Tras hacer pie con su disco de 2014, Weezer vuelve a apelar a épocas pasadas pero también avanza en la transición a un nuevo sonido en su ¿Álbum Blanco?

Por Santiago Farrell

Tal como le pasó a Smashing Pumpkins, en algún momento las grandes virtudes de Weezer se volvieron en su contra. Sucede que desde el Álbum Azul (1994) hasta Maladroit (2002), la banda produjo grandes discos en base a variaciones de los siguientes tres elementos:

  • una erudición notable sobre la estructura compositiva de la canción pop, expresada en arreglos, estribillos, ganchos y riffs pegadizos hasta la hipnosis, de eficacia infalible;
  • un conocimiento igual de obsesivo sobre la amplificación y distorsión de guitarras y bajos, aún hoy difícil de imitar, con el cual la banda parece capaz de demoler paredes;
  • y un enfoque decididamente púber para las letras, que decanta en ironía nerd o, la mayoría de las veces, en un desborde confesional y emotivo que dio origen al emo y suele resultar bochornoso, pero potencia los otros dos elementos al influir sobre ellos (mejor ejemplo: Pinkerton, de 1996).

Esa fórmula del éxito era tan eficiente como frágil y durante buena parte del siglo XXI la banda de Rivers Cuomo sufrió las consecuencias de querer alterarla un poco tomando una decisión dudosa atrás de la otra. Así, Weezer pasó años desorientada, en busca de la gloria perdida, hasta que en Everything Will Be Alright in The End (2014) Cuomo logró calibrar los pistones compositivos y ofreció un buen disco que apunta a otro lado, lejos de esas cumbres pero mucho mejor que lo inmediatamente precedente.

Es el proceso de maduración que continúa en Weezer, ya bautizado como “el álbum blanco”.  A simple vista, surge la tentación de catalogarlo como un paso atrás, un intento de volver al pasado. Se trata del cuarto disco autotitulado con tapa monocromática y un concepto muy cercano al de Pinkerton. Su productor, Jake Sinclair, fue el que los ayudó a grabar parte del vilipendiado Raditude (2009). Y al escucharlo, por momentos el déjà vu es evidente: “California Kids” respeta a rajatabla la fórmula de melodía pegadiza que desemboca en un estribillo inexpugnable, “Do You Wanna Get High?” condensa el drama hiperbólico de Pinkerton en capas de distorsión y la briosa “King of the World”, con su riff inicial a todo volumen, podría encajar en el Azul con algún retoque que otro.

Pero a medida que se suceden las pistas, Weezer revela otro anclaje. En parte se debe al tributo de la banda a los Beach Boys, presentes en letra y música por todo el disco, especialmente en el lamento semiacústico “Endless Bummer” y la balada “(Girl We Got A) Good Thing”. También aporta lo suyo la producción barroca y frenética de Sinclair, abarrotada de teclas, coros y capas de guitarras, que acentúa todas las excentricidades de Cuomo. Pero sobre todo se trata de cómo él se inspira en todo eso para explotar al máximo sus conocimientos. Así, el Blanco se apoya en grandes puentes, cadencias inesperadas y estribillos poderosos, potenciados por la corta duración de los temas. “Summer Elaine and Drunk Dori” y “(Girl We Got A) Good Thing” condensan en tres minutos y medio suficientes volteretas para llenar seis y no hay pista que no tenga al menos un breve desvío imprevisto, como hace “L.A. Girlz” para sacudirse ese aire noventoso con el que arranca y luego volver a él. Esa complejidad acotada es el principal acierto de Weezer.

El Álbum Blanco no está exento de tropiezos que recuerdan la extensa malaria de los últimos quince años. Esta vez las letras tienen mucho más espacio para explayarse y a veces opacan la música, como pasa en “Thank God For Girls”, una extensa perorata de Cuomo sobre género que suena extrañamente emparentada a “Butterfly” (la de Crazy Town), o en el lamento de desamor que es “Jacked Up”, cuyo breve puente no llega a salvar el extraño experimento con piano y saltos vocales. Y a veces, la cantidad de cosas sonando al mismo tiempo abruma. Son problemas que ganan peso en un disco tan breve, porque comprometen lo poco que separa a Weezer de su legión de malos imitadores, otro problema de tener una fórmula tan definida.

La perfección de la receta dicta que Weezer nunca va a zafar del todo de la comparación desfavorable contra todo lo que haga. En ese sentido, este Álbum Blanco muestra a Cuomo haciendo las paces con ese hecho y, lo que es más importante, aprendiendo a darle vueltas de tuerca. Con algunas de sus mejores ideas en años, dotadas de un vigor y una inmediatez que amplifica su impacto, el adorable nerd inadaptado de 1994 por fin empieza a redimirse. Quién sabe lo mejor esté por venir.//z