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Estaba todo dado para que fuera un éxito, pero habló el mercado. Vinyl, la serie que imaginaron Jagger y Scorsese, funcionó en su primera y única temporada como un refugio para los melómanos. Pero algo salió mal.

Por Matías Roveta

Hace ya más de un año y medio que los melómanos recibieron una pésima noticia: HBO decidió cancelar, en junio de 2016, la serie Vinyl, que luego de una brillante primera temporada dejó a todos con la triste confirmación de que no habría lugar para una segunda parte. El canal (famoso por producciones de lujo como The Wire, The Sopranos, Band of Brothers o Game of Thrones, entre otras) esgrimió, a través de su jefe de programación, Casey Bloys, que la compañía contaba con “recursos limitados” y que no valía la pena usar el tiempo de los productores para el poco impacto de la serie en el público.

Una pena por donde se lo mire porque, más allá del feedback y de los niveles bajos de rating, Vinyl condensa una historia atrapante con actuaciones excelentes. Y, sobre todo, porque la serie funciona como un libro de historia abierto sobre el devenir de la cultura rock en los ’70, con un permanente repertorio de guiños para el fan más leído: en el reverso de esta idea, Vinyl también sirve como una especie de enciclopedia sobre el rock para todo aquel que quiera descubrir uno de los periódos más emocionantes en el desarrollo del género.

Con la mala nueva (ya vieja) de que la cosa no seguirá, es bueno parar por un momento con la fiebre interminable de nuevas series e intentar analizar qué fue lo que dejó un show con un vuelo artístico notable.

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Nueva York, comienzos de 1973. Ese momento mágico es el que toman Martin Scorsese y Mick Jagger (asociados como productores para la ocasión) para iniciar la historia. Bobby Cannavale,  en un papel electrizante (ya había trabajado con Scorsese en The Boardwalk Empire), se pone en la piel de Richie Finestra, el director discográfico del alicaído sello American Century Records.  Con un historial tormentoso de adicciones, pero con “oídos de oro y pelotas de acero”, Richie tiene un amor genuino por la música. Porque puede intentar engañar a los artistas haciéndoles pagar (sin que lo sepan) los costos de producción de los discos, instar a su abogado a que sea inescrupuloso con la letra chica de los contratos,  darle rienda suelta a sus empleados para que sobornen a las radios para mayor difusión de sus artistas o, incluso, hacer desaparecer cargamentos de discos que no venden para no tener que justificar pérdidas. Pero, en el momento en que su sello ya no vende y queda hundido en un mar de deudas, Richie recibe una oferta millonaria de Polygram para quedarse con su catálogo de bandas. Es una decisión que, de aceptarla, le dejaría tiempo libre para disfrutar de su mansión en Connecticut y andar en yate por el Caribe. Pero tiene otros planes: después de un show de los New York Dolls en el Mercer Arts Center, Richie experimenta una especie de revelación -mientras de fondo suena una furiosa versión del clásico “Personality Crisis”- sobre el camino que tiene que tomar el rock and roll en el futuro. Rechaza la oferta, se aprieta más la soga al cuello y traiciona a sus socios, que están ansiosos por vender.  “¡El rock and roll! Esa maldita energía. Olvídense de Yes, Emerson Lake and Palmer. Es rock and roll como la primera vez que lo oíste: es rápido, sucio y te vuela la cabeza”, grita Richie, pasado de merca, a la mañana siguiente del show de los Dolls.

La serie pone en el personaje, con su olfato y su gran oído, el momento justo en el que la cosa empezó a tomar la forma de revolución: el enlace de los New York Dolls marcando el camino para el desarrollo del punk, la crudeza primal del rock and roll enfrentada al vuelo virtuoso del rock progresivo, los tugurios con sonido saturado frente a la ecualización de los grandes escenarios de estadio. Es la historia de un tipo apasionado que rechaza una fortuna y le abre las puertas (al tiempo que solo genera más deudas) al futuro del rock. En una reunión con el grupo de empleados que se encarga de buscar nuevos talentos, y para que la cosa quede clara y todos entiendan cuál es el sonido por venir -esa “epifanía” que él tuvo-, Richie destroza un vinilo de Jethro Tull, despide a un empleado con onda de hippie tardío y amante de la psicodelia  (“¡llevate ese puto póster de Jefferson Airplane”!) y cambia su camisa por una remera de Black Sabbath.

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El siguiente paso que da es crear un sello subsidiario –Alibi Records- y contratar a los Nasty Bits, una banda que, en la serie, viene a ocupar antes de tiempo un rol parecido al que luego tomaron los Sex Pistols en la vida real. Su líder, Skip Stevens (James Jagger, el hijo de Mick), es un inglés muy mal hablado, heroinómano, que usa siempre jeans y una campera de cuero gastada, no sabe tocar (mucho menos cantar) y no cree en nada. Solo piensa en “pelear y coger”. No hay futuro, no, pero hay actitud y decisión: a pesar de sus limitaciones, quiere consolidar a la banda y subirse a un escenario. Y lo logra. Si bien se pueden objetar ciertas licencias y el desfasaje temporal (es 1973 y falta un tramo largo todavía para la explosión del ’77), los Nasty Bits funcionan bien para conceptualizar y definir al punk rock como género e ideología. Casi a modo de compensación, en el último capítulo de la serie los Bits debutan en vivo teloneando a los New York Dolls: entre el público aparecen los personajes de Joey y Dee Dee Ramone y, después del recital, Richie tiene una reunión en un bar que en poco tiempo va a cambiar su nombre por el de CBGB.

Ése es solo uno de los tantos guiños en Vinyl a la historia del rock y a Nueva York como sede de cambios culturales en los ’70. En uno de los capítulos, Richie viaja en una limusina enojado porque se perdió de firmar con Led Zeppelin y pasa por un edificio en los suburbios desde el que llega una música rara: un Dj mezcla y pincha versiones de canciones de James Brown mientras la gente baila. Los oídos entrenados de Richie otra vez conectan con el futuro. La serie muestra el gérmen clave para el desarrollo del hip-hop, que sacudiría a Nueva York en los años siguientes.

Uno de los personajes secundarios, Clarke Morelle (Jack Quaid), es reducido de su rol en el departamento de talentos a la función de servir el café y los almuerzos. Deprimido, intenta buscar una salida y se topa con todo un mundo inexplorado: se hace amigo de otro empleado, que conoce a fondo la música negra y lo lleva a fiestas en donde el funk suena toda la noche. Llevan encima muchos vinilos de música “dance” que de a poco empiezan a gustar en la gente: al principio hay reticencia, pero progresivamente, en esas salas cada vez más abarrotadas, el público se deja llevar por el ritmo y así se establece el caldo de cultivo para la explosión de la música disco neoyorkina.

De un barco sin timón y a la deriva, de pronto American Century Records se convierte en el sello que descubre al punk, el hip-hoy y la música disco: hubiera sido muy interesante ver cómo la serie pudo haber desarrollado esto en temporadas siguientes.

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Y hay más. Vinyl está cargado de flashbacks y, en varios de ellos, se puede seguir aprendiendo. La esposa de Richie, Devon (Olivia Wilde), le organiza un cumpleaños sorpresa y allí cuenta cómo la pareja había decidido saltearse el festival de Woodstock para parar en un hotel y no salir de la cama en todo el fin de semana. Se habían conocido en el ’67 viendo en vivo a The Velvet Underground and Nico: Devon estaba de novia con un fan que no paraba de criticar a la banda durante todo el recital. “Son puros y verdaderos” – dice después Richie sobre el sonido revolucionario y transgresor de VU -. “Ni por asomo les interesa llegar a ser comerciales”. En medio del trance hipnótico y oscuro que acompaña la historia de sadomasoquismo que se cuenta en “Venus in Furs”, Richie agrega: “Ok, no son para cualquiera”, dejando entrever el perfil de culto que tuvo VU y muy cerca de esa frase de que casi nadie compró sus discos pero, los que lo hicieron, formaron una banda.

Otros momentos claves que entran y salen a lo largo de los diez capítulos: Richie escucha un demo de una tal Patti Smith y opina que hay que darle una chance, porque  “ahí hay algo”; John Lennon aparece junto a May Pang durante su lost weekend viendo en vivo a The Wailers antes de su explosión; un super profesional David Bowie en el marco de la gira Ziggy/Aladdin Sane ensaya “Suffragette City”, convencido del rock como espectáculo teatral y dándole órdenes a su sonidista; Alice Cooper, con su show de shock rock y puestas en escena que incluyen la famosa guillotina, y la posibilidad que aparece de contratar a un joven Bruce Springsteen (“es como un Bob Dylan pero más accesible”), que venía con problemas con Columbia Records por el fracaso comercial de sus primeros discos, justo antes del boom de Born to Run (1975).

Más allá del abrupto final de la serie, la prúnica temporada funciona muy bien por sí sola. Entre toneladas de buena música (el soundtrack es imperdible), excesos, rasgos que muestran lo más oscuro de la industria discográfica y un par de actuaciones para el recuerdo, lo que queda es el legado de un personaje como Richie: un tipo talentoso dispuesto a luchar contra viento y marea en su afán de conciliar los sueños con la realidad; no le importan las consecuencias y encarna un amor verdadero por lo que hace, con el que cualquier persona (melómano y no tanto) puede empatizar. Casi un poema con herramientas para resolver esa encrucijada a la que puede llegar una persona en la vida en el momento en el que hay que apostar y jugársela.

Y, a modo de cierre, en el último capítulo Richie deja un mensaje para el futuro: “Cada generación está repleta de chicos perdidos y lastimados que necesitan escuchar que no están solos. Y lo escuchan. Lo escuchan a través de los discos que hacemos. Por eso existe Alibi. Esos chicos necesitan una voz, ¡y Alibi lo es!”.//∆z