Por Carlos Velázquez

En la vida hay remeras que nunca pueden olvidarse. Sí, estoy parafraseando el bolero.

Tengo cuarenta años, una hija de once, varios libros publicados y un amago de sobredosis. Antes de cumplir los quince años tuve una remera a la que quise mucho. Y aunque en los próximos años he tenido cantidad, de la que les hablo tiene la cualidad de inolvidable.

Durante mi adolescencia la pobreza me distrajo lo suficiente para pensar en cómo se configura un look. Sin embargo, el rock me otorgó una identidad. Y a temprana edad. Era una herencia ochentera. El panorama de mi niñez era un barrio en el que pululaban remeras de Mötley Crüe, Overkill, Skid Row et al. Tuve la suerte de nacer en una zona donde había varios rockers de hondas convicciones. Recuerdo a dos principalmente. Uno era El Rica, un cabrón facineroso que tenía un ojo nublado a la David Bowie, efecto que también se había producido en una riña. Dos décadas después moriría, la causa se desconoce. Existe quien la achaca a la cirrosis, y quien afirma que lo ejecutaron los sicarios durante la guerra vs el narco. El otro es el Andrés. Hace unos días lo vi. Me recordó mis años púberes, cuando lo atosigaba a preguntas sobre el mundo del rock & roll. Greña larga, no ha cambiado nada. Sigue siendo un entusiasta de las bandas y de abrir bares. Con seguridad lo enterrarán con la remera negra.

Una de las virtudes de la calle es que te exenta de la presión social. A nadie le importa tu indumentaria si eres escoria. El uniforme escolar me camuflaba por las mañanas. A mí me había bastado guachar un video de los Ramones para saber cómo quería lucir. Pero los cuarenta grados del desierto me impedían enfundarme la chamarra de cuero. Tampoco era posible portar la camisa de franela del grunge sin cocerse por el calor. Así que desde los catorce años mi guardarropa se abasteció sola de Levi’s 513, remeras rockeras y Converse de bota totalmente negros.

Usé el calzado de Chuck Taylor casi tres décadas. Hasta que me produjo una fascitis plantar porque carecen de tacón. Esa indumentaria me ha acompañado desde la juventud y excepto por los tenis no ha sido modificada. La he complementado con una camperita de aguador del Celaya F.C. Fachoso he sido aceptado en círculos fresas y snobs. Mis editores visten igual.

No recuerdo mi primera remera rockera, pero sí la mejor. En el libro Killing yourself to live… (2005)se habla de que Kurt Cobain se convirtió en un fenómeno global tras su muerte. No tengo elementos para refutar esta teoría pero puedo afirmar que en el ‘91 en mi entorno no se escuchaba otra cosa que Nevermind. A final de mi segundo semestre de preparatoria era un virus que ya lo había infectado todo. El fenómeno smell like teen spirit se encontraba en la cresta de la ola. Una cresta lo más parecida a aquella de la que habló Hunter S. Thompson en los sesentas. Y que no se había vuelto a presentar ni en la música ni en el pensamiento común desde entonces.

Ingresé a una prepa donde te permitían ponerte la garra que se te hinchara para asistir a clases. Aunque los años se encargan de hacerlo a uno un descreído, me gusta pensar que formé parte de algo. No se malentienda, no una generación, pero sí un momento en el que la música alcanzó niveles celestiales. Y a riesgo de ser considerado cursi, también me he tratado de convencer de que entendí el mensaje. Cuál: Come as you are. Fue lo que me decía Kurt en una canción y lo que me dijo su rostro en la remera en la tienda donde colgaba. La cara del vocalista de Nirvana ocupaba todo el frente de la remera. Era morada con blanco. Rompí uno de los preceptos del rock: usar ropa blanca. Por supuesto que me la compré.

En aquella época un cd de música significaba mucho. Y también las remeras. Algunas eran inencontrables. Uno las portaba con un orgullo parecido al del hincha de futbol con la del equipo de sus amores. Atesorar remeras no era un simple pasatiempo. Era una declaración de principios. En la prepa mis amigos eran unos sinquehacer de perpetua remera negra. Miguel, a quien apodaban el Metallico, por su fervor por ya saben qué banda. René, de gustos más oscuros y flacucho que ahora es un apasionado del ciclismo de montaña. Yo no encajaba con ellos, mis gustos estaban en lo que se conocía como la franja alternativa, pero encajaba menos aún con el resto de la escuela. Y convivía con ellos aunque prefirieran a Slayer y yo a Stone Temple Pilots.

Cómo amaba mi remera de Cobain. Me la ponía tres o cuatro veces a la semana. Me imbuía una sensación de seguridad que no me ha proporcionado ninguna de las que he tenido después. Y vaya que no han sido pocas. Siempre que viajo a Estados Unidos voy a la caza de remeras. Así como las señoras compran vitaminas, yo me surto de lo que encuentro. En la actualidad no es difícil conseguir de cualquier banda. Y si no existe, la mandas fabricar. Pero me gusta seguir dependiendo del azar. Que sea la remera la que me encuentre a mí. En ocasiones uno consigue con éxito mantener el aburguesamiento a raya. Obvio nunca he vuelto a toparme con una idéntica a la de Kurt que tuve en la prepa.

Desde entonces no he vuelto a tener una remera blanca. //∆z

Carlos Velázquez (Torreón, Coahuila, México, 1978) es escritor y periodista. Sus libros más recientes son La efeba salvaje (Sexto piso, 2018), El pericazo sarniento (Surnumérica, 2018) y Aprende a amar el plástico (Sobras selectas, 2018). Sostiene la columna mensual sobre música Psycho killer en www.reportesextopiso.com