En una nueva columna, el escritor uruguayo enhebra el hermetismo de David Bowie y la idea de muerte en Beethoven con la búsqueda de lo inhumano en Brian Eno y J.G. Ballard y la introspección de los narradores en la obra de Ercole Lissardi.  

Por Ramiro Sanchiz

Alma de artista. Esto pasó hace más de veinte años. Estaba escuchando música con Gustavo, algo así como mi mejor amigo durante aquellos primeros semestres en la Facultad de Humanidades. Él era, y supongo que todavía es, fan acérrimo de los Stones; yo, en esa época, estaba concentrado ante todo en Marilyn Manson y Smashing Pumpkins. Como es lógico, y dado que en general hablábamos en la misma frecuencia, cada uno se sentía obligado a evangelizar al otro, a contagiar al otro de sus entusiasmos. Aquella tarde estábamos en su cuarto, en el feo barrio montevideano de la Aguada. Gustavo recién se había comprado un equipo de audio nuevo, me parece, y le había puesto Platón. O quizá eso fue después, cuando la fiebre ricotera de Gustavo y su fijación con el verso dios es digital.

Pero no importa. Sí que estábamos escuchando material temprano de los Stones, que coincidíamos sin embargo en que el culto a Brian Jones era tan supersticioso como el culto a Syd Barrett y que por lo tanto lo mejor de ambas bandas venía después. Entonces, cuando llegó el turno de December’s Children y “As tears go by” mi amigo, agitando los brazos teatralmente y negando la cabeza como le enseña Homero que hay que hacer a Bart y a Millhouse (no… no… no paren de rockear), puso pausa no menos teatralmente y empezó a discurrir sobre cómo era posible que unos “guachos” (porque, explicó, Jagger y Richards tenían entonces 20, 21 años) pudieran concebir versos como “doing things I used to do / they think are new” (“hacen cosas que yo solía hacer / creen que son nuevas”). No sé qué le contesté. Seguramente asentí, le seguí la corriente quizá convencido.

Nos convencíamos fácilmente de esas súbitas lealtades y epifanías, como cuando creímos ver almas (“ánimas”, dijimos) flotando en la costa de Santa Lucía del Este, a 67 quilómetros de Montevideo, pero ahora, que estoy por cumplir cuarenta y ha pasado una serie bastante profusa de fascinaciones nuevas, se me ocurre que mi amigo Gustavo se perdía entonces en lo que cabría llamar la falacia expresionista. Es decir: que toda creación artística es necesaria y monocausalmente la expresión de un sujeto y que carga con todas las marcas de lo que hace a ese sujeto, de lo que ese sujeto es. Jagger y Richards, habría dicho Gustavo, eran “especiales” –artistas, digamos– porque su “sensibilidad” les permitía contener en los pliegues de sus almas esas verdades “profundas”, propias de alguien con más “experiencia”, de alguien “mayor”. Almas viejas, almas de artista, etc.

El gran malhumorado. Por supuesto, es con el romanticismo que la falacia expresionista se enquista en la recepción y la creación, tanto que hasta la música, la más abstracta de las artes (parafraseando a Borges), queda contaminada. Pensemos en Beethoven y en todos los relatos sobre Beethoven.

Estilo tardío. La idea de un joven que escribe sobre la muerte y el paso del tiempo a la manera en que podría hacerlo un viejo asume que pensar en la muerte con cierta intensidad es propio de los viejos, por aquello de la cercanía de la muerte y etc. Entonces un joven que hace cosas de viejo tiene su contrapartida en un viejo que hace cosas de joven: esas etapas creativas en tantos artistas que, cerca de la muerte, producen una obra más experimental y radical que la que habían ofrecido en su juventud. En la célebre lectura de Theodore Adorno, Beethoven y sus últimas sonatas para piano, su novena sinfonía y, especialmente, los últimos cuartetos para cuerda. Pero también David Bowie con Blackstar, que es, qué duda cabe, el más hermoso y hermético de sus álbumes.

Es muß sein! Beethoven, entonces. ¿Qué diría la explicación expresionista? Que sólo de los abismos del alma sondeados por el genio en su confrontación final con el fuego que todo lo consume y la entropía y la manía y la locura podrían emerger engendros como la Gran Fuga o bellezas desoladoras como la del cuarto movimiento del cuarteto número 16. Etc.

Aurora lunar. Todos –o digamos casi todos para ser un poco más precavidos– los narradores de Ercole Lissardi (al menos en las novelas en primera persona) operan desde formas de la falacia expresionista como núcleo de sus reflexiones, a veces con caminos rectos, a veces con otros más tortuosos. Basta con examinar Interludio, interlunio (Sorojchi Editores, originalmente Fin de Siglo, Montevideo, 1998), acaso la más poderosa de sus novelas. En ella encontramos un narrador que examina los cuartetos tardíos de Beethoven mientras vive una historia de amor y obsesión con una esclava; estamos en un futuro tan poco preciso en términos de cronología como claramente distópico: hay señores y hay esclavos, hay lujos en la civilización de los primeros y muros y brutalidad en el páramo de los segundos. El narrador, un día, descubre que su esclava toca en el violín una pieza maravillosa, bella, profunda, que después resulta que pertenece a uno de los cuartetos de Beethoven (que el narrador escucha atentamente, comparando versiones reales: cuarteto Guarneri, cuarteto Italiano, cuarteto Vermeer, cuarteto Alban Berg). ¿Cómo es posible? ¿Cómo puede ser que una bestia casi incapaz del habla articulada, reducida a nada más que la servidumbre más básica, sea capaz de tocar así, con evidente sensibilidad, con alma de artista? La pregunta es paralela a la otra que se descuelga sola de las páginas de la novela: ¿cómo puede ser que alguien tan culto y tan sutil en su sensibilidad como el narrador pueda ser capaz no sólo de aceptar la esclavitud sino además violar de a su esclava y sumarse a cacerías sangrientas de esclavos? La pregunta, naturalmente, se repitió y se repetirá al pensar en el genocidio nazi y sus oficiales de las SS coleccionistas del arte europeo más fino.

La banalidad del mal. Una inquietud por el Tercer Reich y el Holocausto atraviesa los libros de Lissardi. Por ejemplo, en Últimas conversaciones con el fauno el narrador, que se identifica notoriamente con el propio Lissardi, empieza una tarea de investigación y escritura durante su lissardiano retiro veraniego en un balneario remoto y explora, entre otros libros, Ordinary Men, de Christopher Browning, que trata de la Policía de Reserva 101, autora de masacres de judíos deportados a los campos de concentración. “Su lectura” –leemos- “está en el origen de Interludio, interlunio”. Del mismo modo, en la reciente El acecho (Santiago Arcos, 2016), aparecen en un lugar de relieve las memorias de Rudolf Höss, comandante de Auschwitz.

Naturaleza humana vs algoritmos complejos. Es a la luz de la falacia expresionista que se ve el problema: ¿cómo puede ser que alguien que sea así se comporte de esta manera? Si lo que se hace se explica sólo por lo que se es, no hay salida a la paradoja o, mejor dicho, en la búsqueda de esa salida se inscribe la profusa reflexión de tantos narradores de Lissardi. Pero escribir letras como la de “As tears go by” también se logra con un proceso, un algoritmo: basta con elegir los lugares comunes adecuados y ordenarlos bajo las conocidas pautas de la retórica. En rigor no se dice nada o, mejor, se dice una tradición, un repertorio, una lengua. Después de todo, la respuesta al experimento mental de la habitación china es que en realidad nadie habla chino: todas las lenguas se hablan a sí mismas y el sujeto hablante es una hipótesis innecesaria, como decía Pierre-Simon Laplace de Dios.

Seco, austero, soviético. La apelación a la falacia expresionista de esos narradores de Lissardi desborda o excede la idea digamos razonable de que al arte de Beethoven cabe leerlo como su propio autor lo concebía (o como los biógrafos del autor y la tradición dicen que lo concebía) y ofrece una extensión de la falacia expresionista a músicos que trivialmente cabe asociar a sensibilidades ajenas a la romántica; por ejemplo, en Acerca de la naturaleza de los faunos (Montevideo, Libros del Inquisidor, 2006), el narrador (que se identifica como Lissardi, además) reporta una interpretación de los preludios de las tres primeras Suites para violoncelo de Johann Sebastian Bach: “la inquietud ni un punto menos que metafísica del primero, la intensidad beethoveniana del segundo, el vértigo irritado del tercero… demuestran que Bach no sólo era el poeta de la majestad o de la abstracción sino que también era capaz de expresar la confusión y la angustia, y obligan al ejecutante a poner en juego toda su emocionalidad” (p.191).

La invención de lo humano. Qué tentador agregar ahora que, como Ballard, Lissardi también escribe y reescribe, con variaciones, la misma novela, esa de escritores escapados a balnearios remotos de la costa uruguaya; en Acerca de la naturaleza… hay una “familia real” cuya matrona –una mujer descrita siempre en términos de fisicalidad, de pies en la tierra– asombra al narrador con una sorprendente interpretación de Bach, de la misma manera que la “cretina” de Interludio, en principio también ajena a lo intelectual o lo espiritual, es capaz de comprender perfectamente el misterio de los últimos cuartetos de Beethoven. La música como puesta en escena de esa paradoja expresionista cuya resolución se da en términos de caracterización narrativa: los personajes siempre son más complejos y las novelas los exploran, los desarrollan. Es, por supuesto, el arte canónico de la literatura que hace de la caracterización uno de sus valores principales, si no el principal.

 

El canon occidental. (Si en Últimas conversaciones hay una “familia real”, es fácil relacionarla con la “sagrada familia” de la novela homónima, última entre las publicadas por Lissardi (Buenos Aires, Años Luz, 2018), aunque en esta lo que termina por sorprender al narrador –que desborda en citas y alusiones en el extenso kit para armar de su (alta) cultura, su cine de autor, sus bellas letras, el mapa de una sensibilidad así ensamblado– de la matrona de la familia en cuestión no es una interpretación musical sino el desborde de la pasión sexual desde un sujeto que parecía ajeno a semejante cosa. Una vez más, sorprende que alguien que es así se comporte de esta manera.)

Du fond d’un naufrage. El narrador de Interludio, interlunio no lee otra cosa en los cuartetos tardíos de Beethoven que las idas y venidas del sujeto que se percibe y se dice a sí mismo en tanto ser, mente, alma (primero) y en tanto músico (después). Así, el op. 127 queda presentado como un “autorretrato” para cuya realización Beethoven “se entrega a la experiencia sin límites de ese estadio superior y desconocido de la música…. Entregado al maelström de la imaginación acabo por imaginar a Beethoven en su lecho de muerte… desarrollará el nuevo universo formal que ha descubierto… Lo de Beethoven es simplemente demasiado fuerte… El alma, sabedora de sus oscuridades pero también de sus fuerzas y recursos se cree capaz de devorar al mundo” (pp.34-35). Cuando esto no funciona –es decir, cuando insistir en la matriz expresionista sólo le generaría repetir lo ya dicho y proclamar a los otros cuartetos como otros tantos autorretratos, de lo que parece seguir de modo aburrido que toda música lo es de alguna forma u otra, es decir, la versión dura de la falacia expresionista– el narrador no dice nada, señala no entender, se aburre, bromea que cuando Beethoven arranca con el desarrollo en un allegro hay que salir a fumar un cigarrillo. Pero no se queda quieto: da un giro a su atención y anota variantes entre las distintas versiones, más musical, más distanciada, “ni chicha ni limonada” (p.65), hasta que la Gran Fuga lo sacude y, finalmente, el prodigio del último cuarteto lo lleva a construir un relato en clave mallarmeana donde Beethoven “se propone juguetonamente mostrar como cuánto ha sido capaz de ir más allá de sus maestros… juega entonces a imitarlos, y deja que la diferencia surja espontáneamente… el mago baraja formas y ritmos con la habilidad de un tahúr… luego el carnaval se aleja hacia la pureza de las Esferas. Pero, como un barco empujado por la tormenta, arrastra un ancla que va dejando cicatrices en lo más hondo del océano… Beethoven se sumerge para ver qué pasa con el ancla…” (pp.174-75).

Fragmentos de una rosa holográfica. Está claro que una lectura expresionista de los últimos cuartetos de Beethoven podría parecer casi obligatoria. Después de todo, así es como nos contamos ese relato que es Beethoven, cuyo final, como dice el propio narrador de Interludio, interlunio, parece fundir al sujeto expresivo Beehotven con la música en sí, porque “después de Beethoven toda la música es beethoveniana” (p.176), final análogo al de aquellos relatos de William Gibson sobre personas “fundidas con la red”.

Despersonalización. ¿Es posible entonces una lectura de los cuartetos de Beethoven libre de la falacia expresionista? ¿Es posible pensar Blackstar por fuera de la muerte inminente?

Catálogos franceses. En el lado B de Discreet Music (1975) Brian Eno dispuso tres variaciones sobre el canon en Re mayor de Pachelbel; los músicos tuvieron a cargo fragmentos mínimos de la pieza e instrucciones de repetirlos todas las veces que quisieran con cambios de tempo y valor de las notas. A la vez, cada variación recibió un título en inglés derivado de una mala traducción de las notas (en francés) a una versión orquestal del canon. La pieza queda reconstruida en variaciones cuyos títulos generan sentido a partir de una ruptura del código lingüístico, del mismo modo que la partitura original está “rota” o despedazada y reciclada con cambios arbitrarios o caprichosos.

Your set is amazing/even smells like a street. Buena parte de las letras de Diamond Dogs, uno de los álbumes más complejos y menos apreciados del Bowie de los setenta, están armadas a través de un método adaptado de los cut-ups de William Burroughs y Brion Gysin. En la llamada Trilogía Nova (La máquina blanda, El ticket que explotó y Nova express), Burroughs partió del conjunto de textos (The Word Hoard) escrito en Tánger entre 1954 y 1958 para generar las tres novelas aplicando las técnicas de cut-up. Tanto estos libros de Burroughs como las letras de Diamond Dogs parecen atentar contra la falacia expresionista: estos textos en su forma definitiva no son trasunto de la emotividad, después de todo, ni del mundo interior de un sujeto sino, más bien, puesta en evidencia de una serie de procesos o procedimientos. 

Sin embargo, una lectura expresionista de estas letras y estas novelas opera “creando” ese sujeto, postulándolo y dándole forma en una suerte de pareidolia conceptual. Los cuartetos de Beethoven, en última instancia, no “significan” nada excepto aquello que configura su escucha; la falacia expresionista equivaldría a establecer que ese significado que hemos configurado sólo se corresponde a un modo de ser del sujeto que percibimos en la instancia de emisión o composición real, histórica de la pieza.

Cibernética. Tres años después de Discreet Music apareció Ambient 1: Music for airports. En sus dos caras se ordenaban cuatro piezas regidas por el mismo principio: en lugar de una lógica digamos de “composición”, en la que cupiera inferir una voluntad ordenadora que disponía lo que se escuchaba a cada momento, en lugar, entonces, de quedar propuestas desde un sujeto que compone y “expresa” alguna forma o formas de su interioridad, las piezas en su forma “final” estaban conformadas por loops de cinta que sonaban de manera simultánea, cada uno con un carácter sonoro distinto: frases de piano tratado con reverb y ecualización y notas de sintetizador en registros diversos, así como también voces humanas. La duración de los loops estaba calibrada para que al momento de volver al comienzo el primero de ellos al segundo todavía le quedaran segundos por arribar a su punto de partida, y lo mismo a los demás.

La relación entre las duraciones, entonces, hace que el tiempo que debe pasar para que todos los loops queden sincronizados en su punto de partida es inmenso: todavía podrían estar girando las cintas originales y aún no se habría producido una configuración (esa frase de piano con aquella otra nota más un acorde de sintetizador) que ya hayamos escuchado. La pieza avanza, siempre similar a sí misma pero nunca exactamente igual, como un conjunto de variaciones que sobrevivirá a la humanidad. La clave, por supuesto, es que nadie dispone esas configuraciones: suceden, de modo impersonal, como quien dice llueve, previstas todas ellas en un sistema –en sus partes, en sus duraciones– pero imposibles de ser anticipadas por un sujeto humano.

Niveles de atención. El disco edita 16 minutos y 20 segundos del primer arreglo de loops (“1/1”), 8 y 20 del segundo (“2/1”), 11 y 20 del tercero (“1/2”) y exactamente 6 del cuarto (“2/2”); las diferencian ante todo los timbres: piano y sintetizador en “1/1”, piano y voces en “1/2”, voces y sintetizador en “2/1” y sintetizador solo en “2/2”. Por supuesto, un número indefinido de edits son posibles; de hecho, en la versión de un box set de 1983, “2/2” dura 9 minutos 38 segundos. Entonces, un número indefinido de edits son posibles y todos significan algo diferente: en el sentido de que todos ofrecen una configuración única, distinta, a todos los efectos prácticos irrepetibles.

Covers 1. ¿Cabe pensar en una versión diferente de Music for Airports? Para empezar, se pueden variar las constantes, las condiciones iniciales. Podemos cambiar los timbres, podemos alterar la duración de cada loop. Hay, entonces, un número también indefinido de variantes, ya no sólo dentro de cada configuración de loops sino, como si añadiéramos otra dimensión al concepto de la obra, también en un esquema de configuraciones posibles, de historias posibles.

Covers 2. Se puede también transcribir “1/1” –por ejemplo– a una partitura a partir de lo que suena en el disco. Se establece una notación, una clave, se estipula el o los tempos, se nombran instrumentos.  Después, un número dado de músicos lo toca. Exactamente igual al disco, pero ahora la música no suena desde el proceso impersonal de los loops sino desde la agencia o voluntad de los músicos (subordinada a la partitura, sí, pero no de otro modo se interpretan los cuartetos de Beethoven).

Covers 3. Se puede, por último, postular un significado –un ambiente, una atmósfera, una serie de climas emocionales– y después reproducirlo, recreando la pieza.

Significados. Cada una de estas opciones significa algo distinto. La primera mantiene el proceso, las reglas del juego: seguimos en el dominio de los loops de cinta, sólo que cambiamos algunas constantes o circunstancias iniciales; en ese sentido, si bien los “momentos” serían distintos a los que suenan en el vinilo o CD de Music for airports, desde la noción de proceso impersonal cada pieza y su conjunto significan lo mismo: algo que pasa sin un sujeto que lo produzca o exprese. La segunda mantiene el sonido de cada uno de los “momentos”: suenan igual que en álbum, y en ese sentido significan lo mismo; sin embargo, tocados “humanamente” despliegan un sujeto, hacen que el sonido de alguna manera se “encarne” y por tanto desde la noción de proceso impersonal las piezas ya no significan lo mismo: ahora se ha personalizado la ejecución. Entonces, si la primera mantiene el significado del proceso impersonal pero altera los momentos sucesivos y si la segunda mantiene los momentos sucesivos a la vez que altera el significado del proceso impersonal, la tercera altera o muta ambas cosas.

Género. La primera opción, con sus cambios de duraciones y timbres, se expande hasta convertirse en un género, la música ambient generativa. Y a ese género pertenecen otros tantos discos de Eno: Thursday afternoon, Lux, Reflection, I dormenti, Kite stories, Music for installations, entre otros (cabe aclarar que no todas las producciones “ambient” de Eno son generativas: en Ambient 4: On Land, por ejemplo, está el propósito expresivo de recrear sonidos y climas de la infancia del autor). Todos estos discos “dicen” lo mismo desde todas sus diferencias; en rigor, no hay un sujeto que “diga” absolutamente nada, excepto la selección de timbres y la elección –deliberada o dejada al azar– de duraciones y otras constantes. En esta línea, también, puede escucharse la versión “estirada” de Music for airports disponible en Youtube, que alcanza 6 horas y genera bellísimos climas eerie, o el experimento de Neil James Earl, disponible en Bandcamp, que hace sonar simultáneamente las cuatro piezas del álbum de Eno.

Las imitaciones. La segunda opción fue grabada por la orquesta de música contemporánea Bang on a Can en 1998, arreglada por Michael Gordon. En YouTube pueden verse versiones en vivo en las que los timbres de la versión original de Eno son simulados/recreados/imitados con violoncelos, guitarra eléctrica y teclados. Humanos reproduciendo loops. Otra versión fue interpretada por Dan Piccolo, con xilófono, percusión y laptop. ¿Y si escuchásemos los cuartetos de Beethoven como si los tocara Bang on a Can a partir de un proceso generativo? Es como preguntarse cuánto tiempo deberían pasar 4 monos equipados de violines, viola y violoncelo para que más o menos dieciséis minutos de su performance equivalgan exactamente a los de la Gran Fuga. Esa Gran Fuga, entonces, ¿en qué se diferenciaría de la atribuida a lovely lovely Ludwig Van?

Una vez más, con sentimiento. La tercera opción fue grabada por Psychic Temple en el disco Psychic Temple Plays Music For Airports. Y lo hicieron, astutamente, en plan jazz. El disco, por su parte, recrea un posible “clima” o “atmósfera” del original, pero se permite todo tipo de exploraciones: tímbricas, armónicas, improvisaciones, etc.

In a silent way. Cabe pensar en significados añadidos por esta versión en principio “irrespetuosa” o incluso que “desvirtúa” la maquinaria impersonal de Eno a través del recurso humanista del jazz: ese jazz que siempre se puede asociar a la expresividad de los músicos, sus emociones, su virtuosismo. Si hay una música personal, esa es el jazz; si hay un momento expresivo por excelencia, es el de la improvisación. Recrear Music for Airports desde esas coordenadas, entonces, parecería implicar algo así como la humanización extrema. Pero, a la vez, ¿no fueron ensamblados clásicos del jazz fisión y proto-ambient como Bitches Brew e In a Silent Way a partir de grabaciones loopeadas, recortadas en el estudio? Eno y sus precursores; Eno creando a Miles Davis. En cualquier caso, es interesante lo que señala Kodwo Eshun en el clásico inagotable Más brillante que el sol: “Las últimas dos décadas del jazz constituyen una máquina colectiva destinada a olvidar los años que van desde 1968 a 1975, la era en la que sus principales intérpretes reconvirtieron al jazz en un Programa Espacial Afrodélico, una Electrónica del Mundo Alien. La fusión de los setenta, el neoclasicismo de los ochenta, el acid jazz de los noventa, el jazz rap, el free jazz: todos estos enemigos acérrimos se aúnan en su absoluta aversión/amnesia hacia la era del Jazz Fisión” (Buenos Aires, Caja Negra, 2018, p.23).

Nothing is real. (Después de todo, a partir de The Beatles el corazón del pop entendió que la música en los discos ya no era un sucedáneo de una actuación en vivo sino una creación independiente, una cosa en sí misma. “Strawberry Fields Forever”, por ejemplo, está ensamblada con dos tomas, tocadas originalmente a tempos y tonalidades distintas: una fue enlentecida y la otra acelerada para que encajaran. El sonido de la voz de Lennon no es el “real”: aparece aquí ralentizado y allá acelerado. Una banda de covers que la toque en vivo está alterando el significado original de la misma manera que Band on a Can altera Music for Airports tocándola exactamente igual al disco, como Pierre Menard).

Speed of life. Cierto jazz como música “humana”. El subjetivismo y lo humano. Es fácil proyectar una dicotomía en la que procesos como el que generó Music for airports, impersonales, objetivos, están del lado de lo “inhumano”. Lo cálido y humano: los solos cuidadosamente medidos de Coltrane en Kind of Blue; lo frío e inhumano, discos como Lux, de Eno. El humanismo, entonces, como el modo de leer/pensar/escuchar/interpretar/asignar significado que asume la soberanía del sujeto. Así, eso que acá viene siendo llamado “falacia expresionista” es una forma del pensamiento humanista.

Naturaleza humana. Esto implica entender el humanismo como se lo hace desde la tríada Inhumanismo/humanismo/inhumanismo propuesta por Reza Negarestani en “La labor de lo inhumano” (Aceleracionismo, Caja Negra, Buenos Aires, 2017). El primero de los términos asume a la “condición humana” como histórica y mutable y propone su indagación permanente, su revolución constante; el segundo asume que, tanto en los ámbitos de lo biológico como lo inmaterial (dígase “mental”, “cultural”, “espiritual” según se prefiera), hay si no una esencia al menos una “condición” de lo humano, asociada de manera basal a la finitud; el tercero entiende a esa condición como un vacío y, en su vertiente más extrema (formas de antinatalismo o de ecologismo radical) entiende a la existencia por fuera de toda noción de “bien” a la vez que pone sobre la mesa la posibilidad de una extinción deliberada de eso que llamamos humanidad.

 

Nada de lo humano. Los narradores de Lissardi son siempre humanistas –el propio Lissardi lo es en sus textos de no ficción –lo humano encuentra en el corpus completo de textos lissardianos una situación o condición en la que el deseo es clave. Por ejemplo, en La pasión erótica, del sátiro griego a la pornografía en Internet (Buenos Aires, Paidós, 2013), Lissardi propone páginas verdaderamente memorables en cuanto a esa erótica (que en sus términos equivale a la representación del deseo, en oposición a la pornografía, que equivale a la representación del coito) espesada en el Don Giovanni de Mozart y en las memorias de Giacomo Casanova, por dar apenas dos ejemplos de lo que ofrece el libro. Sin embargo, es en los pasajes donde lo comentado se acerca a un paradigma no humanista que el discurso se atenúa y se seca en un catálogo, por lo demás útil a modo de panorama o punto de partida. En la última sección del libro, “El cuerpo pornográfico”, arribamos a lo que Lissardi llama “La era de la pornografía universal”, con su tensión entre “estimulación y sobreestimulación”. Pasando relevo a figuras todavía más o menos anclables en el humanismo (Henry Miller, Bataille, Onetti), Lissardi termina por empantanarse en algún lugar entre Cronenberg y Ballard, y termina por no ver a Crash (es decir que en su orden del mundo esas regiones son ilegibles o invisibles) en los términos de anulación del afecto y de novela pornográfica anterótica (aunque, según Lissardi, Ballard no llama “a las cosas por su nombre”, cuando en rigor lo que hace Ballard es recuperar un vocabulario médico, científico, libre del esquema de connotaciones de la lengua natural o de la explosión léxica o metafórica). Lo que queda por fuera de la lectura de Lissardi, cabe argumentar, es no sólo buena parte de Crash sino acaso su costado más fértil desde los noventa hasta acá: su fusión entre lo tecnológico y lo biológico, su apelación a la “muerte del afecto” como erosión del sujeto del humanismo y su sugerente transhumanismo.

Tolerancias del cuerpo humano. En el mapa de Lissardi, la erótica o el erotismo aparecen del lado de lo humano y la pornografía del otro; sin ir más lejos, en un pasaje memorable de Acerca de la naturaleza de los faunos, el “rebaño de muertos” de los campos de concentración y una serie de producciones porno tempranas terminan por ser entendidos por el narrador como “lo mismo. Son los mismos” (p.31). Los cuerpos en la colección Rotenberg, “pornografía paleolítica. Imágenes de la prehistoria de la industria de la fotografía pornográfica. El amateurismo más torpe. Lugares miserables y gente miserable fotografiados con una luz implacablemente impía” (p.30), son los mismos que aparecen en las fotos tomadas por los genocidas en Auschwitz: “son los mismos en el mismo atroz y fantasmal anonimato, coleccionados a fogonazos para el miserable disfrute de unos improbables, distraídos, remotos amos, yo incluido” (p.32). La conexión con Interludio, interlunio se ve a simple vista (“remotos amos, yo incluido”), pero además es especialmente interesante que ante la bajeza máxima, en el despojamiento más brutal de lo humano, el narrador tiene su epifanía de reconocimiento, como si lo humano emergiese desde su violenta negación y terminase de formatear la visión: la creencia, en última instancia, de lo humano en tanto indestructible.

Virus del espacio interior. Eso “humano en tanto indestructible”, esa “creencia en la luz al final del túnel”, para parafrasear a Hunter S. Thompson, es puesto en circulación en nuestras culturas por lo que en los últimos siglos venimos llamando “literatura”. Es, de hecho, el gran tema de la literatura, entendida esta en su esquema canónico, el alma shakespeareana de la que habla Harold Bloom en El canon occidental y Shakespeare y la invención de lo humano. La literatura de Lissardi, en este sentido, se espesa en lo canónico, como todas sus alusiones cinematográficas, literarias, musicales y plásticas (por ejemplo las de La Sagrada Familia), su repertorio de lo consagrado. La de Ballard, por otra parte, al menos en Crash y en su obra maestra, La exhibición de atrocidades, permanece siempre del lado ilegible de lo anticanónico: quizá por ello los exégetas más tempranos de su obra –como Pablo Capanna– han señalado que Crash no es “de las mejores” novelas de su autor. ¿Pero cuáles son los esquemas que hacen a la valoración posromántica o posbeethoveniana de la música? ¿La expresividad, la emotividad? ¿La destreza? ¿La inventiva? ¿Todo esto? ¿Y cómo valorar desde ahí Music for airports sin dejar claro que no se ha entendido nada? Tampoco, por cierto, se entendió en su época la Gran Fuga, y el propio Beethoven compuso un finalcito más amable para remplazarla en el op.130.

Circuitos. En el disco de Eno –y en el género que engendró– la clave es el pensamiento en sistemas: cinta, sonidos grabados, efectos, procesos, tiempo. El pensamiento cibernético como opuesto a la ordenación vertical, a las jerarquías, a la autoridad –la autoridad ordenadora del sujeto expresivo–, a la “alta cultura” y la “baja”, a las “bellas letras”, al “rock del bueno”, como decía un ilegible profesor y poeta en esa montevideana facultad de Humanidades donde conocí a mi amigo Gustavo. El pensamiento cibernético como opuesto a las viejas organizaciones culturales y políticas, a la vieja izquierda y sus bellas letras comprometidas con el humanismo.

Back to the nineties. Hay que volver a leer a Nick Land. //∆z