Editado por 17 Grises, Fernández ofrece en cinco cuentos algunos modos benévolos de afrontar la tranquila pero inevitable llegada del fin del mundo.

Por Hernán Vanoli

Monstruos Geométricos tiene algo que es muy difícil de definir y que aparece cuando estamos frente a un autor: una persona que trabaja y que piensa y que siente y que desde todas esas cosas produce una estética. No es fácil conseguir eso, pero cuando pasa es casi mágico. En ese sentido, Monstruos Geométricos es un artefacto estético muy bello, de una sutileza que es capaz de perturbarnos, con una poética muy particular y personal.

Pero creo que además de expresar lo particular de un autor, un libro pesa por el tipo de preguntas que nos genera, por cómo nos ayuda a ser un poco menos estúpidos. Y la primera pregunta que me generó Monstruos Geométricos es una pregunta por cómo trasladar climas, texturas, colores y sensaciones que sólo puede disparar el cine a la literatura. El libro me hizo pensar en el cine de los Anderson, tanto Wes como Paul Thomas Anderson (Denis nombra su película Magnolia en el primero de los cuentos), y en la forma en la que ambos trabajan con el límite entre lo que es absurdo y lo que es emotivo. A simple vista, el absurdo no nos emociona, sino que más bien nos perturba. Quizás el absurdo es una de las principales emociones del intelecto. El absurdo sería para la razón lo que el miedo es para el cuerpo. Me parece que en la forma en que Denis lee y después escribe al cine de los Anderson hay algo vinculado con los límites del absurdo, con su manera de sumarle emoción, de llevarlo al cuerpo. Así se lograr una síntesis muy especial donde lo que puede parecer extraño o ligeramente delirante también puede emocionar. En ese sentido me parece que en todos los cuentos los personajes bordean una especie de verdad, tanto los bots que naufragan en la deep web como el adiestrador de perros que empieza a construir un acuario en su propia casa, y que esa verdad por lo general es monstruosa pero también tiene una forma bella. Es un monstruo geométrico.

Otra cosa muy potente que circula por el libro tiene que ver con la nostalgia. Denis hace un experimento literario donde la nostalgia puede pasar de ser una herramienta para pensar que “todo pasado fue mejor” a convertirse en una especie de solución, parecida a los líquidos que se utilizan para revelar fotografías o radiografías, que sirve para pensar qué elementos estéticos del pasado son capaces de amalgamarse con lo nuevo y así, haciendo aparecer formas más o menos monstruosas, modificar tanto nuestras ideas sobre el pasado como empezar bocetar aquellas cosas que nos pasan sin que podamos ponerles un nombre. Por eso en el libro es muy interesante la figura del fractal, esa idea de formas iridiscentes capaces de desarmar las categorías del tiempo pero también del espacio. Porque el fractal es una figura con una geometría compleja que contraviene a la linealidad y, como la nostalgia, el fractal sospecha del progreso, pero a diferencia de la nostalgia proyecta esa sospecha hacia el futuro.

Monstruos-geométricos

El primer cuento es un cuento sobre exploradores, tanto de la deep web como de profundas cavernas perdidas en la frontera entre Europa y Asia, pero también de exploradores del tiempo. Uno de sus fragmentos pasa en el dos mil ciento veintiocho, otro pasa durante la Guerra Fría. Los relatos se interconectan y forman una maquinita que es monstruosa y geométrica, que es una historia de aventuras pero también una reflexión sobre el desastre, y sobre las posibilidades del lenguaje como máquina un poco inteligente y bastante torpe para leer la realidad. Ese, el primero, es el cuento más borgeano del libro, el que presenta algo así como el plan general. Pero después el libro baja un cambio. Lo monstruoso, lo inesperado, y también la infancia y la inocencia, se van enhebrando de diferentes formas.

Así en el segundo cuento hay dos historias en espejo, dos historias de amor por los animales, pero principalmente de espejo entre dos personajes, un niño que descubre el sexo y la muerte y un hombre que no puede trabajar y vive con miedo. Podría pensarse que ambos son la misma persona, pero no lo sabemos, y sabemos que si son la misma persona no lo son desde una manera lineal, porque hay indicios de que las dos historias pasan al mismo tiempo, como si convivieran en curvaturas del tiempo, en bucles de la existencia unidos por jaurías de pacíficos perros cimarrones que recorren pueblos arrasados por el cambio climático.

Esta idea de que el desastre está por llegar pero al mismo tiempo ya llegó, y de que ese desastre se vincula menos al fin del mundo que a su extrema complejidad, es otro eje que une y le da organicidad a todos los cuentos del libro. En uno de ellos un chico pierde la voz de forma misteriosa, pero en lugar de arruinarlo eso lo habilita para realizar una misión oculta. En otro, el adiestrador de perros que vive junto a un edificio en desconstrucción de pronto se queda encerrado dentro de un PH con un ovejero alemán y empieza a vivir del trueque con sus vecinos. También está el caso del chico que descubre que la búsqueda de una fuente infinita de electricidad puede llevarlo a una alianza con las cucarachas. La mudez puede ser liberadora, el encierro puede ser constructivo, el buceo profundo en la web puede ser enloquecedor. Si la internet nos urge a estar súper comunicados todo el tiempo y contando todo lo que nos pasa, si nos obliga a expresarnos y a expedirnos sobre todas las cosas, los cuentos de Monstruos geométricos se permiten encontrar caminos alternativos, senderos para alejarnos un poco de ese camino un poco cansador que nos proponen la cultura, Facebook y el imperativo del diseño, pero sin por ello convertirnos en Unabomber. Porque en el fondo sabemos que el fin del mundo ya está pasando de una manera cariñosa y burocrática, y que hay belleza, y que podemos agregar belleza o al menos un poco de geometría absurda frente a su monstruosidad.

Por eso en Monstruos geométricos todos son un poco espías, un poco policías y un poco autistas. Espías para entender lo que está pasando y poder mirar hacia el pasado, pero tratando al mismo tiempo de hacer algo nuevo. Policías para luchar, aunque se sepa que la batalla está perdida, por establecer túneles de escape al laberinto de lo contemporáneo, para ayudarnos a salir de ahí, o al menos a encontrar un camino. Pero también autistas para dejarse llevar, para poder ver la belleza, emocionarse con lo absurdo y contarlo como lo hace Denis Fernández en sus cuentos.//∆z