Analizamos The Slow Rush, el nuevo disco del proyecto de Kevin Parker. ¿El australiano lo logró otra vez? 

Por Rodrigo López

A Tame Impala le llevó un poco más de cinco años lanzar su cuarto disco de estudio.  La espera valió absolutamente la pena. Cuando Kevin Parker, su líder y creador, decidió detener la máquina luego de su tercer álbum en 2015, pocos imaginaron que el hiato duraría tanto tiempo. Los fanáticos tenían sus razones: partieron desde la neo-psicodelia más purista de su debut Innerspeaker (2010), pasaron por el crecimiento del volumen y complejidad sonora de Lonerism (2012) y terminaron en ese coqueteo con el dance y el synth-pop ochentoso de Currents (2015). Tame Impala se había convertido muy rápido en uno de los proyectos más interesantes, complejos y cambiantes de la segunda década del Siglo XXI.

Parker no se guió por el canto de las sirenas ni por los premios recibidos en aquella gloriosa primera etapa. Entendió que la única manera de sostener la calidad era darle una nueva vuelta de tuerca a un ADN sonoro de por sí bastante versátil. Enemigo de la repetición, pero también un férreo defensor de la experimentación sobre una identidad sónica rocosa, el multi-instrumentalista australiano se internó en su laboratorio para encontrar la fórmula que pusiese en marcha la nueva década. Lo que aprendimos es que Parker no siempre logra su cometido. The Slow Rush (2020) es un álbum ambivalente: mantiene la excelencia compositiva en lo melódico y en la construcción de atmósferas, pero no consigue que la auto-consciente pérdida de potencia y estridencia se vea acompañada por un cambio relevante en cuanto a los caminos de género y estilo habitualmente elegidos.

El error más grande de The Slow Rush, y tal vez el único, es su nivel intermedio de audacia. No se le reclama a Kevin Parker una separación total de sus bases estéticas y sonoras. Pero de acuerdo a su capacidad artística y creativa y al hecho de que han pasado cinco años desde su anterior lanzamiento, la vara se eleva mucho más allá de lo “normal”. Existen varios puntos a lo largo del disco en los que Tame Impala exhibe debilidades inéditas que es clave no pasarlas por alto.

Con el paso del tiempo como temática principal, el disco tiene su punto de partida en el cruce simple de capas electrónicas y psicodélicas presente en la suave y elegante “One More Year”. Kevin Parker tarda muy pocos segundos en dejar en claro que pocos pueden mezclar canciones como él. También demuestra por qué forma parte hace ya más de una década de ese club selecto de artistas capaces de transmitir muchas emociones y sensaciones con una estricta economía de recursos.

Aunque es interesante el retorno de Tame Impala al sonido psicodélico más relajado de sus comienzos, la clave aún es la forma en la que esta infalible one-man band combina los insumos justos para llegar al objetivo sin jamás quedar a medio camino. La épica entre techno y electro-pop de “Instant Destiny” y ese hijo del trance, el acidhouse y la música disco llamado “Borderline” son evidencias de esto. Dos canciones sólidas y pegadizas que condensan todo lo que Parker ha aprendido respecto al arte del sampleo y de la sucesión explosiva de beats luego de trabajar muchos años con los más grandes nombres del hip hop.

Esto se agudiza en la reflexiva, dolorosa y meditativa “Posthumus Forgiveness”, pieza grandilocuente que también contiene variados retazos de soul y R&B que, al mismo tiempo, proveen mucho flow y completan el guiño hacia la blackmusic de una forma mucho más ilustrativa y contundente. En una atmósfera por demás opresiva, Parker retuerce al máximo las perillas y eleva el decibel hasta donde la propia conciencia se lo permite y da de lleno con el sentido épico de sus mejores canciones, aunque sin poder escaparle a la maldición de esos dos minutos finales innecesarios.

En un tono más juguetón y popero, la estridencia light de “Breathe Deeper” instala un clima opuesto al del resto de las canciones. En el centro de todas las miradas queda la frenética conversación entre el beat principal y el sintetizador. Con la misma fórmula de su antecesora, este tema deja para los dos minutos finales una especie de B-Side instantáneo, pero esta vez tiene éxito merced de entregarse a la fiesta electrónica.

“Tomorrow’s Dust” vuelve a marcar una diferencia contundente, paseándose por momentos por el pop ochentoso y por la worldmusic, pero sin atarse demasiado a ninguna de las dos opciones. Es una canción que traza una intersección en la que se comunican el house, el trance y la balada pop tradicional de finales del Siglo XX. Intenciones sin dudas nobles, pero que se extienden de nuevo sin necesidad alguna. Parece buscar dos o tres vueltas de tuerca para una bella creación que no necesita de ellas en absoluto.

A lo largo de “On Track”, la idea de un océano meditativo se hace aún más grande. La neo-psicodelia, el góspel 3.0 y el dream pop encuentran un cálido hogar para dialogar de forma animada. El espíritu retro de esta canción es tan irresistible como también lo es su virtuosismo a la hora de crear una melodía llena de épica, sensualidad y liberación. Parker utiliza los dos minutos finales para ponerle el broche de oro a puro trance, sin los vicios de la larga duración innecesaria.

Lo contagioso del dance pop ejecutado a la perfección de “Lost In Yesterday” no quita el hecho de que prácticamente sea un híbrido entre versión libre (con toneladas de psicodelia y efectos de consola) y cover estricto de “The Way You Make Me Feel” de Michael Jackson. “Is It True” retoma esa referencia inicial hacia la worldmusic y vuela a toda velocidad para mantener el pulso de la pista de baile. Introduce así un poco de la esencia de Daft Punk a una columna vertebral sonora bastante recargada.

“It Might Be Time” se lleva la mención de honor por ser la mejor canción de TheSlow Rush. Disruptiva, acelerada y potente. Cambia el ambiente de manera rotunda y genera la sensación de que Tame Impala ya tiene su nuevo hit festivalero. La continuidad se expresa directamente en la festiva “Glimmer”, cuyos dos minutos y nueve segundos son aprovechados a la perfección para crear un segundo momento liberador en el que la tradición y la modernidad se funden en un abrazo eterno.

La elección de “One More Hour” para cerrar el disco no es mala. En ella, Kevin Parker tiene el segundo gran hit de esta nueva cosecha. Con un largo camino más analógico que digital –en el que los detalles de un complejo laboratorio sonoro quedan expuestos– el tercer trabajo de estudio de Tame Impala deja la sensación de no estar completo. No se trata de ignorar el prodigio técnico/compositivo de algunas de sus canciones ni la siempre presente eficacia hitera de algunas otras, sino de remarcar que, cinco años después del bigbang generado por Currents, Kevin Parker lamentablemente no pudo terminar de definirse entre el apego total al sonido de sus dos discos previos y las notorias intenciones de aventurarse un poco más allá de lo que marca la psicodélica línea del horizonte. Muy posiblemente The Slow Rush quede en la historia como la cruda expresión de este conflicto interno, así como el muy necesario regreso a los primeros planos de uno de los mayores creadores de nuestra era. Para lo que sigue, la vara debe mantenerse elevada: resta esperar que la conclusión de dicho conflicto llegue a nuestros oídos en un lapso menor al de cinco años y que, cuando sea el momento, el viaje completo haya valido la pena.//∆z