleman, atonalismo —descomposición del centro tonal—, polirritmia, deconstrucción violenta del blues del Delta de 12 compases, spoken word y humor dadaísta. Todo cabe en el mundo pergeñado por Don Van Vliet, amigo íntimo de Frank Zappa, que no en vano auspicia de productor del disco. Tracks como “Frownland”, que abre el disco, o “Moonlight on Vermont” funcionan como piezas en las que cada instrumento se maneja de forma autónoma a lo largo de la extensión musical. La superposición armónica, melódica y rítmica forman un caleidoscopio endemoniado y en las sucesivas escuchas es posible detenerse en cada uno de los instrumentos y seguirlos, dejando de lado a los demás. La caracterización del disco por medio del free jazz puede ser errónea, en tanto que cada nota tocada y grabada en Trout Mask Replica fue anotada y ensayada hasta que pudo ser reproducida por todos los instrumentistas. En resumen, no solo una odisea de la escucha, sino también de la interpretación. Porque la libertad total es un ejercicio, no un cualquierismo. Juan Alberto Crasci


David’s Album – Joan Baez

En septiembre de 1968 Joan Baez viajó a Nashville y en unas sesiones maratónica grabó dos discos: un sentido homenaje a la obra de Bob Dylan con Any Day Now (1968) y su giro al country con David’s Album. Pero su relación amorosa con Dylan ya había terminado unos años antes y Baez se había casado con el escritor y activista David Harris, a quien le gustaba la música country, dato que Baez tuvo en cuenta a la hora de pensar David’s Album como un regalo para su esposo: Harris había sido encarcelado por oponerse a la guerra de Vietnam y a las políticas de reclutamiento de tropas por parte del ejército norteamericano y Joan Baez, siempre fiel a su compromiso político como cantautora folk de protesta, también pensó en este disco como un lazo de resistencia y defensa para su amado. “Si supiera a dónde voló la paloma salvaje, no se lo diría al cazador, te lo diría a vos / Aunque digan que no sos un hombre valiente (…), vos no dispararías a las cosas salvajes”, canta Joan Baez, probablemente con Harris en mente y con su sentida voz quebradiza y de pájaro libre en la versión de “If I Knew” (original de Nina Dusheck y Pauline Marden).

En la balada “The Tramp on the Street” (una vieja canción tradicional adaptada para la ocasión), mientras suena la pedal steel guitar de Pete Drake y una base de violines, Baez dice que una persona “rogó por las migajas del rico para comer y lo dejaron morir como a un vagabundo en la calle”, una situación que bien podía describir la crisis en la que estaba sumergido Estados Unidos a fines de los ’60. David’s Album dejó dos clásicos en el repertorio de Baez (“Will the Circle Be Unbroken” y “Green, Green Grass of Home”, ambas también versiones de otros artistas) y cerró con altura los ’60 para la reina del folk. La cantante se separaría de Harris en 1973, y quedaría como legado el valor de sus canciones. Matías Roveta


Santana – Santana

El rock comenzaba a nacer —al menos considerándolo en términos de “arte” y no de mero producto pop— y llegó Santana a patear el tablero, que aún no se terminaba de acomodar. Con una gran mixtura de rock, blues, la libertad en la improvisación del jazz y de la psicodelia, y la incorporación de música latina y africana —digamos afrocubana—, los integrantes de Santana se lucen. Al habitual cuarteto de rock de guitarra, bajo, teclados y batería, se suman dos percusionistas: Mike Carabello en congas y percusión, y José “Chepito” Areas en timbales, congas y percusión, que aportan a la banda no solo un color ornamental, sino que se transforman en parte fundante del proyecto, contagiando la potencia y el desenfreno de los tambores a los demás instrumentos. La fuerza y la expresividad de las justas y medidas notas salidas de la guitarra de Carlos Santana supusieron una suerte de revelación en la ejecución musical del momento. “Evil Ways”, “Jingo”, “Persuasion” y “Soul Sacrifice” son las canciones destacadas de este novedoso primer álbum de una banda que aún tendría mucho para dar —y de forma más madura— en sus discos siguientes, Abraxas (1970) y Santana III (1971). Juan Alberto Crasci


Abbey Road – The Beatles

Volver para irse. O, mejor dicho, ponerle un broche de oro a una carrera inigualable con un disco a la altura de su legado. Si puede rastrearse algún concepto en Abbey Road, se trata de eso: los Beatles estaban prácticamente disueltos luego de las traumáticas sesiones de grabación de Let It Be (publicado en 1970 pero grabado antes que Abbey Road), peleados y enemistados con diferencias sobre la conducción de la banda (la elección de Allen Klein como manager había distanciado a Paul McCartney del resto), y los cuatro sabían que la separación era inevitable; por eso, casi como acuerdo tácito, decidieron despedirse con un disco que recuperara la magia de obras maestras como Revolver (1966) o Sgt. Pepper (1967). Let It Be fue el último en editarse, pero Abbey Road fue la última vez de los Beatles adentro de un estudio y es además el testamento perfecto sobre cómo la música que eran capaces de crear juntos podía superar cualquier resentimiento o conflicto.

Para que el cierre fuera inmejorable, los Beatles convocaron nuevamente a George Martin como productor y volvieron a grabar en los míticos estudios que dan nombre a la obra. Hay demasiados puntos altos, desde el groove poderoso de “Come Together” y la densidad de acordes pesados de “I Want You (She’s so Heavy”) —ambas de John Lennon—, hasta llegar a la blusera “Oh, Darling” de Paul, quien también aportó la balada épica “You Never Give Me Your Money”; George Harrison se consagró definitivamente como compositor con “Something” y “Here Comes the Sun”, y hasta Ringo Starr aportó su mejor canción con la nostálgica “Octopus’s Garden”. La gran perla es la cara dos del disco con su famoso medley de canciones conectadas —un movimiento musical sugerido por George Martin— y el cierre es con, claro, “The End”: “Y, al final, el amor que recibís es igual al amor que das”, es la última línea de la letra con la que los Beatles le dijeron adiós al mundo. Matías Roveta //∆z